lunes, 7 de abril de 2014

EL VALLE DEL OSO

Los topónimos, esos nombres, curiosos en su mayoría, que vemos en los mapas, no son el resultado del caletre del cartógrafo de turno, sino que se refieren a la memoria viva de los hombres. Algunos, en la actualidad, siguen vigentes y conservan el fundamento de su génesis; otros, aunque hayan perdido la condición por la que nacieron, siguen ahí para dejar constancia de su antiguo origen.

En las inmediaciones del sitio donde el Cofio entrega sus aguas al Alberche, y que hoy se encuentra bajo las aguas del embalse de San Juan, se localizan dos lugares cuyos nombres sustentan la reflexión apuntada en el párrafo anterior. Se trata de La Jabalinera, y del no menos rotundo del Valle del Oso. El primero sigue de vigente actualidad, pues fueron varios los signos que el caminante encontró durante la ruta: bañaderos, estregaderos y tocones removidos. Del segundo, como es lógico, no encontró señal alguna, y necesitó la ayuda del Libro de la Montería para entender el origen del topónimo: La Dehesa de Sanct Esteban es buen monte de oso, et de puerco en ivierno. Et son las vocerías, la una en el camino que vá de Sanct Martín a Pelayos por la Granja; et la otra al vado de Frey Gonzalo. Et es el armada á la casa de Sanct Esteban. En la actualidad algunos de estos lugares duermen su historia bajo las aguas del embalse, otros como San Martín (de Valdeiglesias), Pelayos (de la Presa), o el cerro San Esteban, siguen ahí desde hace siglos. El pasaje del libro deja clara evidencia de que, en el siglo XIV, existían osos en estos montes.

Tras los fastos del día del padre, en un día propicio para disfrutar la naturaleza, se apea del autobús en la venta del Puente de San Juan. De la trasera del edificio arranca una pina y desdibujada senda que, siguiendo la conducción del cable de la antena de TV del negocio, llega hasta un amplio cortafuego. Desde allí, el camino se orienta hacia el norte siguiendo la alambrada que separa los términos de Navas del Rey y San Martín de Valdeiglesias. Antes de llegar a un paso canadiense, dos ciervas, a las que poco les importan las lindes, saltan la valla divisoria y, a prudencial distancia, se detienen a observar los movimientos del caminante. Éste, deja a los animales en su placentero bienestar, y toma el carril que en media hora lo llevará hasta la garganta del Cofio. Durante el trayecto, escrita en la roca, una antigua advertencia en dos tiempos. Un primero, en el que el escribiente creyó haber encontrado la solución para su problema: “Prohibido coger piñas, bajo multa de 500 pesetas”. El segundo, añadido después con una grafía distinta, seguramente alertado por la ineficiencia del primero, aclaraba: “Cada piña”.



La bravía y tonante corriente de agua, se torna mansa y silenciosa en la pequeña represa que controla el caudal. Antes de la muerte definitiva del río en la cola del embalse, el ribazo se cubre de una frondosa vegetación ripícola de chopos, fresnos, sauces y omeros. Tras cruzar el puente, el camino, ahora en la margen derecha del río, va elevándose para tomar perspectiva sobre el embalse. Justo en el cambio de rasante del carril, con una traza algo confusa, una senda inicia la subida hacia un marcado collado bajo los amenazantes peñascales de la Cabrera Baja. La senda, ahora señalada con algunos hitos, se abre paso entre un perfecto desorden de encinas, pinos, enebros, romeros y olederas jaras. Y asohora, lo inesperado: una menguada familia de alcornoques, reliquia de lo que debió ser el lugar cuando el oso era el dueño de estos parajes.



Desde el collado, con la Cabrera Alta a la mano y Cebreros en la lejanía, el camino desciende por un paisaje, muy diferente al de la ladera de saliente, donde prácticamente desaparece la vegetación de monte bajo. Ahora el rey es el pino –con prevalencia del piñonero-, que alza sus copas sobre las verdes praderías. Campo a través, sin camino definido, el caminante se recrea en el agradable entorno hasta que llega a un soleado sestil, junto a una casilla de piedra, donde algunas vacas bocezan cansinamente poniendo el punto bucólico de la jornada. Unas rodadas difuminadas en la verde pradera, zigzaguean hasta la última cota de la ruta. Es allí donde, junto a enebros de gran porte, vuelve a aparecer la lámina de agua del embalse, el único de la Comunidad de Madrid donde se permite el baño y la navegación a motor.










Tras la admiración del paisaje, el caminante se reencuentra con el puente del Cofio, y como es enemigo de hacer dos veces el mismo camino, progresa por un carril poco transitado que llega hasta la orilla del embalse. Junto al agua, frente a las verticales paredes de la orilla opuesta, donde una nutria se mueve entre las blanquecinas rocas, hace la parada de la comida. Más tarde la subida hasta la cómoda pista que lo llevará hasta un empedrado mirador, desde donde contempla una barí visión del embalse. Luego, el mismo cortafuego y la misma cotarra hasta llegar a la venta de la carretera.              





Tras la reconfortante jornada, prisionero de la osadía filosófica que produce la somnolencia y el quedo runrún del autobús, el caminante cavila sobre los alardes de poder del ser humano. Autoproclamado como rey de la creación, no solamente pone puertas y vallas al campo, sino que se permite señalar el principio y final de las estaciones meteorológicas. Pero su fatuidad queda en nada cuando una díada de ciervas, de un limpio brinco, salta la pinchuda valla que separa los términos municipales, o cuando, en este mismo día en que acaba el invierno y comienza la primavera, nada da a entender que uno y otra se hayan hecho entrega del testigo meteorológico.  

DOR