Vuelve el caminante a la querencia del
agua. Si el remate del pasado año fue junto a las orillas del Guadalix, en el
año que ahora echa a andar, en la víspera del día de los Reyes, insiste, esta
vez con río Lozoya, en la visita a otro de los cursos fluviales que,
afortunadamente, permiten que la Corte pueda consumir una de las aguas más
saludables de la península. Llegar al simple hecho de abrir un grifo, y que
mane agua apta para el consumo, no ha resultado tarea fácil. Desde que en 1848,
un Real Decreto aprobaba el anteproyecto de los arquitectos Juan Rafo y Juan de
Ribera, para derivar hasta la Corte las aguas del Lozoya, muchos han sido los
pasos hasta llegar a la realidad actual.
En las Cortes, en sesión celebrada el 18
de junio de 1855, debatieron el proyecto, que se aprobó en la sesión del día
siguiente; pero, con las arcas vacías, malamente podía acometerse. Se autorizó
al gobierno a realizar una emisión de títulos, de mil reales cada uno, con un
interés del ocho por ciento. El pago de estos intereses y, por supuesto, del
principal, se garantizó con la autorización de una partida de cuatro millones
de reales, concedida al departamento que, para el proyecto, se creó dentro de
ministerio de Fomento. Se contó, además, con la previsión de ingresos generados
por la venta del agua en el interior de la ciudad y sus arrabales y, por si no
llegaba, se autorizó un recargo sobre los portazgos, que ya se cobraban, a los
productos que a diario entraban en la Corte, siempre que no fueran de primera
necesidad.
Tres años después de aquella sesión, y
diez desde que se aprobara el anteproyecto, a las 18:30 del 24 de junio de
1858, Isabel II, tras acomodarse en el palco instalado frente a la entrada de
aguas, dio autorización a Lucio del Valle, principal gestor de la obras, para
que se abrieran las compuertas de la Casa Partidor. En pocos segundos, un
torrente de agua se precipitó por los escalones de la entrada, formando una
violenta cascada. Salvas de artillería y repique de campanas anunciaron a los
madrileños tan magno acaecimiento. Dos horas más tarde, se procedió a la
inauguración de una fuente, situada frente a la iglesia de Montserrat, en la
calle de San Bernardo. La multitud quedó absorta al ver como la tremenda
presión elevaba, hacia el cielo madrileño, un surtidor de noventa pies de
altura. El Museo Romántico de Madrid, guarda un óleo de Eugenio Lucas que
recoge el acontecimiento.
No duró demasiado el regocijo. La presa
del Pontón de la Oliva, construida sobre calizas muy fragmentadas, comenzó a
perder agua, por lo que hubo que determinar algunas acciones que paliaran el
desastre. Además de la acción inmediata de llevar agua de otros ríos hasta el
canal primitivo, se optó por la construcción, seis quilómetros aguas arriba de
la primigenia presa, de un azud en la zona de Navarejos. Mas como las
desgracias siempre llegan en cuadrilla, surgió el problema de las aguas
turbias. La deforestación acaecida por las obras, y la roturación de parte de
los términos de los municipios cercanos, dejaron el terreno a merced de las
tormentas. Los arrastres de tierras colmataban la presa de Navarejos, lo que
obligó a proyectar la que sería la mayor innovación constructiva de la época:
la presa del Villar. Inaugurada en 1882, el acierto de su ubicación en una
profunda garganta de gneis, solucionó durante un tiempo el abastecimiento a la
capital. Peros los arrastres de sedimentos arcillosos al lecho del río
continuaban siendo una complicación. Entre las medidas tomadas para su solución
destacan el aislamiento, mediante canalizaciones a cielo abierto, del vaso de
la presa del Villar y, sobre todo, la construcción, legua y media aguas arriba,
de una nueva presa: Puentes Viejas. Severino Bello, director de la época del
Canal de Isabel II, dejaba clara la situación: “Ambos embalses constituyen un sistema combinado: si el agua traída por
el río es clara, pasa de Puentes Viejas a El Villar por un canal de aguas
claras; si es ligeramente turbia, se deposita y aclara en Puentes Viejas, antes
de pasar a El Villar; si es muy turbia, no se aprovecha y se desvía, desde
Puentes Viejas por un canal de aguas turbias, para verterla al río por debajo
de la presa de El Villar. En este manejo interviene la presa auxiliar de El
Tenebroso, situada entre los dos grandes embalses”. [1] Y el caminante, al que, en igual medida,
sobrecogen y atraen las grandes acumulaciones de agua, en una luminosa víspera
del día de los Reyes, se propone visitar esa presa intermedia a la que aludía
Severino Bello.
