Existe una tenue línea, apenas marcada, entre la
suficiencia -entendida ésta como la capacidad para el buen ejercicio de algo- y
la petulancia. El caminante, justo en el día en que el verano daba el relevo al
otoño, en una atrevida, licenciosa y audaz -por lo tanto deficiente- comprensión
de los mapas, traspasó esa imperceptible línea. El que sigue, es un breve
relato de lo acontecido.
El Escabas es un río que nace y muere en la
Serranía de Cuenca. Durante sus escasos sesenta quilómetros, la infinita
paciencia de su corriente sigue labrando, después de miles de años, las calizas
de hoces y barranqueras, configurando un paisaje digno de ser visitado. El
territorio que recorre es parte de lo que se conoce como Ruta del Mimbre. El
caminante, a lomos de la máquina infernal, toma la compañía de río antes de
llegar al caserío de Priego, y no la dejará hasta el lugar que llaman La Puerta
del Infierno.
A contracorriente, ajustada a la hoz del río, la
carretera que lleva a Fuertescusa discurre, entre majestuosos farallones, hasta
el lugar en que el asfalto enhebra tres arcos horadados en la roca. En una
olvidada curva del antiguo trazado de la carretera, justo al lado de una
autocaravana de la que comienzan a salir sus somnolientos ocupantes, manea la
máquina infernal.
De entre las dos primeras arcadas, se descuelga
una pequeña senda que busca la corriente del arroyo del Peral, en el mismo
punto en que sus aguas confluyen en la corriente del Escabas. Si el paso del
arroyo no presenta ninguna dificultad, salvar la corriente del río no va a
resultar tan sencillo. El nivel de la corriente sobrepasa, en casi un palmo,
algunas de las resbaladizas piedras que, en época de estiaje, facilitan el
paso. La fresca mañana no anima al bautizo podal, pero no queda otro remedio
que vadear el río. Ya en la margen izquierda, el caminante, a la vista de los
mapas, se hace el propósito, si ello es posible, de terminar la ruta sin volver
a descalzarse. De nuevo a contracorriente, sigue una estrecha senda que se abre
paso entre la vegetación de ribera. Unos trescientos metros más adelante, en el
lugar donde, según el mapa, debería iniciarse una vereda para subir a la
divisoria de aguas, solamente encuentra el impedimento de una cerrada
vegetación. Harto de seguir difusas trochas de animales que no llevan a ningún
lado, opta por iniciar una áspera subida hasta el encuentro con el carril que recorre
el cordal.
Sobre la cuerda, el excelente camino que, durante
media legua, se ha ido abriendo paso entre el pinar, llega a una extensa nava
donde varias majadas muestran, a la vez, su antiguo esplendor y su actual
decadencia ruinosa. Es un paisaje abrupto, donde las inclemencias invernales
mantienen a los pimpollos, y demás vegetación, pegados al suelo, agazapados, como
si quisiesen resguardarse de los fríos vientos dominantes. Es en ese lugar, en
medio de barrancos inaccesibles, donde el caminante comienza el descenso en
busca, de nuevo, de la compañía del Escabas. La pista faldea la pingorotuda
ladera entre pinos, bojes y encinas centenarias. Durante el descenso, formaciones
rocosas de apariencia caprichosa se presentan ante los ojos del caminante.
Llega al río en el lugar donde, para el regreso,
un sencillo puente permite elegir cualquiera de sus márgenes. El caminante,
amigo de lo desconocido, desdeña el marcado carril que baja por la margen
izquierda, para, por la contraria, atravesar una agobiante zona de mimbreras.
Tras el laberinto, la senda, cosida a la orilla de río, llega hasta el Puente
de las Labradas. En la orilla contraria, unas rodadas señalan el camino a
seguir.
Lo que comenzó como un carril de buena traza,
termina de repente en una hondonada sin aparente salida. Desde allí, una senda
de pescadores avanza junto a la corriente. El caminante progresa, no sin dificultad,
procurando poner toda su atención en algunos pasos si no quiere terminar en
remojo. Se trata de una senda imposible de seguir en época de crecidas, en cuyo
caso no queda más solución que vadear el río en media docena de ocasiones.
Llega a un punto en que una pared de rocas impide el paso. Intenta pasar el
obstáculo upándose sobre la ladera, pero es imposible. Resulta impresionante la
vista, casi cenital, del meandro del río, con una gran roca en la mitad del
cauce. Y es en ese punto donde el caminante no atina a interpretar la solución
que el mapa le presenta. Hubiera bastado, incumpliendo su propósito mañanero,
vadear el río en dos ocasiones, para, tras unos trescientos metros de cauce, llegar
a la punta de un nuevo camino que le hubiera puesto, otra vez, en La Puerta del
Infierno. Pero no supo verla. Decepcionado, regresa al Puente de las Labradas
para tomar la pisa que asciende, dejando a la siniestra El Cucurucho, hasta el
caserío de Fuertescusa.
Junto a una añosa noguera, un cartelón indica el
lugar donde se encuentra la fuente y el lavadero. Lo que no indica el cartel es
que sus seis caños están más secos que la estopa. Es más arriba, en una plaza
cercana a la iglesia, donde encuentra una rehabilitada fuente en la que se
refresca, y repone el agua necesaria para terminar la jornada. Calcula algo más
de un par de quilómetros la distancia que le queda para llegar a su destino. Durante
el recorrido, con la única posibilidad de la carretera, el caminante combate el
tedio del asfalto gustando, en clara competencia con los pájaros, de las uvas
tintas de las labruscas que crecen en las umbrías del arroyo del Peral.
Es al día siguiente, en su lar, cuando el
caminante, tras un reestudio de los mapas, comprende su error. Un error que lo
llevó a no terminar la ruta como la tenía programada y que, casi con toda
seguridad lo llevará a intentarlo, si los dioses no disponen otra cosa, en otra
ocasión. Amén.
DOR
No hay comentarios:
Publicar un comentario