lunes, 28 de octubre de 2013

EL ALTO ALBERCHE

Tiene el Alberche un curioso discurrir; comienza de Poniente a Saliente, hasta que, después de ser represado en los embalses de San Juan y Picadas, como si se arrepintiese de su curso, gira noventa grados y, tomando dirección SO, termina sus cerca de 180 kilómetros de recorrido en el Tajo, a las puertas en Talavera de la Reina. Siete leguas después de su nacimiento, con un caudal más que aceptable, discurre casi equidistante, ora calmo ora brioso dependiendo de la configuración del terreno, de las poblaciones de Navalosa y Navarrevisca, a las que en un amplio tramo sirve de linde natural.

Son tan bravos y numerosos los cursos de agua de los términos municipales de las dos navas, que las autoridades, y en bastantes casos los lugareños, han tenido que construir y mantener un buen número de puentes. Solamente en el término de la primera existen diecisiete puentes, según recopilación documental de la Asociación de Vecinos y Amigos de Navalosa.

El día dos de los corrientes, con una niebla meona que se movía en la misma dirección que el curso del río, dejé el coche junto al esbelto puente medieval que salva la corriente del Alberche, y que los navaloseños, además de reputar erróneamente como romano, llaman La Puente. Sobre el vértice del tablero en forma de lomo de asno, con el agua discurriendo bajo el arco principal, me pregunté por la cantidad de viajeros y ganados que habrían visto pasar aquellas viejas piedras. Nada más pasar aquel retazo de historia, comienza la ruta.




El camino, a media ladera, sigue el curso de la corriente por su margen derecha. El río, debido al gran desnivel del tramo – desciende ciento veinticinco metros en algo más de dos kilómetros -, ruge abriéndose paso entre los blanquecinos berruecos. Ocasionalmente el agua se remansa en oscuras pozas para, de inmediato, volver a agitarse en blancas espumas. La senda se estrecha entre escobas y atochares humedecidos por la persistente niebla, obligando al caminante a hacer uso de las polainas y de la capa de agua. Con el Molino de los Brazos a tiro de piedra, la ruta entra en un añoso robledal de musgosos troncos, donde abandona la ruidosa compañía del Alberche, para ascender por la margen izquierda de la Garganta Fernandina. El rumor de la corriente, oculta entre el sotobosque de ribera, guía el sentido de la marcha hasta llegar a los arrabales de Navarrevisca. Allí el caminante, entre chopos y alisos, se encuentra otro puente, menos estético que el medieval donde inició la ruta, pero tan sólido como aquél, y al que los vecinos, evitando complicaciones semánticas, llaman simplemente El Pontón. En el trance de admirar la robusta factura de sus arcos y tajamares, el caminante advierte la llegada de un paisano de edad avanzada con el que pega la hebra. En medio de la manida conversación – la temperatura, la niebla,...-, como picado por una tarántula, inicia una veloz carrera en busca de tres caballos que, quiero entender, se han pasado a prado ajeno. Grita y blasfema en la creencia de que los animales son de su misma religión, y que pueden entenderle. Mientras me alejo, sigo escuchando los estentóreos votos de aquel hombre.




El camino, entonces, gira ciento ochenta grados y vuelve a la compañía de la cantarina corriente de la Garganta Fernandina, esta vez por su margen derecha. Acompañado de verdes prados, nogueras, corrales, y vetustas casas de labor, el caminante avanza durante un kilómetro. En ese punto, abandona el plácido carril para tomar altura hasta llegar al camino que le ha de devolver a la visión del Alberche. Tras pasar por unas instalaciones ganaderas, la soledad vuelve a ser la única compañera. Dejando a la siniestra el vértice geodésico del Peralejo, el camino se convierte en senda. Avanza entre pringosas jaras hasta llegar al balcón sobre el río, donde comienza el espectáculo. Entre majuelos, escaramujos y algún cerezo silvestre, la herbosa senda comienza un vertiginoso descenso. Sorteando riscos, se asoma a la corriente de río desde espléndidos miradores naturales, sobre el tramo que va desde el Molino de los Brazos hasta el de Valdehierro.



La senda termina en el lugar donde la Garganta Fernandina entrega sus aguas al Alberche, en el sitio en que los lugareños llaman La Junta. Es en ese lugar donde hay que decidirse por una de las dos únicas alternativas que se presentan: dar un rodeo de cuatro kilómetros, o vadear la garganta. El caminante acepta el reto de la desafiante trucha que se mantiene inmóvil entre dos aguas, y comienza el ritual: botas al cuello, pantalones por encima de las rodillas, y…al agua. En la otra orilla busca la mejor opción para ascender hasta el camino que trajo por la mañana. El tibio sol ha difuminado la niebla y, sobre una roca, con el tonante río a sus pies, apura las provisiones. Es entonces cuando se da cuenta de algo que la niebla mañanera le había ocultado. Sobre una llambria de la orilla opuesta, un berrueco con forma de falo se eleva hacia el cielo, enhiesto y solitario. La visión de tan singular formación granítica, recuerda al caminante el episodio de El cipote de Archidona, glosado por Camilo José Cela, que recogía el pintoresco suceso ocurrido en la población malagueña.  










Al llegar al lugar donde inició la jornada, divisa los ciento diez caballos del vehículo que dejó estacionado junto a La Puente, con la certeza de que éstos no se han pasado a prado ajeno. Aunque la temperatura no es demasiado alta, bajo el puente, un solitario perro toma el refrescante baño del día.    