Con una puntualidad que va siendo laudable
norma en los servicios del Consorcio, a las ocho sale el autobús desde el
intercambiador de la Plaza de Castilla. Tras la complicada salida por el
farragoso tráfico de la Corte, llega el caminante a Buitrago del Lozoya, tras
casi dos horas de viaje. Por una calle con el equívoco nombre de Miralrío, ya
que no hay río al que mirar, pues el lecho del Lozoya se encuentra sumido bajo
las aguas del embalse de Puentes Viejas, llega hasta una zona recreativa, lugar
en el que principia una senda que se cuelga sobre la rocosa orilla del embalse.
Cuatrocientos metros de un vistoso recorrido, protegido por el municipio con
una sólida baranda de madera, desde donde las vistas del casco amurallado
resultan interesantes. Terminado el paseo, el caminante vuelve atrás la mirada
para despedirse de las viejas torres del castillo de La Beltraneja, y de la
coracha que se sumerge en las oscuras aguas del embalse.
A cierta distancia del agua, la traza de
un camino carretero recorre, en dirección al saliente, la orilla del embalse.
Pero el caminante, que no se conforma con el regalado caminar que ofrece el
carril, opta por pegarse a la orilla del agua. El accidentado trazado de la
margen derecha del embalse, con el inevitable paso de varios arroyos, va a
suponer el aumento de la distancia a recorrer, pero seguro que el esfuerzo
añadido merecerá recompensa. Unas veces por los arenales, y otras por mullidas
praderas, el caminante progresa en su afán hasta llegar a un espigón rocoso,
desde el que tiene la impresión de poder alcanzar el viejo torreón de las ruinas del palacio de
Osuna.
Sin abandonar la ribera, y tras vadear
dos nuevos arroyos, su objetivo próximo es el paso bajo una línea de alta
tensión que cruza desde la orilla opuesta. Es el lugar donde, tras renunciar a
la compañía del agua, toma un camino en busca de la carretera que pasa por la
coronación de la presa de Puentes Viejas, y que une las localidades de Paredes
de Buitrago y Manjirón. Al otro lado de la carretera, tras una cancela sin
candar, se abre un carril que se orienta en busca de la lámina de agua de la
presa del Villar. Al llegar a una extensa nava, donde se ubica una explotación
ganadera, en un lugar donde confluyen varios caminos, el caminante toma el que
se dirige hacia el septentrión. De inmediato, un viejo camino poco transitado se
separa por la derecha en busca del agua. Y en algo menos de un quilómetro, el
sordo rumor de las aguas del Lozoya saltando la brecha de la pared de la presa
del Tenebroso. Una quebradura que los técnicos, con buen criterio, hicieron
para que el agua embalsada no interfiriese el funcionamiento de la mini-central
eléctrica, construida en la de Puentes Viejas durante los años noventa del
pasado siglo. Y allí siguen las instalaciones: la canalización a cielo abierto,
las compuertas motorizadas y los depósitos de decantación de aguas turbias.
Por un camino de servicio del Canal, vuelve
el caminante hasta la carretera M-135, para tomar una vereda paralela a aquella
y que progresa por el interior de una alambrada. Una vereda, a la que le queda
el inexorable discurrir de un par de primaveras, para quedar engullida por el
espeso jaral, y que termina en un camino carretero que se orienta hacia
poniente. Ahora se trata de un tranquilo paseo de verdes praderas, donde se
alternan pinares, fresnedas y regatos de agua. El bucólico paseo queda
interrumpido con el sospechoso rebullir de algo desconocido en la espalda del
caminante, que en evitación de males mayores no duda en quedarse como un hereje
adamita, sacudir la ropa y, tras el lance, continuar el camino. Con los
primeros tejados de Buitrago a la vista, el caminante abandona el muelle camino
que entra en la población, para seguir el discurrir de un arroyo de aguas
claras que enfila hacia el embalse. De nuevo la orilla del agua; otra vez el
camino de la baranda de madera y las vistas del casco antiguo de Buitrago, esta
vez con la luz diferente del ocaso.
Sólo queda recorrer la calle de nombre impropio,
hasta llegar a la parada del autobús. Como en otras ocasiones, el viaje hasta
La Corte tedioso y previsible, sobre todo si se compara con las notables
vivencias del día.
DOR
[1] Fuente: AGUA Y CANAL. RESERVA DE VIDA (Canal de Isabel II)
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