martes, 24 de noviembre de 2015

LOROS EN LA GARGANTA DE LAS LANCHAS

El caminante, poco agraciado de virtudes y abundoso en defectos, siempre ha pretendido que, entre los últimos, no aparezca el de la presunción. Sabe, pues así se lo dice la experiencia, de la importancia de admitir la ignorancia como única forma de salir de las tinieblas.

Fue durante la preparación del itinerario, cuando se tropezó con aquella desconocida acepción aplicada a una especie vegetal: el loro. Contrariado, el caminante indaga hasta encontrar la respuesta que lo redime de su supino desconocimiento. Se trata de una especie en grave peligro de extinción, anclada en lugares propicios para su desarrollo, conocidos por los botánicos como microrreservas. Baste decir que el censo es de unos once mil ejemplares para toda la península ibérica. La reseña la encuentra en un excelente trabajo, publicado en número 11 de la Revista de Medio Ambiente de la Comunidad de Castilla-La Mancha: La Microrreserva de la Garganta de las Lanchas se localiza en un valle por el que discurre el arroyo de las Lanchas, dentro del núcleo central de la Sierra de Sevilleja, en las proximidades del nacimiento del río Gévalo. Se trata de un arroyo con gran capacidad erosiva, que ha excavado un profundo valle con varios saltos de agua. Las aguas de escorrentía recogidas en su cuenca, junto a las aportadas por los diversos manantiales que aparecen en la zona, suponen los principales aportes hídricos, que aunque de modesto caudal, posibilitan el carácter permanente de este curso de agua. Es este uno de los territorios montañosos más elevados y lluviosos de los Montes de Toledo, que ofrece unas especiales condiciones de humedad y estabilidad térmica que han permitido que este enclave albergue un conjunto de especies y formaciones vegetales de óptimo euro-siberiano o propias de áreas con climas más oceánicos, e incluso subtropicales. Los bosquetes, rodales o las manifestaciones aisladas de estas especies, constituyen los últimos restos de unas formaciones vegetales, desarrolladas bajo condiciones climáticas que ya no se dan en el territorio, por lo que pueden ser calificados como auténticas reliquias. Destaca una de las escasas localizaciones, y sin duda la mejor conservada, del “loro” (Prunus lusitánica) en nuestra Región. Esta especie vegetal constituye una reliquia de la flora lauroide que cubrió esta parte del continente europeo antes de las glaciaciones, y aparece recogida en el Catálogo Regional de Especies Amenazadas dentro de la categoría “vulnerable”. La población de “loros” incluida en esta microrreserva no supera los 150 individuos y se presenta bien en rodales más o menos extensos, bien como individuos aislados, instalándose en el fondo de la garganta, cerca del cauce (por encima del nivel de máxima avenida), o sobre las pedrizas adyacentes. En algunos casos, los árboles ascienden por las laderas, hasta niveles medio-inferiores, pero siempre ligados a los aportes hídricos de nacederos o pedrizas.    

Entusiasmado por la idea de encontrarse con la garganta, los saltos de agua y, sobre todo, con las loreras, sale el caminante, en la amanecida del tercer jueves del mes de octubre, hacia Robledo del Mazo. Al salir de la laberíntica travesía de Los Navalucillos, la carretera se estrecha considerablemente. La máquina infernal bufa y se retuerce en las cerradas curvas que siguen el curso del los ríos Pusa y Gévalo.

Desde el caserío de Robledo, parte el caminante dejando a manderecha el depósito de aguas de la población. Entre chaparros, bacillares y algún castaño disperso, el camino rodea el Cerro del Molino en busca de la garganta. Abandona la bondad del camino carretero para, bajo la cerrada sombra de un pinar de repoblación, localizar la vereda que acompaña a la tubería que toma agua del arroyo. El estrecho sendero, colgado sobre la garganta, con el único vestigio humano de los antiguos restos del molino harinero, avanza a contracorriente por lugares en los que la cerrada vegetación imposibilita la entrada del sol. El travesío alterna los tramos rocosos con frondosos helechales cargados de humedad, de los que no queda más solución que salir empapado. Entre el brezal, que ahora ha tomado posesión del terreno, y que comienza a evaporar el agua acumulada durante la noche, una familia de viejos maíllos muestra el sonrosado fruto que, con toda seguridad, hará las delicias de los jabalíes.







