lunes, 13 de marzo de 2017

EL CANAL DEL MESTO

El ser humano, en su resuelto afán por complicarse la vida, suele desdeñar las cosas sencillas por el simple hecho de que son fáciles de conseguir. A menos de una hora de autobús, de forma casi inesperada, la naturaleza ofrece un muestrario de paisajes digno de las más lejanas serranías. Es el caso del curso del río Guadalix, en su recorrido por los términos municipales de Pedrezuela y San Agustín del Guadalix. El río, que nace en la vertiente meridional del Puerto de la Morcuera, tiene, sobre todo en los términos citados, un recorrido tan escabroso, que sería muy complicado de seguir si no fuera por una instalación del Canal de Isabel II que, según atestiguan las fechas grabadas en alguna de sus piedras, se inauguró en 1859. Es el Canal del Mesto.

Es el día en que el otoño entrega el testigo al invierno, y el caminante toma el autobús que, en un servicio exprés, lo lleva, en un santiamén, hasta la localidad de Pedrezuela. Bajo una pérgola de madera, donde algunos vecinos comienzan a dar vida a las calles, comienza la andadura. Por la calle Madrid, siempre hacia el mediodía, va dejando atrás las últimas casas. Enseguida una bifurcación a la derecha, al poco otra más a la misma mano y, de repente, el barranco. Avanza el caminante por el balcón rocoso, entre un intrincado bosque de encinas y enebros, salvando arroyos y quebradas. No hay camino, sólo la referencia del serpenteante soto del río. En un punto en que los pasos comienzan a ponerse excesivamente fragosos, toma como referencias un abejar y un tendido eléctrico para llegar a la pista terriza que viene de la cercana localidad de El Molar. Tras un cuarto de hora, ahora hacia poniente, llega hasta el lugar donde se inicia el canal: el tinglado de instalaciones del antiguo Azud del Mesto.




Antes de iniciar el recorrido sobre la canalización, el caminante, a contracorriente, recorre el centenar de metros que lo separan de la pequeña presa, hoy en desuso, construida en 1906. Encajonada en el cañón, parece una joya engastada en las rocas del cauce del río. Cumplida la visita, vuelve al lugar donde comienza el recorrido sobre el canal. Algo menos de una legua de recia canalización, siempre al aire libre, con la excepción de un tramo de unos trescientos metros realizados en mina. Y cabalgando sobre el canal, en un recorrido por la umbría del cañón, el vistoso camino que acompaña a la cantarina corriente del río. Un quilómetro antes de cruzar a la otra orilla por el puente de San Antonio, en el lugar donde otra canalización, que viene del embalse del Vellón, cruza el Guadalix para trasvasar sus aguas a la que viene del de El Atazar, el caminante se descuelga por una estrecha escalerilla de piedra que baja a la Cascada del Hervidero.










Se trata de un profundo hondón, tallado en la roca, donde el río se despeña en un salto de agua, modesto en altura,…pero sobrado de encanto. Para recorrer la parte alta de la cascada, es necesario pasar a la otra orilla utilizando el acueducto del sifón. Desde las bruñidas rocas, a contracorriente, el caminante hace una pequeña incursión junto a la briosa corriente, donde, ahora desnudos, medran magníficos ejemplares de alisos (de ahí el nombre árabe del río), chopos, fresnos y arces de Montpelier. Abandonado el lugar, a tiro de piedra de la cascada, el caminante cruza a la margen derecha por el sólido puente de San Antonio. Discurre ahora el río por lugares menos escabrosos que los ya recorridos, lo que permite caminar junto a la corriente. Verdes praderas y soleados sestiles se van sucediendo, hasta llegar a una represa conocida como El Brincadero. Desde allí, el río, ahora manso y silencioso, va mostrando al caminante la belleza de sus sotos.






Al tiempo que el polígono industrial de San Agustín del Guadalix aparece sobre los cerros de la margen opuesta, el camino se encajona entre la corriente y un paredón terrizo. Por una vereda tomada por los zarzales, el caminante llega hasta el puente que da servicio a la carretera que une la población y el polígono. En su entorno, un par de pasarelas de madera cruzan de un lado al otro del río, dando vida a una cuidada área recreativa. Por una de ellas cruza el caminante la corriente. Por la otra orilla, ahora a contracorriente, entre los recios chopos de la ribera, tras pasar una vieja estación de aforo, el camino llega hasta un lugar donde es imposible continuar, y una nueva pasarela de madera invita a pasar, de nuevo, a la orilla opuesta. Toca ahora, durante casi dos quilómetros, deshacer el camino hasta llegar al puente de San Antonio, desde donde, siguiendo la conducción del sifón que sube por la ladera, llega hasta las casas abandonadas de los guardeses de las primitivas instalaciones. Desde allí, tras pasar un canal de desagüe, una nueva subida por la pendiente ladera saca los colores al caminante, hasta llegar a una almenara donde se escuchan los motores que mueven el caudal del sifón.










Recuperado el resuello, localiza una estrecha vereda que avanza entre el coscojal hasta llegar a la carreterilla asfaltada que pasa junto a la remozada atalaya de El Molar. Desde el cerro, junto a la atalaya, las vistas de la sierra resultan interesantes. No tan interesante es la llegada al caserío de El Molar; un vallado continuo obliga al caminante a transitar, durante un cuarto de hora, por el tedioso asfalto, hasta llegar al conjunto que forman el camposanto y la ermita de La Soledad. Por la calle de la Fuente, a la vera de un parquecillo ajardinado, entra el caminante en la población. Antes de que la calle pase por debajo del antiguo trazado de la A-6, se encuentra la parada del autobús, el cual, tras una embarullada entrada a la Corte, llega al intercambiador de la plaza de Castilla media hora más tarde del horario previsto. Es el peaje de la civilización.   





DOR

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