lunes, 28 de septiembre de 2015

LA CEBOLLERA VIEJA

En la brumosa mañana del día de san Andrés de 1808, los presuntuosos mariscales franceses, en su avance hacia Madrid, no encontraban la forma de franquear el paso de Somosierra. La sólida defensa de unas escasas y mal pertrechadas tropas españolas obligó a Napoleón, que aún respiraba por la herida de la derrota en Bailén, a ponerse al mando del ejército francés. Tras la batalla de Gamonal y el posterior saqueo de Burgos, los franceses no habían podido superar las cuatro líneas de cañones que, escalonadamente, defendían el paso del Duratón. La batalla se perdió; pero la gloria de vencer la resistencia de las inexpertas tropas españolas, no fue para los franceses sino para la caballería polaca, aliada del francés que, en un ataque suicida, consiguió lo que no había conseguido el ejército más experimentado de Europa. Al día siguiente, primero de diciembre, le Petit Caporal duerme en Buitrago del Lozoya, y el 3 del mismo mes se instala en el palacio del Duque del Infantado en Chamartín de la Rosa, en las afueras de Madrid. Una placa, colocada por la República de Polonia en uno de los muros de la Ermita de la Soledad, en lo alto del puerto, rinde merecido tributo a los que, por ambos bandos, cayeron en la batalla.

La roma cumbre de la Cebollera Vieja, desde sus 2129 metros, nunca se ha conformado con ser mudo testigo de la historia… y del incesante tráfico de la N-1. De las inagotables fuentes de sus laderas y estribaciones, nacen el Duratón, que huye en dirección NO en busca del Duero, y el Jarama que lo hace hacia el sur hasta entregar sus aguas al Tajo. Sobre los cordales y paisajes de ese parto intemporal de aguas, el caminante va a emplear siete vivificantes horas del último miércoles del mes de junio.

Llega el caminante a Somosierra con una temperatura más que aceptable, teniendo en cuenta el sofocante mes que está sufriendo la Corte. Antes de iniciar el camino se acerca a la ermita, donde tres coronas de laurel duermen, sobre un poyo de piedra, el recuerdo de los caídos en el combate de aquel 30 de noviembre de hace más de dos siglos.

Cruzando la carretera, junto a la gasolinera, surge a la vida un camino, en principio cementado, que va tomando altura sobre el puerto. Al tiempo en que se acaba el cemento, tras pasar la fuente de Prado Antón, una primera visión del agua despeñándose sobre las rocas de Los Litueros reconforta al caminante. Es entonces cuando el camino toma dirección al saliente para, en una sofocante subida, llegar hasta la pista que viene, por el sur, desde la Cebollera Nueva. Sobre la cota 1750, manteniéndose sobre la curva de nivel, el excelente camino se abre paso entre asustadizas vacas que observan al forastero con curiosidad. Verdes praderas, fuentes y regatos jalonan el camino.









Tras algo más de una legua desde el inicio, y media antes de que el camino entre en la provincia de Segovia, a contracorriente del Regajo del Oso, el caminante comienza una subida que ya no cesará hasta el vértice geodésico de la Cebollera Vieja. Sin camino definido, pero sin apartarse de la humedad del perdido arroyo, va superando, no sin esfuerzo, la ladera de poniente. Superada la prueba, sobre la redondeada cima, en el lugar en que se juntan los términos provinciales de Segovia, Guadalajara y Madrid, adosada a una gran piedra colocada al modo de un prehistórico menhir, una placa metálica con unos sentidos versos del arcobricense Antonio Murciano homenajea a los agentes forestales: Veo un hombre que huella con su planta / los cien caminos rojos del estío, / que arde de sed y sueña que es un río, / un muro ante el dolor que se agiganta. Alrededor del pétreo cipo los paisajes se agolpan ante los ojos del caminante: al norte, casi agostada por las calores del iniciado estío, la extensa llanura segoviana; al saliente la Cuerda de la Pinilla y la Sierra de Ayllón; a poniente, al otro lado del puerto, la interminable cuerda de la Sierra de Guadarrama y, hacia el sur  la Sierra del Rincón y el valle del alto Jarama.   





Ganas le dan de seguir el muro de piedra que avanza hacia los negros nubarrones que, poco a poco, van tomando forma sobre el Pico del Lobo; pero su quehacer está en otros lugares. Su camino, ahora hacia el sur, se encarama sobre la divisoria de aguas siguiendo la línea de cimas de la Sierra Cebollera. Unos centenares de metros antes de llegar al vallejo donde se encuentra el nacedero del Jarama, el caminante toma una confusa senda que se descuelga hacia poniente. Entre el cambronal, con la atención puesta en no perder la tenue vereda, avanza loma abajo en busca de la chorrera. Enriscado entre los peñascos, baja y sube hasta encontrar el paso que lo dejará sobre el voladero donde las aguas de los arroyos del Chorro y de las Pedrizas conforman al joven Duratón.





El caminante aún conserva la amistad con un andariego que mantiene, quizá con excedido criterio, que el complemento ideal de una jornada de caminata campera es una buena comida; y mejor si es con abundancia proteínica. No será el caminante el que niegue la gracia de un menú gabarrero en Casa Hilaria, pero, en ese momento, asomado a aquel balcón natural, con un humilde bocadillo en las manos, se tiene por el más feliz de los mortales.




Tras los honores a la bucólica, toca ahora regresar a Somosierra. Un antiguo camino, engullido por cambroños y punzantes rosales silvestres, pone a prueba el tesón del caminante. Cuando logra salir del lacerante laberinto de vegetación, ya cerca de su destino, junto a una talanquera, el gratificante encuentro con el refrescante chorro de un olvidado abrevadero que mana del herbazal. Mientras avanza hacia su destino comienza bullirle una idea: una vez visitado el origen del Duratón, ¿por qué no llegar hasta las fuentes del Jarama?



Ya en el caserío, justo en el momento de tomar las riendas de la máquina infernal, las negras nubes, que han ido tomando cuerpo durante la tarde, descargan una tromba de agua que deja la temperatura en 18 grados. Al llegar a la Corte casi del doble, o sea,… el infierno.  

DOR


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