DOR


jueves, 24 de octubre de 2013

PEÑALARA Y LOS CLAVELES; LA VICTORIA

Estuve varios meses esperando mi oportunidad. Después de la derrota en Los Claveles, ni un solo día dejé de pensar en aquella jornada de viento que me impidió el paso por la mítica cima.

En un día frío como pocos, pero claro y transparente, me propuse superar el descontento producido por aquel inclemente día del mes de julio. Tras superar el vértigo del estrecho paso, cuando llegué a la Laguna de los Pájaros, al levantar la mirada hacia el estilizado pico, sentí la laxitud que produce la satisfacción del compromiso cumplido. Fue tal la sensación, que, aunque la laguna era un bloque de hielo por cuya superficie se podía caminar, no sentí el intenso frío. Calíope, misericordiosa, volvió a ayudarme a extractar la alegría de aquella victoria.       


Regresé con las fuerzas renovadas              
para hollar tus carcomidas lomas;
para robar del piorno los aromas,
sin ayuda de dioses ni de hadas.

Remonté por las trochas desgastadas,
que a poniente van por peñas romas,
a saber la razón por la que asomas
tus fieros riscos sobre las pinadas.

Evocando la primera desventura
logré, por fin, subir a los altares,
ahíto de paciencia y de pavura.

Me sentí el monarca de esos lares,
superando el temido mal de altura,
y domando los agudos cuchillares.

DOR                                                                           

lunes, 14 de octubre de 2013

EL CASTILLO DE MANQUEOSPESE, Y EL MONTE GEOMÉTRICO

“Manque os pese la veré”; dice la tradición abulense, fue la respuesta del capitán Álvar Dávila, señor de Sotalbo, al conde Diego de Zúñiga, ante la rotunda negativa de éste a permitir las visitas de aquél a su hija Guiomar. El capitán, que debía disfrutar de una excelente visión, erigió un castillo en lo más alto del riscazo de su señorío, a unos dieciséis kilómetros de Ávila en línea recta, desde donde, dicen, veía a su amada asomada al balcón. Las maneras del amor son sorprendentes.

El día 25 del pasado mes de septiembre, con el otoño recién estrenado, y el castillo en el horizonte, crucé el río Adaja con dirección a la soledad de Mironcillo. Un cartel en la calle Cerrillo anuncia el camino hasta la fortaleza. El caminante, al leer que se puede llegar en vehículos de doble tracción, piensa en volverse a la cama, pero ya tiene grabada en la retina la silueta del castillo, y opta por buscar las angostas trochas que, ceñidas entre olorosos cantuesos, dejan la pista terriza a manderecha. La senda sube y baja, sorteando formaciones graníticas de caprichosas formas, hasta que aparecen las espectaculares torres emergiendo de la sólida muralla.


El castillo roquero de Manqueospese, aunque más cerca de Sotalbo, se encuentra situado en el término municipal de Mironcillo. Adosado a un estilizado, a la vez que sólido berrueco, presenta un aspecto exterior aceptable. El interior, al que me aventuré a entrar por la gatera de la candada puerta, ha sufrido dos desgracias muy comunes en la actualidad: la fachosa ¿remodelación? realizada por el último dueño, y el furibundo ataque de los grafiteros. La primera, a Dios gracias, fue parada a tiempo por la Junta; la segunda paró cuando se acabó el espacio donde pintar.





Empapado de historia y de leyenda, el caminante, animado por el fresco viento que llega de la Sierra de la Paramera, enfila hacia la Peña Bermeja. Desde allí, contempla la infinita paciencia del hombre para repoblar los yermos cerros. El sinfín de líneas de bancales, paralelas a las curvas de nivel, dan la impresión de que un ser colosal ha peinado las laderas de forma cuidadosa, dejándolas con la apariencia de una estudiada geometría. Hacia el SE, en una cerrada curva del ascendente camino, la verde mancha de un pequeño soto se eleva sobre el pinar. Una cuidada pista, a la que solo le falta el peaje, lleva al caminante hasta la arboleda donde se encuentra el manadero de Aguas Frías. Una berroqueña fuente de abundante chorro hace honor a su nombre y, entre chopos canadienses, álamos temblones y serbales, proporciona un merecido descanso en medio de aquella espartana soledad.



El caminante, poco amigo de corsés, decide improvisar. Pliega el mapa y, animoso, toma el camino que se inicia justo por encima de la talanquera del recinto de la fuente. Sabe que es posible que no lo lleve a ningún sitio, pero no le importa. La idea de volver a la impersonal pista lo anima a continuar. El camino se adentra de lleno en el monte geométrico configurado por la repoblación, hasta llegar a una alambrada donde desaparece. Sin resultado, busca alguna trocha salvadora que lo lleve hasta el valle por donde discurre el incipiente río de la Garganta. Por entre los bancales, festoneados de vigorosos pimpollos, sin camino definido, se deja caer hacia su objetivo. Según va descendiendo, varios bandos de perdices levantan su vigoroso vuelo y planean hasta lugares más seguros. Entonces se da cuenta de que no todos los plantones arraigaron, y que las marras son abundantes. Lástima.


Una vez en el valle, con el camino hermanado al cristalino riachuelo, la fresca brisa desaparece y el caminante, con la única compañía de las negras vacas avileñas, dedica diez minutos a refrescar sus pies en la corriente, y media hora a terminar con el pábulo. Al llegar a Mironcillo, la  soledad seguía siendo la dueña de las calles.



Ya en Madrid, el aroma de tomillo y cantueso, que desprendían las botas al limpiarlas, me hizo recordar las andanzas del día. En aquel afán, pensé en la fortuna de no haberme topado con ningún bípedo motorizado junto al castillo.

DOR