viernes, 29 de julio de 2016

EL VILLAR

En el año 2007 la Institución Fernando el Católico, perteneciente a la Diputación de Zaragoza, editó una interesante publicación titulada “EL OCHOCIENTOS. Profesiones e instituciones civiles”. Se trata de un pequeño diccionario biográfico donde aparecen algunos de los científicos y técnicos más relevantes de la centuria. Entre éstos se encuentran dos ingenieros de caminos que son los autores del proyecto de construcción civil más innovador del momento: la presa del Villar. Al alimón, Elzeario Boix Llovateras y José Morer Abril proyectaron y también dirigieron la complicada construcción de la primera presa de gravedad de planta curva del mundo. La obra, terminada en 1873 supuso, después de fiasco de la presa del Pontón de la Oliva, un hito en el abastecimiento de agua a la ciudad de Madrid. El ayuntamiento de La Corte, agradecido, los honró dedicándoles una calle que, ¡cómo no!, se encuentra junto a los depósitos del Canal de Isabel II de la capital. Para admirar, otra vez más, la obra y su entorno, se orienta el caminante hacia las riberas del Lozoya.

El caminante, siempre curioso en lo relativo a los orígenes toponímicos, intenta esclarecer el que se refiere a la presa. ¿Un molino harinero? ¿Una antigua aldea, hoy desaparecida? ¿Un viejo puente hundido bajo las aguas? La revisión de algunos mapas antiguos, anteriores a la red de carreteras que hoy existe, muestran el curso del Lozoya antes de la construcción de la presa. Resulta interesante observar la red de caminos que comunicaban las poblaciones de la zona y que tenían que salvar el curso del río. De Berzosa a Manjirón, un carril cruzaba la corriente por un puente que se encontraba junto al Molino de Melones. Media legua más abajo, en el lugar donde hoy se encuentra la presa, otro camino unía Manjirón con Robledillo de la Jara, cruzando el río por un puente, llamado del Villar, que, dicen, se encuentra sumergido bajo las aguas del embalse. Y desde Robledillo, un nuevo camino terminaba en la margen izquierda del río, en el molino llamado, también, del Villar. Quizá nunca se sepa con certeza, pero ¿tomó la presa el nombre del molino, que actualmente guarda su historia bajo las aguas del Atazar? ¿Lo hizo de la perdida aldea que ya aparece en el Libro de la Montería, de la cual un paramento de su iglesia aún se encuentra en pie en el quilómetro 15,5 de la carretera M-127? Estas cuestiones, y alguna más, bullen en la cabeza del caminante mientras se dirige al antiguo Berzosa, al que, para evitar confusión con su homónimo soriano, rebautizaron Berzosa del Lozoya.


Es el último miércoles del mes de abril y la previsión meteorológica anuncia un probable riesgo de lluvia para última hora de la tarde. Con el fiel concurso de la máquina infernal, llega el caminante a Berzosa a primera hora de la mañana. Nadie en las calles. Junto al punto limpio de la localidad se abren dos caminos que escoltan el nacimiento de un arroyuelo; y cualquiera de ellos es bueno para llegar al otero que se dibuja en el horizonte. Las recientes rodadas de algún vehiculo a motor le hacen desdeñar el que sale por la izquierda, en beneficio del otro que, apenas marcado, se interna en un bosquete de rebollos. La presencia inesperada de una cerca, donde corretean algunos caballos, le lleva a hesitar si el camino elegido ha sido cortado por alguna finca. Ante unos instantes de incertidumbre, vuelve a los mapas para reafirmarse en su camino, el cual reanuda pasando por un par de cancelas sin candar.


Con la población de Serrada de la Fuente en el horizonte cercano, el caminante varía el rumbo. En un cruce de caminos, con la referencia de una línea de alta tensión, entre encinas de gran porte y jaras que comienzan a florecer, inicia un suave descenso hasta la cerrada sombra de un pinar. Tras el paso junto a un rústico refugio, cuyo dintel se engalana de Ombligos de Venus, a la diestra del camino, dos rodadas se marcan sobre el verde y entran en el pinar. Claro está que no es su camino, pero la quietud del lugar anima al caminante a modificar la ruta marcada. Bajo la sombra del pinar, en un silencio solo alterado por el tozudo afán del picapinos, el umbroso carril bornea un pequeño cerro en busca de la cola del embalse. Tras un trecho de riscales y chaparros vuelve el camino al pinar hasta llegar…a la orilla del agua. El inesperado fin del carril, que bien pudo ser uno de aquellos antiguos caminos hoy sumergidos, pone al caminante en la disyuntiva de desandar el camino, o continuar hasta que la cerrada moheda lo permita. El caminante, que considera una derrota volver sobre sus pasos, continúa su camino junto a la lámina del agua. Y es su tesón el que, tras pasar un arroyo, lo lleva hasta dar con una antigua canalización que bordea el embalse. Unas veces por la ribacera y otras sobre el sólido muro, el caminante va superando las dificultades que el camino le presenta, hasta llegar a un ruinoso pontón que cruza al otro lado del canal. Como se trata del único camino a seguir, pues la cerrada vegetación impide seguir junto al canal, no queda otro remedio que, después de solicitar encomienda al numen de los caminos, cruzar sobre las inestables y musgosas lajas. Dos sendas se abren en el lugar, sirviendo cualquiera de ellas para llegar al carril que el caminante abandonó a la entrada del pinar. Por la que se orienta hacia el sur, comienza una llevadera subida en la que se suceden la cerrada breña y las herbosas praderas.















