“La ladera que está catante
Muger Muerta, es buen monte de oso en
verano, et hay oseras ciertas en el tiempo que yacen los osos en ellas.” (La
ladera que está junto a la aldea de La Mujer Muerta, es buen monte de oso en
verano, y es frecuente encontrar oseras en el tiempo en que hibernan en ellas).
Esta cita del Libro de la Montería que el caminante, quizá
osadamente, se atreve a poner al día, da idea de la fragosidad del lugar hace
más de siete siglos. Eran tiempos duros; tiempos en los que la salida del
profundo valle, que con desmesurada paciencia tiene labrado el río, se
realizaba por contados pasos que el invierno se encargaba de cerrar con la
nieve. Y no hace tanto tiempo que aquella pequeña aldea, que aparece en la obra
de Alfonso XI, comenzó a recibir algunos de los llamados dones del progreso.
Tres hechos marcan la historia reciente de la localidad: la construcción, sobre
la traza de algunos de los viejos caminos, de la carretera que posibilitó la
mejor comunicación con poblaciones vecinas; la llegada, a principios de los
años setenta del siglo pasado, de la esperada electricidad y, quizá el más
curioso,…el cambio de nombre. En los años cuarenta, Carlos Ruiz García,
gobernador civil de Madrid, determinó que el que tenía resultaba algo tétrico
para el lugar. Así, de Puebla de la Mujer Muerta, que es como todavía aparece
en los antiguos mapas del IGN, pasó a denominarse Puebla de la Sierra. El
caminante, en vista de que la plaza más vistosa del lugar lleva el nombre del
gobernador civil, entiende que la permuta fue del gusto de la vecindad.
Encaje de
bolillos hay que hacer para llegar en autobús a La Puebla. Llegar a Buitrago
del Lozoya, para enlazar con el único microbús que lleva a la localidad, supone
comenzar la marcha casi a mediodía, condición asumible si no fuera porque el
trasporte de vuelta sale a las 18:35, lo que supone gustar de los paisajes con
demasiada precipitación. Y como el caminante entiende que las prisas solamente
son consejeras de indecisos,… y de toreros malos, llega a La Puebla con el
concurso de la máquina infernal, lo que le dará margen suficiente para rematar
la jornada con el sosiego que el lugar se merece.
Una vez
pasado Prádena del Rincón, desde el Puerto de la Puebla, aquel que se
construyera sobre el antiguo paso serrano, la carreterilla baja, o sería mejor
decir se precipita, hasta La Puebla en una sucesión de curvas tan cerradas que,
en alguna de ellas, el caminante tuvo la sensación de reconocer su propia
espalda. Todavía no son las nueve. La inesperada descarga de materiales de
construcción en la calle Mayor, obliga al caminante a retroceder hasta la zona
del lavadero. Maneada la máquina infernal en un lugar tranquilo, cruza el
caserío hasta la salida opuesta. Allí junto a un pilón de claras aguas se inicia
su camino.
Comienza
bajo la sombra de un viejo robledo, que a poco se abre en una pingorotuda
ladera tomada por el jaral. La senda, que en un principio se recrea sobre el
herbazal, se torna arisca al encarar la ladera que, sin anestesia, se orienta
hacia el saliente en busca de una atalaya rocosa conocida por La Torrecilla. La
inclemente subida pone al caminante en situación de lo que va a ser el resto de
la ruta. El efímero descanso llega cuando la senda muere en la pista forestal
que viene de El Atazar. Es la cota 1500 y todavía hay que ascender casi
doscientos metros más para llegar al cordal de la sierra. De la cerrada curva que
hace la pista, nace una nueva senda que va ganando altura hasta llegar a la
cima de Cabeza Minga, desde donde, siempre vigilado por la inquietante rudeza de
los canchos de La Tornera, realiza el último esfuerzo para llegar a la
divisoria de aguas. Ahora, con La Tornera a la espalda y la cima del Pinhierro
como meta inmediata, el caminante se embarca en una sucesión de toboganes,
sobre cuyas praderas el rey es el brezo rosa. Sobre las cuarcitas de la cima,
en una magnífica vista cenital del Collado de las Palomas, se distingue el
lugar donde llega la pista que el caminante abandonó hace una hora. Desde el
miradero, en perfecta alineación hacia el NO, se reconoce la senda que, en un
continuo subir y bajar, irá quemando las etapas que suponen las cumbres de
Cabeza del Estillo, Peña Hierro y el Porrejón.
