El ser humano, en su resuelto afán por
complicarse la vida, suele desdeñar las cosas sencillas por el simple hecho de
que son fáciles de conseguir. A menos de una hora de autobús, de forma casi
inesperada, la naturaleza ofrece un muestrario de paisajes digno de las más
lejanas serranías. Es el caso del curso del río Guadalix, en su recorrido por
los términos municipales de Pedrezuela y San Agustín del Guadalix. El río, que
nace en la vertiente meridional del Puerto de la Morcuera, tiene, sobre todo en
los términos citados, un recorrido tan escabroso, que sería muy complicado de
seguir si no fuera por una instalación del Canal de Isabel II que, según
atestiguan las fechas grabadas en alguna de sus piedras, se inauguró en 1859. Es
el Canal del Mesto.
Es el día en que el otoño entrega el
testigo al invierno, y el caminante toma el autobús que, en un servicio exprés,
lo lleva, en un santiamén, hasta la localidad de Pedrezuela. Bajo una pérgola
de madera, donde algunos vecinos comienzan a dar vida a las calles, comienza la
andadura. Por la calle Madrid, siempre hacia el mediodía, va dejando atrás las
últimas casas. Enseguida una bifurcación a la derecha, al poco otra más a la
misma mano y, de repente, el barranco. Avanza el caminante por el balcón
rocoso, entre un intrincado bosque de encinas y enebros, salvando arroyos y
quebradas. No hay camino, sólo la referencia del serpenteante soto del río. En
un punto en que los pasos comienzan a ponerse excesivamente fragosos, toma como
referencias un abejar y un tendido eléctrico para llegar a la pista terriza que
viene de la cercana localidad de El Molar. Tras un cuarto de hora, ahora hacia
poniente, llega hasta el lugar donde se inicia el canal: el tinglado de
instalaciones del antiguo Azud del Mesto.
Antes de iniciar el recorrido sobre la
canalización, el caminante, a contracorriente, recorre el centenar de metros
que lo separan de la pequeña presa, hoy en desuso, construida en 1906.
Encajonada en el cañón, parece una joya engastada en las rocas del cauce del
río. Cumplida la visita, vuelve al lugar donde comienza el recorrido sobre el
canal. Algo menos de una legua de recia canalización, siempre al aire libre,
con la excepción de un tramo de unos trescientos metros realizados en mina. Y
cabalgando sobre el canal, en un recorrido por la umbría del cañón, el vistoso
camino que acompaña a la cantarina corriente del río. Un quilómetro antes de
cruzar a la otra orilla por el puente de San Antonio, en el lugar donde otra
canalización, que viene del embalse del Vellón, cruza el Guadalix para
trasvasar sus aguas a la que viene del de El Atazar, el caminante se descuelga
por una estrecha escalerilla de piedra que baja a la Cascada del Hervidero.
Se trata de un profundo hondón, tallado
en la roca, donde el río se despeña en un salto de agua, modesto en altura,…pero
sobrado de encanto. Para recorrer la parte alta de la cascada, es necesario
pasar a la otra orilla utilizando el acueducto del sifón. Desde las bruñidas
rocas, a contracorriente, el caminante hace una pequeña incursión junto a la
briosa corriente, donde, ahora desnudos, medran magníficos ejemplares de alisos
(de ahí el nombre árabe del río), chopos, fresnos y arces de Montpelier.
Abandonado el lugar, a tiro de piedra de la cascada, el caminante cruza a la
margen derecha por el sólido puente de San Antonio. Discurre ahora el río por
lugares menos escabrosos que los ya recorridos, lo que permite caminar junto a
la corriente. Verdes praderas y soleados sestiles se van sucediendo, hasta
llegar a una represa conocida como El Brincadero. Desde allí, el río, ahora
manso y silencioso, va mostrando al caminante la belleza de sus sotos.
Al tiempo que el polígono industrial de
San Agustín del Guadalix aparece sobre los cerros de la margen opuesta, el
camino se encajona entre la corriente y un paredón terrizo. Por una vereda
tomada por los zarzales, el caminante llega hasta el puente que da servicio a
la carretera que une la población y el polígono. En su entorno, un par de
pasarelas de madera cruzan de un lado al otro del río, dando vida a una cuidada
área recreativa. Por una de ellas cruza el caminante la corriente. Por la otra
orilla, ahora a contracorriente, entre los recios chopos de la ribera, tras
pasar una vieja estación de aforo, el camino llega hasta un lugar donde es
imposible continuar, y una nueva pasarela de madera invita a pasar, de nuevo, a
la orilla opuesta. Toca ahora, durante casi dos quilómetros, deshacer el camino
hasta llegar al puente de San Antonio, desde donde, siguiendo la conducción del
sifón que sube por la ladera, llega hasta las casas abandonadas de los
guardeses de las primitivas instalaciones. Desde allí, tras pasar un canal de
desagüe, una nueva subida por la pendiente ladera saca los colores al caminante,
hasta llegar a una almenara donde se escuchan los motores que mueven el caudal
del sifón.
Recuperado el resuello, localiza una
estrecha vereda que avanza entre el coscojal hasta llegar a la carreterilla
asfaltada que pasa junto a la remozada atalaya de El Molar. Desde el cerro,
junto a la atalaya, las vistas de la sierra resultan interesantes. No tan
interesante es la llegada al caserío de El Molar; un vallado continuo obliga al
caminante a transitar, durante un cuarto de hora, por el tedioso asfalto, hasta
llegar al conjunto que forman el camposanto y la ermita de La Soledad. Por la
calle de la Fuente, a la vera de un parquecillo ajardinado, entra el caminante
en la población. Antes de que la calle pase por debajo del antiguo trazado de
la A-6, se encuentra la parada del autobús, el cual, tras una embarullada
entrada a la Corte, llega al intercambiador de la plaza de Castilla media hora
más tarde del horario previsto. Es el peaje de la civilización.
DOR
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