Llega el caminante a un amplio cruce de caminos donde, olvidado por el tiempo y a merced del abandono, se encuentra el albergue de Casasola. Sigue el camino bajo el pinar hasta llegar a la carretera que viene de Robledillo de la Jara, en el lugar donde se encuentra un refugio de la Senda del Genaro. Junto al abrigo de racionales e irracionales, un camino se orilla al pinar hasta alcanzar el profundo tajo que forma el río Lozoya. El caminante, que tiene intención de bajar al fondo del cañón, sale del camino en busca de un paso que le permita realizar su propósito. Entre viejas tinadas, rectificando cuando así lo requieren los enmarañados pasos, encuentra el viejo camino que baja hasta el pie de la presa. El río, bravo de aguas por el deshielo y las últimas lluvias, tiene a la presa al máximo de su capacidad. El sobrante, en una demostración del poder de la naturaleza, se despeña desde el aliviadero en un espectacular vuelo de cincuenta metros.






Tras permanecer durante unos minutos escuchando el ronco bramido del agua rompiendo sobre las rocas, el caminante cruza el puente que sostiene la conducción que envía el agua hacia la Corte. En el otro lado del cañón, entre un laberinto de terrazas y viejas instalaciones del Canal, busca la salida hacia la carretera que va a El Berrueco. Después de saltar una cancela metálica y pasar el menguado cauce de un arroyuelo, ya en la carretera, vuelve hacia la corona de la presa. Desde arriba, en una vista casi cenital, la silenciosa lámina de agua del aliviadero se transforma en un artificioso rabión de ruido y espumas.



 Abandonado el lugar, con el rumbo de vuelta a Berzosa, vuelve a la compañía del pinar. Antes de salir de su protectora sombra, sobre un añoso muro que se orilla a un arroyo de claras aguas, el caminante termina con el abasto. A campo abierto, tras superar un otero, aparece Berzosa bajo la sombría silueta de las estribaciones de la Sierra del Rincón.





DOR

martes, 5 de julio de 2016

EL MONDALINDO

En una entrevista, publicada en 1995, el crítico y teórico francés George Steiner contestaba, con la firmeza y convicción que dan los años, sobre algunas de las aficiones a las que todavía no había renunciado.

-          …no soy un aficionado a la democracia de las playas. La montaña efectúa una ruda selección; cuanto más se escala, menos gente se encuentra.

El pasado 11 de marzo, upado sobre el vértice geodésico de El Pendón, el caminante, cautivado por el cordal dibujado hacia el septentrión, incluyó en el capítulo de los asuntos pendientes de resolución el regreso a la vieja cima de El Mondalindo, esta vez por la cara meridional. Aquel día de marzo tuvo ocasión de visitar, y también gustar, alguno de los manaderos de los que el ayuntamiento bustareño tiene a gala presumir. Hoy, primer miércoles de abril, volverá a encontrarse con un buen número de fuentes y veneros que, en esta época, manan con fuerza de la rocosa ladera.    

Ha transcurrido casi un mes y, para realizar su propósito, el caminante regresa a Bustarviejo. Esta vez se apea en la parada que el autobús tiene, ya camino de Valdemanco, junto a la Ermita de la Soledad. Al otro lado de la carretera, junto a una vieja fuente hundida en el terreno, el camino se inicia y avanza por la parte exterior de una urbanización. Tras la última edificación, descarnado por la erosión de las lluvias, el camino se empina en busca del primer resalte rocoso de la ladera: la Peña de las Monjas. A la altura de tan curiosas formas, en el lugar donde la exigente subida obliga al caminante a aligerarse de ropa, el sendero abandona su querencia boreal para orientarse hacia levante. Rasgando la ladera, a medio camino entre la divisoria de aguas y el camino del Puerto del Medio Celemín, la senda se abre paso entre rocas, piornos y atochares hasta llegar a la Fuente del Agua Fría.



La fuente, que no ceja en su constante manar ni en época de calores, sirve como excelente coartada para hacer una nueva parada. A la espalda del caminante, en una apacible imagen, el caserío de Bustarviejo se extiende en el fondo del valle. Y la naturaleza, que no entiende de lindes, presenta el mismo paisaje ahora que el camino ha entrado en el término de Valdemanco. Con la Sierra de La Cabrera en el horizonte, por una ladera en la que el piorno es dueño y señor, el camino se descuelga en busca del carril que sube del puerto. En el descenso, en la solana de un cancho rocoso, una nueva fuente sacia la sed del caminante. Antes del pinar, vuelve la pajiza atocha a tapizar el zopetero.