Cruza el arroyo por el azud donde la tubería, que ha seguido durante cerca de dos quilómetros, toma el agua para la población. Tras una corta subida, sin camino visible, el caminante llega a la excelente pista que viene desde la población de Las Hunfrías. Es en ese lugar donde comienza la visita balizada a los dos primeros saltos de agua. Desde el segundo chorro, el estrecho camino avanza entre un cerrado robledal, que en estas fechas comienza a teñirse de ocres otoñales. Procura mantenerse junto a la corriente, donde, entre los robles, medran añosos ejemplares de fresno. Con dificultad desciende a la umbrosa oquedad de unos de los chorros, con la única intención de aproximarse a la desconocida especie botánica. Bajo la lancha desde la que se precipita el agua, en aquel lugar de difícil acceso, las verdes hojas de los loros brillan bajo la luz del mediodía.











A medida que el camino toma altura, el arroyo va perdiendo caudal hasta que, en el límite del robledal con un cortafuego, la corriente desaparece. Después de algo más de una legua bajo las copas de los árboles, ahora, sin el amparo de la vegetación, toca rematar la subida hasta la cuerda de la Sierra de Sevilleja. En la divisoria el paisaje, difuminado por la calina, resulta grandioso: hacia el mediodía el Rincón de Anchuras, perteneciente a Ciudad Real; hacia el saliente la Garganta de las Lanchas y el valle del Gévalo y, ocupando todo lo que la vista alcanza hacia poniente y septentrión, la verde inmensidad de la comarca de La Jara.





Una vez rebasado el Collado Praderón, el caminante abandona el excelente camino que sigue por la soledad del cordal. Un camino de menor entidad lo lleva hasta un nuevo collado donde nace el río Frío. Por la umbría, a media ladera, el carril desciende entre pinos y robles. Entre éstos, vuelve a distinguirse el verde distinto de fresnos y arces de Montpellier. Entre la vegetación, una represa interrumpe el curso de la corriente. Poca es el agua embalsada, pues poca es la corriente aportada por el río Frío. Por el coronamiento del talud que cierra la presa, busca la vereda que, ahora por la margen derecha, baja hasta el cruce de caminos de Sevilleja de la Jara, Robledo del Mazo y Buenasbodas. Es en ese mismo punto, abandonado el rumbo que hasta entonces seguía, donde el río Frío enfila, hacia el ocaso, los últimos quilómetros de su efímera existencia. Pero, como si se tratase de un río importante, muere a lo grande. Antes de su desembocadura en el río Uso, da -o quizá sería mejor decir dio- vida a varios molinos harineros: el del Tuerto, el del Moral, el de Juan Sánchez, el de las Peñas y el del Marqués.




El caminante, plantado en el cuadrivio, observa el último obstáculo de la jornada. Con algunos tramos de un desnivel de más del 36%, el camino asciende por un canchal que parece tener vida propia. Durante los veinte minutos de fastidiosa ascensión, debe elegir entre caminar sobre los cortantes cantos de las piedras grandes, o hacerlo sobre la cascajera de piedras menudas que se mueven a cada paso bajo sus pies. Cualquiera de las dos opciones, o su alternancia, constituye un esfuerzo añadido al que supone el elevado desnivel. Tras el esfuerzo, ya sobre el collado, la visión del caserío de Robledo reconforta al caminante. Bajo el robledal, el camino, ahora de buena traza, desciende suavemente, recamado de arbustos de tonalidades que solamente la naturaleza sabe dibujar, hasta el encuentro con la línea de alta tensión que da servicio a las poblaciones de la comarca. Es la clara señal de que termina el paisaje silvestre y bravío y comienza el domeñado.


Entre huertos, olivares, viejas encinas, y algún alcornoque de tronco desnudo moteando las lindes, llega el caminante hasta la población, donde algunos vecinos hacen acopio de leña para el invierno que, lenta pero inexorablemente, ya comienza a asomar las orejas.

DOR


lunes, 2 de noviembre de 2015

LA PUERTA DEL INFIERNO

Existe una tenue línea, apenas marcada, entre la suficiencia -entendida ésta como la capacidad para el buen ejercicio de algo- y la petulancia. El caminante, justo en el día en que el verano daba el relevo al otoño, en una atrevida, licenciosa y audaz -por lo tanto deficiente- comprensión de los mapas, traspasó esa imperceptible línea. El que sigue, es un breve relato de lo acontecido.

El Escabas es un río que nace y muere en la Serranía de Cuenca. Durante sus escasos sesenta quilómetros, la infinita paciencia de su corriente sigue labrando, después de miles de años, las calizas de hoces y barranqueras, configurando un paisaje digno de ser visitado. El territorio que recorre es parte de lo que se conoce como Ruta del Mimbre. El caminante, a lomos de la máquina infernal, toma la compañía de río antes de llegar al caserío de Priego, y no la dejará hasta el lugar que llaman La Puerta del Infierno.