Una vez en
el collado, en el lugar donde los cazaderos de piedra se sitúan estratégicamente,
el caminante comienza la parte más entretenida de la jornada. Subir, bajar,
buscar los pasos más interesantes entre la perfecta alineación de los espinazos
rocosos, resulta tan agotador como gratificante. La senda, claramente definida,
permite la opción, para los que así lo quieran, de evitar algunos pasos donde los
roquedos ralentizan la marcha. Es casi media legua durante la cual, a derecha e
izquierda, una sucesión de indefinibles paisajes se presentan ante los ojos del
caminante.
Llegar al
vértice geodésico del Porrejón equivale a estar en la cumbre más alta de la
jornada. Desde el lugar donde los hitos de los andariegos rivalizan con el cipo
oficial, antes de comenzar el descenso hasta el Puerto de la Puebla, el
caminante trata de identificar lo que el horizonte le presenta. Al saliente, la
traza de la cuerda ya recorrida. Al norte, en orden de proximidad, las
poblaciones de La Hiruela y El Cardoso de la Sierra; más allá la cima del
Santuy y, como fondo de la postal, el lejano blanquear de los últimos neveros
del Pico del Lobo y de la Sierra de Ayllón. Hacia poniente, salpicando el verde
rabioso de los robledales, los rojos tejados de Montejo, Horcajuelo y Prádena.
Y en dirección al mediodía, el profundo valle de La Puebla y las más de dos leguas
de camino que aún quedan por recorrer. Desde el puerto, guiado por la presencia
de unas antenas de telefonía, recorre un trecho de la raya que, sin valla
alguna, separa los términos de Montejo y La Puebla. Sobre el Collado de la
Tiesa, un solitario refugio, y el fuerte viento, animan al caminante a hacer la
parada de la comida. Desde el interior, a través de las amplias cristaleras, la
cercana figura de la Peña de la Cabra, y la espejada superficie del embalse de
El Atazar, más que una imagen real se asemeja a un anuncio promocional de una
agencia de viajes.
Terminado
el bastimento, el caminante, dejando a la diestra el inconfundible perfil de la
Peña de la Cabra, se interna en un pinar de repoblación. Durante el recorrido
por la pinada, dos fuentes, una de ellas con evidentes destrozos en el caño, lo
que le confiere una dudosa reputación para beber, recogen algunos de los
manaderos de la ladera. Acabado el pinar, con las marcas de un GR como guía, el
camino se aupa sobre el Cerro de las Cabezas. Desde la cima, otra vez entre el
dulzón olor de las jaras, la senda llega a la última hondonada de día: el
Collado Larda. Entre centenarios robles, en un paisaje similar al del comienzo
de la jornada, el caminante se detiene durante unos minutos. Poco a poco, el rumor
de la corriente del río de La Puebla se va haciendo patente bajo la sombra del
robledal. Tras media legua de moderado descenso, llega el caminante hasta la
briosa corriente del río. Para su sorpresa, tras salvar la corriente por una
pontana apuntalada, entra en el caserío por un acceso que más que calle es un
herbazal a punto de siega. Siguiendo las últimas obras de una exposición
permanente de escultura al aire libre, termina la jornada en el lavadero junto
al que dejó, ocho horas antes, la máquina
infernal.
Durante el
tedioso viaje de vuelta, entretenido en el repaso de los numerosos lances del
día, el caminante se queda con las recias hechuras de los añosos robles del
comienzo y del final de la ruta. Tan es así que, ante tan agradable casualidad,
tentado estuvo de haber titulado esta crónica como La Ruta Capicúa.
DOR
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