El carril, dando una tregua al caminante, avanza a media ladera hasta el lugar donde otra fuente mana bajo una arboleda. Antes de entrar en el pinar, donde perderá toda referencia visual, se asoma a la última panorámica sobre el puerto, por donde, comunicando los valles del Lozoya y del Guadalix, corre la Cañada Real Segoviana. La sombra del pinar es el único consuelo de una subida en la que, por segunda vez, se pondrá a prueba el fuelle del caminante. A la siniestra, siempre en ascensión, toma una primera bifurcación, que también dejará,  para seguir por una senda que se pega a la raya de Lozoyuela, y que supone el último esfuerzo intenso de la jornada. Una vez arriba, sobre el cordal todavía con nieve, el camino serpea en busca del tinglado de antenas instalado sobre la cima rocosa del Regajo, desde donde las vistas resultan grandiosas. Hacia el saliente, colocados en orden de proximidad, Valdemanco, la Sierra de la Cabrera y el embalse de El Atazar; hacia el norte, al resguardo de los Montes Carpetanos, el albo refulgir de las poblaciones que se asientan en el valle del Lozoya, y que contrasta con el vistoso azul del embalse de Riosequillo; al mediodía la inmensa llanura madrileña. Y con dirección al poniente, con el mismo rumbo que seguirá el caminante, en una sucesión de viejas cumbres y espaciosos collados, el cordal que se pierde en la lejanía hasta llegar al Puerto de Canencia.







Entre realidades y ensueños se encuentra el caminante cuando, tras el riscal, aparece un menguado hato de cabras. Nada de particular si no fuese porque, de entre aquellas, saltan dos mastines que más que canes parecen ponis. De inmediato le viene al magín la sentenciosa conseja de Alonso Quijano: “Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas, especialmente aquel que dice…” Y el caminante, por su conveniencia y provecho, cambia el refrán “Donde una puerta se cierra, otra se abre”, con el que don Quijote termina aleccionando a Sancho, por aquel que espera sea más cierto que ningún otro: “Perro ladrador, poco mordedor”. Los mastines, con evidente mala baba y unos colmillos como barberas, ladran y arrufan alrededor del caminante, mientras el pastor, probablemente resguardado en su trascacho, se estará descojonando con la escena. Ésta se termina cuando el caminante, a la manera de Moisés antes de cruzar el Mar Rojo, amenazante, levanta el bastón por encima de su cabeza. Por suerte ahí terminó todo.

El siguiente hito de la ruta es el vértice geodésico del Modalindo. Caminar en círculo alrededor el cipo significa pisar cuatro términos municipales diferentes: Bustarviejo, Canencia, Garganta de los Montes y Valdemanco. Tras el interesante lugar, el camino avanza por el luminoso cordal. En un imperceptible descenso, el caminante va enhebrando oteros y collados hasta llegar al Collado Abierto o de Hernán García, lugar donde los ganaderos, sirviéndose de dos viejas bañeras, han aflorado una fuente de fresco caño. En ese lugar, donde se forma el Arroyo del Valle, el regreso a Bustarviejo presenta dos alternativas: continuar por el vallejo, siguiendo el curso del agua o, entre el olor del ládano, progresar por el sendero que parte en dos la ladera. Por desconocida, el caminante se decide por la última hasta dar con el lugar donde se encuentra la Mina del Indiano.





Galerías abandonadas, herrumbrosa maquinaria y, sobre todo, la rehabilitada torre del antiguo molino, son los vestigios de un pasado esplendor que, en busca de plata y otros minerales, se mantuvo desde mediados del XVII hasta los años setenta del pasado siglo. Olvidado en los cajones de la administración, puede que por desidia o quizá por falta de dinero, duerme un estudio para poner en valor las instalaciones. El proyecto contempla el drenaje y consolidación de las galerías que minan la ladera, con la intención de hacerlas visitables. El conjunto se completa con un surtido de paneles informativos que, de forma amena, dan cumplida crónica del sus orígenes y del funcionamiento de la explotación.


Desde la torre, el camino, ahora de buena traza, se dirige hacia Bustarviejo. Antes de llegar al campo de deportes un nuevo manadero con pilón para el ganado: el Manantial de la Gregoria. Al otro lado de la carretera, como colofón a una jornada rica en frescas aguas, se encuentra el área recreativa El Collado donde, a juzgar por los coches que pararon a llenar damajuanas y botellas, la esbelta fuente de cinco caños sigue manteniendo su antigua reputación de frescura y calidad.

 

A la parada que tiene frente a la fuente, a la hora prevista, llega el autobús que viene de Valdemanco. Durante el trayecto de regreso, el caminante repasa la jornada y sobre todas las estampas del día destaca dos: los colmillos de los mastines guardeses del ganado y, con menos peligro, el sinfín de fuentes y veneros que ha encontrado en el camino. En buena lógica, el grato recuerdo de esta última le hace preguntarse: ¿será cierto el censo del ayuntamiento bustareño, que cifra en doscientos los afloramientos del lugar?

DOR