A contracorriente, ajustada a la hoz del río, la carretera que lleva a Fuertescusa discurre, entre majestuosos farallones, hasta el lugar en que el asfalto enhebra tres arcos horadados en la roca. En una olvidada curva del antiguo trazado de la carretera, justo al lado de una autocaravana de la que comienzan a salir sus somnolientos ocupantes, manea la máquina infernal.



De entre las dos primeras arcadas, se descuelga una pequeña senda que busca la corriente del arroyo del Peral, en el mismo punto en que sus aguas confluyen en la corriente del Escabas. Si el paso del arroyo no presenta ninguna dificultad, salvar la corriente del río no va a resultar tan sencillo. El nivel de la corriente sobrepasa, en casi un palmo, algunas de las resbaladizas piedras que, en época de estiaje, facilitan el paso. La fresca mañana no anima al bautizo podal, pero no queda otro remedio que vadear el río. Ya en la margen izquierda, el caminante, a la vista de los mapas, se hace el propósito, si ello es posible, de terminar la ruta sin volver a descalzarse. De nuevo a contracorriente, sigue una estrecha senda que se abre paso entre la vegetación de ribera. Unos trescientos metros más adelante, en el lugar donde, según el mapa, debería iniciarse una vereda para subir a la divisoria de aguas, solamente encuentra el impedimento de una cerrada vegetación. Harto de seguir difusas trochas de animales que no llevan a ningún lado, opta por iniciar una áspera subida hasta el encuentro con el carril que recorre el cordal.



Sobre la cuerda, el excelente camino que, durante media legua, se ha ido abriendo paso entre el pinar, llega a una extensa nava donde varias majadas muestran, a la vez, su antiguo esplendor y su actual decadencia ruinosa. Es un paisaje abrupto, donde las inclemencias invernales mantienen a los pimpollos, y demás vegetación, pegados al suelo, agazapados, como si quisiesen resguardarse de los fríos vientos dominantes. Es en ese lugar, en medio de barrancos inaccesibles, donde el caminante comienza el descenso en busca, de nuevo, de la compañía del Escabas. La pista faldea la pingorotuda ladera entre pinos, bojes y encinas centenarias. Durante el descenso, formaciones rocosas de apariencia caprichosa se presentan ante los ojos del caminante. 








Llega al río en el lugar donde, para el regreso, un sencillo puente permite elegir cualquiera de sus márgenes. El caminante, amigo de lo desconocido, desdeña el marcado carril que baja por la margen izquierda, para, por la contraria, atravesar una agobiante zona de mimbreras. Tras el laberinto, la senda, cosida a la orilla de río, llega hasta el Puente de las Labradas. En la orilla contraria, unas rodadas señalan el camino a seguir.




Lo que comenzó como un carril de buena traza, termina de repente en una hondonada sin aparente salida. Desde allí, una senda de pescadores avanza junto a la corriente. El caminante progresa, no sin dificultad, procurando poner toda su atención en algunos pasos si no quiere terminar en remojo. Se trata de una senda imposible de seguir en época de crecidas, en cuyo caso no queda más solución que vadear el río en media docena de ocasiones. Llega a un punto en que una pared de rocas impide el paso. Intenta pasar el obstáculo upándose sobre la ladera, pero es imposible. Resulta impresionante la vista, casi cenital, del meandro del río, con una gran roca en la mitad del cauce. Y es en ese punto donde el caminante no atina a interpretar la solución que el mapa le presenta. Hubiera bastado, incumpliendo su propósito mañanero, vadear el río en dos ocasiones, para, tras unos trescientos metros de cauce, llegar a la punta de un nuevo camino que le hubiera puesto, otra vez, en La Puerta del Infierno. Pero no supo verla. Decepcionado, regresa al Puente de las Labradas para tomar la pisa que asciende, dejando a la siniestra El Cucurucho, hasta el caserío de Fuertescusa.  








Junto a una añosa noguera, un cartelón indica el lugar donde se encuentra la fuente y el lavadero. Lo que no indica el cartel es que sus seis caños están más secos que la estopa. Es más arriba, en una plaza cercana a la iglesia, donde encuentra una rehabilitada fuente en la que se refresca, y repone el agua necesaria para terminar la jornada. Calcula algo más de un par de quilómetros la distancia que le queda para llegar a su destino. Durante el recorrido, con la única posibilidad de la carretera, el caminante combate el tedio del asfalto gustando, en clara competencia con los pájaros, de las uvas tintas de las labruscas que crecen en las umbrías del arroyo del Peral.


 Es al día siguiente, en su lar, cuando el caminante, tras un reestudio de los mapas, comprende su error. Un error que lo llevó a no terminar la ruta como la tenía programada y que, casi con toda seguridad lo llevará a intentarlo, si los dioses no disponen otra cosa, en otra ocasión. Amén.    

DOR