En el año 2007 la Institución Fernando el Católico, perteneciente a la
Diputación de Zaragoza, editó una interesante publicación titulada “EL OCHOCIENTOS. Profesiones e instituciones
civiles”. Se trata de un pequeño diccionario biográfico donde aparecen
algunos de los científicos y técnicos más relevantes de la centuria. Entre
éstos se encuentran dos ingenieros de caminos que son los autores del proyecto
de construcción civil más innovador del momento: la presa del Villar. Al
alimón, Elzeario Boix Llovateras y José Morer Abril proyectaron y también
dirigieron la complicada construcción de la primera presa de gravedad de planta
curva del mundo. La obra, terminada en 1873 supuso, después de fiasco de la
presa del Pontón de la Oliva, un hito en el abastecimiento de agua a la ciudad
de Madrid. El ayuntamiento de La Corte, agradecido, los honró dedicándoles una
calle que, ¡cómo no!, se encuentra junto a los depósitos del Canal de Isabel II
de la capital. Para admirar, otra vez más, la obra y su entorno, se orienta el
caminante hacia las riberas del Lozoya.
El caminante, siempre curioso en lo relativo a los orígenes toponímicos,
intenta esclarecer el que se refiere a la presa. ¿Un molino harinero? ¿Una
antigua aldea, hoy desaparecida? ¿Un viejo puente hundido bajo las aguas? La
revisión de algunos mapas antiguos, anteriores a la red de carreteras que hoy
existe, muestran el curso del Lozoya antes de la construcción de la presa.
Resulta interesante observar la red de caminos que comunicaban las poblaciones
de la zona y que tenían que salvar el curso del río. De Berzosa a Manjirón, un carril
cruzaba la corriente por un puente que se encontraba junto al Molino de
Melones. Media legua más abajo, en el lugar donde hoy se encuentra la presa,
otro camino unía Manjirón con Robledillo de la Jara, cruzando el río por un
puente, llamado del Villar, que, dicen, se encuentra sumergido bajo las aguas
del embalse. Y desde Robledillo, un nuevo camino terminaba en la margen
izquierda del río, en el molino llamado, también, del Villar. Quizá nunca se
sepa con certeza, pero ¿tomó la presa el nombre del molino, que actualmente
guarda su historia bajo las aguas del Atazar? ¿Lo hizo de la perdida aldea que
ya aparece en el Libro de la Montería, de la cual un paramento de su iglesia
aún se encuentra en pie en el quilómetro 15,5 de la carretera M-127? Estas
cuestiones, y alguna más, bullen en la cabeza del caminante mientras se dirige
al antiguo Berzosa, al que, para evitar confusión con su homónimo soriano,
rebautizaron Berzosa del Lozoya.
Es el último miércoles del mes de abril y la previsión meteorológica
anuncia un probable riesgo de lluvia para última hora de la tarde. Con el fiel
concurso de la máquina infernal, llega el caminante a Berzosa a primera hora de
la mañana. Nadie en las calles. Junto al punto limpio de la localidad se abren
dos caminos que escoltan el nacimiento de un arroyuelo; y cualquiera de ellos
es bueno para llegar al otero que se dibuja en el horizonte. Las recientes
rodadas de algún vehiculo a motor le hacen desdeñar el que sale por la
izquierda, en beneficio del otro que, apenas marcado, se interna en un bosquete
de rebollos. La presencia inesperada de una cerca, donde corretean algunos
caballos, le lleva a hesitar si el camino elegido ha sido cortado por alguna
finca. Ante unos instantes de incertidumbre, vuelve a los mapas para
reafirmarse en su camino, el cual reanuda pasando por un par de cancelas sin
candar.
Con la población de Serrada de la Fuente en el horizonte cercano, el
caminante varía el rumbo. En un cruce de caminos, con la referencia de una
línea de alta tensión, entre encinas de gran porte y jaras que comienzan a
florecer, inicia un suave descenso hasta la cerrada sombra de un pinar. Tras el
paso junto a un rústico refugio, cuyo dintel se engalana de Ombligos de Venus,
a la diestra del camino, dos rodadas se marcan sobre el verde y entran en el
pinar. Claro está que no es su camino, pero la quietud del lugar anima al
caminante a modificar la ruta marcada. Bajo la sombra del pinar, en un silencio
solo alterado por el tozudo afán del picapinos, el umbroso carril bornea un
pequeño cerro en busca de la cola del embalse. Tras un trecho de riscales y
chaparros vuelve el camino al pinar hasta llegar…a la orilla del agua. El
inesperado fin del carril, que bien pudo ser uno de aquellos antiguos caminos
hoy sumergidos, pone al caminante en la disyuntiva de desandar el camino, o
continuar hasta que la cerrada moheda lo permita. El caminante, que considera
una derrota volver sobre sus pasos, continúa su camino junto a la lámina del
agua. Y es su tesón el que, tras pasar un arroyo, lo lleva hasta dar con una
antigua canalización que bordea el embalse. Unas veces por la ribacera y otras
sobre el sólido muro, el caminante va superando las dificultades que el camino
le presenta, hasta llegar a un ruinoso pontón que cruza al otro lado del canal.
Como se trata del único camino a seguir, pues la cerrada vegetación impide seguir
junto al canal, no queda otro remedio que, después de solicitar encomienda al
numen de los caminos, cruzar sobre las inestables y musgosas lajas. Dos sendas
se abren en el lugar, sirviendo cualquiera de ellas para llegar al carril que
el caminante abandonó a la entrada del pinar. Por la que se orienta hacia el
sur, comienza una llevadera subida en la que se suceden la cerrada breña y las
herbosas praderas.
Llega el caminante a un amplio cruce de caminos donde, olvidado por el
tiempo y a merced del abandono, se encuentra el albergue de Casasola. Sigue el
camino bajo el pinar hasta llegar a la carretera que viene de Robledillo de la
Jara, en el lugar donde se encuentra un refugio de la Senda del Genaro. Junto
al abrigo de racionales e irracionales, un camino se orilla al pinar hasta
alcanzar el profundo tajo que forma el río Lozoya. El caminante, que tiene
intención de bajar al fondo del cañón, sale del camino en busca de un paso que
le permita realizar su propósito. Entre viejas tinadas, rectificando cuando así
lo requieren los enmarañados pasos, encuentra el viejo camino que baja hasta el
pie de la presa. El río, bravo de aguas por el deshielo y las últimas lluvias,
tiene a la presa al máximo de su capacidad. El sobrante, en una demostración
del poder de la naturaleza, se despeña desde el aliviadero en un espectacular
vuelo de cincuenta metros.
Tras permanecer durante unos minutos escuchando el ronco bramido del
agua rompiendo sobre las rocas, el caminante cruza el puente que sostiene la
conducción que envía el agua hacia la Corte. En el otro lado del cañón, entre
un laberinto de terrazas y viejas instalaciones del Canal, busca la salida
hacia la carretera que va a El Berrueco. Después de saltar una cancela metálica
y pasar el menguado cauce de un arroyuelo, ya en la carretera, vuelve hacia la
corona de la presa. Desde arriba, en una vista casi cenital, la silenciosa
lámina de agua del aliviadero se transforma en un artificioso rabión de ruido y
espumas.
Abandonado el lugar, con el rumbo de vuelta a Berzosa, vuelve a la
compañía del pinar. Antes de salir de su protectora sombra, sobre un añoso muro
que se orilla a un arroyo de claras aguas, el caminante termina con el abasto.
A campo abierto, tras superar un otero, aparece Berzosa bajo la sombría silueta
de las estribaciones de la Sierra del Rincón.
DOR
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