domingo, 21 de junio de 2020

EL ESTEPAR



Treinta y cinco siglos después, seguimos instalados en la duda. En el Éxodo, el segundo de los libros del Pentateuco bíblico, se detallan las diez plagas con las que Yavé, dios de los judíos, castigó a Egipto ante la persistente negativa a manumitir a los esclavos hebreos.

La ciencia, con mayor o menor acierto, lleva siglos tratando de dar explicación a cada una de aquellas plagas. Los avances técnicos han ido ajustando dichas interpretaciones y, en algún caso, modificando totalmente las primeras versiones. Persistentes sequías, erupciones volcánicas, movimientos sísmicos,…; todo ha servido para razonar las causas de los fenómenos relatados en la Biblia. Ahora, con más medios científicos que nunca, parece que nadie tiene capacidad suficiente para discernir si la catástrofe sanitaria que nos asuela es espontánea,…o provocada.

Cuando esto se escribe, después de casi tres meses de reclusión domiciliaria, la liberación va llegando con cuentagotas. La mitad del territorio nacional se encuentra en fase II, situación que permite, previa autorización gubernamental, ciertas licencias de inferior rango y condición que las de la otra mitad que, para su fortuna, ha conseguido estar en la fase III. De esta guisa habremos de estar, en una fase u otra, o con la amenaza de los rebrotes, hasta que otro Moisés, esta vez no con un cayado sino con una vacuna efectiva, nos redima de este desastre. Amén.

Desde aquellas primeras calamidades bíblicas, hasta ésta última del Covid-19, el camino sanitario de la humanidad no ha resultado sencillo. Numerosos han sido los infortunios epidémicos que, periódicamente, se han sucedido y que, con seguridad, cambiaron el rumbo de la historia. Aún con las lógicas dificultades, todos fueron superados; y de todos y cada uno se aprendió. En el siglo V a. C, una desconocida enfermedad inició la decadencia de Atenas. A mediados del siglo XIV, la peste se llevó por delante a un tercio de la población europea. Las estimaciones calculan veinticinco millones de víctimas. En el XVI, la plaga más temida en Europa fue la viruela. La enfermedad, conocida como el ángel de la muerte, afectó a una de cada doce personas; o morían o quedaban ciegas. La experiencia pandémica de episodios pasados, llevó a concluir que la cuarentena, sobre todo en los puertos europeos, era el método más eficaz para controlar el contagio. A principios del XVIII, la relajación en el procedimiento, propició que un barco sedero, atracado en Marsella, volviese a introducir la peste en territorio europeo. A principios del XIX, Napoleón envió un ejército de sesenta mil hombres a Haití. La intención, además de consolidar la presencia francesa en América, no era otra que la de sofocar la revuelta de esclavos de las plantaciones de caña de azúcar. No contaba con la fiebre amarilla, propagada por los mosquitos, y que acabó con la práctica totalidad del ejército. El estado francés, entendido el aviso, abandonó su pretensión expansiva en el continente americano; unos años después, los franceses vendieron La Luisiana a los Estados Unidos. En resumen, una historia convulsa en la que la humanidad ha sabido sobrevivir a las sucesivas pandemias. Y esa misma historia nos demuestra que habrá más; que quedamos a la espera de que esa ciencia no se distraiga en la búsqueda de soluciones de acontecimientos pretéritos. Es la hora de poner en práctica el conocimiento acumulado. 

El caminante, en la antevíspera del final de un mes de febrero en latifundio por su condición de bisiesto y, con el lógico desconocimiento de lo que llegará en una quincena, a pesar de que las noticias de otros lugares comienzan a ser inquietantes, se apresta a la que será la última salida en mucho, mucho tiempo. Demasiado.

Quizá sea un barrunto de lo venidero, pero el caminante no se encuentra con arrestos para grandes epopeyas. Por no tener, no tiene ni ánimo de sacar la máquina infernal de la cuadra. Habrá que buscar un lugar donde, sin demasiado esfuerzo, el paisaje permita respirar aire puro durante unas horas. Decidido el terreno, cuando pasa media hora de las ocho de la mañana, toma, en el intercambiador de Moncloa, un autobús que, en cuarenta minutos, lo dejará en el piedemonte de la laberíntica Sierra de Hoyo de Manzanares. Se apea junto a la metálica instalación de la plaza de toros de la localidad. Aún deberá caminar unos centenares de metros hasta salir del caserío de nueva construcción. La civilización asfaltada termina junto al depósito de aguas que abastece a la población. La mañana está tibia, y una primavera adelantada se muestra en las azuladas flores del romero. Ya por el camino terrizo, a unos minutos de depósito, una senda inicia la subida por la ladera de El Picazo.


Bordeando un cerramiento metálico que impide la subida directa, el caminante se deja llevar por la clara senda que porfía entre coscojas y retamas. La subida termina en los pedregales de Peña Alonso, otero que separa El Picazo de las crestas graníticas de la Peña del Búho. Los tres somos, alineados en dirección septentrional, conforman un cordal que tendrá continuación en el Cerro del Molinillo, hasta llegar a la cima berroqueña de El Estepar. Es ésta la cota más alta de la sierra, y en la cúspide, a la que se accede después de canchear por los peñascos, se encuentran: el vértice geodésico, una cruz metálica esmaltada en color blanco, una pequeña hornacina con una imagen de la Virgen y algunas placas que honoran a caminantes fallecidos. Nunca un lugar tan escaso fue tan bien aprovechado.











Tras el descenso, camino y caminante viran hacia poniente. A manderecha, remontando la costanera, un triquitraque de detonaciones acompaña al caminante. Sin duda son los ejercicios de tiro de la instalación militar a la que se refieren algunos carteles informativos, colocados a lo largo de un cercado metálico. A la vera de un muro de piedra, continúa la traza del camino hasta llegar a Peñacovacha. Son tantas las alternativas que, desde allí, se presentan, que la única dificultad estriba en decidirse por una cualquiera de las sendas que serpean entre los berruecos. El caminante se decide por el que baja suavemente hacia los riscales del Cerro Lechuza.








Una vez fuera del laberinto, llega al camino que dejó en la mañana, y que une Hoyo de Manzanares y Collado Mediano. Hacia poniente, el caminante se dirige hacia ésta última localidad. En una de las urbanizaciones del extrarradio, toma un autobús local que, en un recorrido cuasi turístico, lo llevará hasta la estación de ferrocarril de Villalba.

Son unos cuarenta minutos de trayecto hasta la estación de Chamartín. Luego, el convoy, entra en la oscuridad que lleva hasta Atocha. Pues bien, hoy, cuando esto se compone, la sensación es que todavía seguimos circulando por la tenebrosidad de un túnel de incierto final. 



DOR