viernes, 4 de septiembre de 2015

LA MINA CEFERINA Y EL PINO DE CASTREJÓN

La Mina Ceferina, explotación que tuvo su punto álgido en el último tercio del siglo XIX, hoy agotada, sirve de pretexto al caminante para hacer una mixtura de alguna de las rutas que, con acertado criterio y mejor señalización, propone el ayuntamiento de El Hoyo de Pinares.

Después de dejar atrás Valdemaqueda, último pueblo de la provincia de Madrid, llega el caminante a El Hoyo de Pinares en busca del área recreativa El Batán, pues es en ese lugar donde va a comenzar el itinerario previsto. Manea la máquina infernal en una solitaria calle de una solitaria colonia de hotelitos de fin de semana. De uno de ellos, salen perro y dueño al paseo matinal. Como es casi habitual, el racional, al ver los mapas, se interesa por el recorrido. Tras la charla y despedida, escucha un bronco acceso de tos perruna que la lejanía le impide distinguir si es del perro,…o del amo.

En un lugar de recias mesas de piedra, justo donde termina la carreterilla asfaltada, se inicia la senda que, a contracorriente, avanza por la margen izquierda del río Becedas. El abrupto terreno no permite que la senda se acerque a la corriente, por lo que el caminante, que no se conforma solamente con escucharla, emplea cierto tiempo en arrimarse hasta las calderas del río.


En un laberinto de bolos graníticos y densa vegetación, llega el caminante a las ruinas del molino harinero del Batán, primero de los tres que va a encontrar en esta parte de río. Mimetizados en el entorno, gracias a su recia construcción a base de mampuestos graníticos, aún permanecen visibles soleras, volanderas y otras partes de sus estructuras y mecanismos. A los pies de la presa de La Puente, se encuentra el último de los molinos que jalonan la parte más abrupta del curso de agua.




El río, que hasta allí se había manifestado cantarín y bullicioso, tras ser aquietado por la presa, se transforma en el perfecto hábitat de bullangueras ranas y recelosas tortugas. A través de tan bucólico entorno, el caminante llega a la presa de Valdedomingo, segunda de las dos con las que el municipio embalsa el agua del Becedas. En la cola de este segundo embalse, el camino cruza al otro lado de la corriente por una recia pasarela de piedras. Toca ahora, en el entorno de varias fincas valladas, abandonar la placentera compañía del agua. En clara dirección hacia poniente, un camino carretero avanza, partiendo en dos la inmensidad de la dehesa boyal, hasta llegar al profundo hondón que dibuja el arroyo del Horcajuelo. Allí, en una ladera que muestra las evidentes secuelas de un antiguo incendio forestal, se encuentra, cerrada con una cancela metálica, la boca de la mina. Su visita solo es posible con el equipo adecuado -sus dos galerías se encuentran inundadas hasta una altura de medio metro-, y en las épocas del año que no se perturbe el periodo de hibernación de la colonia de murciélagos que la habita.  









El camino baja hasta el arroyo de la Mujer, cuyas aguas aparecen y desaparecen a su antojo en el lecho pedregoso, al tiempo que, a pesar de la progresiva escasez de agua, se resiste a perder el verdor primaveral de sus riberas. Siguiendo hitos y balizas, el caminante, entre pinos de formas caprichosas y reverdecidos robledales, sube hasta el vértice geodésico del cerro de La Llanada. Desde allí, con la vista puesta, de nuevo, en las presas del Becedas, la pedregosa senda llega hasta la orilla del agua. Bajo la cerrada sombra de un añoso pino hace un merecido descanso. Más tarde, siguiendo los postes de madera que lo acompañaron durante casi todo el camino, llega el caminante al lugar donde comenzó la deleitosa jornada. Pero, por suerte, no todo termina con la llegada a la zona recreativa. En el viaje de vuelta, a un par de quilómetros del caserío, el caminante, a lomos de la maquina infernal, entra por un carril terrizo en busca del pino de Castrejón.  






Catalogado en 2005 por la Junta de Castilla y León, su porte resulta impresionante. Para evitar los embates del viento, sus viejas ramas han sido sujetadas por varias eslingas y algún artificio metálico. Su altura, grosor de tronco y otras medidas apabullan al caminante. Dos, de entre todas ellas, se le quedan grabadas: los casi 625 metros cuadrados que proyecta su inmensa copa y que, según la edad que se calcula, comenzó su larga vida cuando Carlos III se hizo cargo del reino de España. ¡Casi nada!





DOR


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