La Mina Ceferina, explotación que tuvo su punto
álgido en el último tercio del siglo XIX, hoy agotada, sirve de pretexto al
caminante para hacer una mixtura de alguna de las rutas que, con acertado
criterio y mejor señalización, propone el ayuntamiento de El Hoyo de Pinares.
Después de dejar atrás Valdemaqueda, último
pueblo de la provincia de Madrid, llega el caminante a El Hoyo de Pinares en
busca del área recreativa El Batán, pues es en ese lugar donde va a comenzar el
itinerario previsto. Manea la máquina infernal en una solitaria calle de una
solitaria colonia de hotelitos de fin de semana. De uno de ellos, salen perro y
dueño al paseo matinal. Como es casi habitual, el racional, al ver los mapas,
se interesa por el recorrido. Tras la charla y despedida, escucha un bronco
acceso de tos perruna que la lejanía le impide distinguir si es del perro,…o
del amo.
En un lugar de recias mesas de piedra, justo
donde termina la carreterilla asfaltada, se inicia la senda que, a
contracorriente, avanza por la margen izquierda del río Becedas. El abrupto
terreno no permite que la senda se acerque a la corriente, por lo que el
caminante, que no se conforma solamente con escucharla, emplea cierto tiempo en
arrimarse hasta las calderas del río.
En un laberinto de bolos graníticos y densa
vegetación, llega el caminante a las ruinas del molino harinero del Batán,
primero de los tres que va a encontrar en esta parte de río. Mimetizados en el
entorno, gracias a su recia construcción a base de mampuestos graníticos, aún
permanecen visibles soleras, volanderas y otras partes de sus estructuras y
mecanismos. A los pies de la presa de La Puente, se encuentra el último de los
molinos que jalonan la parte más abrupta del curso de agua.
El río, que hasta allí se había manifestado
cantarín y bullicioso, tras ser aquietado por la presa, se transforma en el
perfecto hábitat de bullangueras ranas y recelosas tortugas. A través de tan
bucólico entorno, el caminante llega a la presa de Valdedomingo, segunda de las
dos con las que el municipio embalsa el agua del Becedas. En la cola de este
segundo embalse, el camino cruza al otro lado de la corriente por una recia
pasarela de piedras. Toca ahora, en el entorno de varias fincas valladas,
abandonar la placentera compañía del agua. En clara dirección hacia poniente,
un camino carretero avanza, partiendo en dos la inmensidad de la dehesa boyal,
hasta llegar al profundo hondón que dibuja el arroyo del Horcajuelo. Allí, en
una ladera que muestra las evidentes secuelas de un antiguo incendio forestal,
se encuentra, cerrada con una cancela metálica, la boca de la mina. Su visita
solo es posible con el equipo adecuado -sus dos galerías se encuentran
inundadas hasta una altura de medio metro-, y en las épocas del año que no se
perturbe el periodo de hibernación de la colonia de murciélagos que la habita.
El camino baja hasta el arroyo de la Mujer, cuyas
aguas aparecen y desaparecen a su antojo en el lecho pedregoso, al tiempo que,
a pesar de la progresiva escasez de agua, se resiste a perder el verdor
primaveral de sus riberas. Siguiendo hitos y balizas, el caminante, entre pinos
de formas caprichosas y reverdecidos robledales, sube hasta el vértice
geodésico del cerro de La Llanada. Desde allí, con la vista puesta, de nuevo,
en las presas del Becedas, la pedregosa senda llega hasta la orilla del agua.
Bajo la cerrada sombra de un añoso pino hace un merecido descanso. Más tarde,
siguiendo los postes de madera que lo acompañaron durante casi todo el camino,
llega el caminante al lugar donde comenzó la deleitosa jornada. Pero, por
suerte, no todo termina con la llegada a la zona recreativa. En el viaje de
vuelta, a un par de quilómetros del caserío, el caminante, a lomos de la
maquina infernal, entra por un carril terrizo en busca del pino de Castrejón.
Catalogado en 2005 por la Junta de Castilla y
León, su porte resulta impresionante. Para evitar los embates del viento, sus
viejas ramas han sido sujetadas por varias eslingas y algún artificio metálico.
Su altura, grosor de tronco y otras medidas apabullan al caminante. Dos, de
entre todas ellas, se le quedan grabadas: los casi 625 metros cuadrados
que proyecta su inmensa copa y que, según la edad que se calcula, comenzó su
larga vida cuando Carlos III se hizo cargo del reino de España. ¡Casi nada!
DOR
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