martes, 14 de enero de 2014

…Y LLEGARON LAS NIEVES

El mes de noviembre, como queriendo rebelarse contra su destino otoñal, ha presentado dos caras ciertamente opuestas. Si en sus primeros días, con ademanes veraniegos, puso al personal en las costas mediterráneas, terminó despidiéndose con extemporáneas nevadas, que llegaron a cotas inusualmente bajas para la época del año. Tres días antes de San Andrés, con la previsión de un luminoso día de bajas temperaturas, el caminante toma el tren de Cercedilla. Allí transbordará al tren de montaña que llega hasta el Puerto de los Cotos, desde donde intentará, por el camino de las lagunas, plantarse en San Ildefonso antes del ocaso.

En Cercedilla solo se apean senderistas y montañeros. Con alguna excepción, todos pasan al tren que, retorciéndose entre las pinadas de las laderas de Siete Picos, llega hasta el Puerto de Navacerrada, para, después de setecientos metros de túnel, asomar a los inmensos pinares de Valsaín y llegar al Puerto del Paular. Las paradas facultativas de todos los apeaderos intermedios (Cercedilla Pueblo, Las Heras, Camorritos, Siete Picos, Dos Castillas y Vaquerizas), fueron suprimidas en los recortes del año 2011.

La nevada de los últimos días ha sido abundante, y las bajas temperaturas han mantenido un espeso manto de nieve sobre los pinos. El sendero, cubierto por la nevada, cuya blanca compañía no abandonará al caminante en toda la jornada, faldea desde el Mirador de la Gitana hasta la caseta del arroyo de la Laguna, donde un empleado del parque se resguarda de viento helador. Con precaución sube por el endurecido camino que remonta hasta la Laguna Grande. Durante unos minutos se estremece ante la majestuosidad del Circo de Peñalara, mixturado de disímiles colores: el deslumbrante blanco de la nevada y el tono gris verdoso del gneis cubierto de líquenes. Por uno de los tubos que ascienden hasta Dos Hermanas, una cuerda de montañeros suben trabajosamente sobre la nieve. Saturado de magnificas vistas, inicia el descenso y, para evitar inesperados resbalones, se calza los crampones hasta llegar hasta la caseta de vigilancia.



Desde el puentecillo de madera que cruza el arroyo que desagua la laguna, sigue las pisadas de la senda que pesadamente asciende hasta los llanos de Cinco Lagunas. Animado por el espléndido paisaje, progresa entre la nevada y la soledad absoluta. Solo al llegar a la laguna de los Pájaros coincide con tres excursionistas que se mueven por la zona equipados con raquetas. En la laguna, helada y cubierta de nieve, desaparece la senda que el caminante tiene que seguir. Todas las pisadas se dirigen hacia el Risco de los Claveles,… pero ése no es su camino.







Sin vereda, hundiéndose en la nieve virgen, avanza con dirección al cartel de madera que se encuentra en el collado de Quebrantaherraduras. Durante el dificultoso descenso tiene tiempo de asomarse al balcón del Valle del Lozoya, donde el río avanza entre robledos hasta que queda retenido en el embalse de Pinilla. La cencellada de la última madrugada, ha modelado formas imposibles sobre los escasos pinos que sobreviven en aquel inhóspito lugar.




Desde el cartelón del collado, bajo un refulgente sol, se orienta hacia el poniente y, sin camino visible, orientado por el nacedero del arroyo de la Chorranca, comienza el descenso hacia el final de la ruta. Aunque avanza con precaución, la copiosa nevada le hace caer varias veces hasta que llega a un punto en que el camino parece hacerse evidente. Es entonces cuando aparecen las pisadas de algún excursionista que, en subida desde La Granja, se asustó de la nevada y se dio la vuelta.



Desde allí el camino se abre paso entre sonoros nombres: el Raso del Pino, donde se encuentra una estación meteorológica; el vado de Oquendo, donde el caminante, apurando los últimos rayos de sol, termina las provisiones; Majalapeña; la fuente del Chotete;…





Con el sol perdido entre las copas de los albares, ya sin nieve, llega al solitario muro del palacio y, tras unos momentos de duda, decide continuar por su parte meridional. En la puerta de Cosíos, bajo la atenta mirada de uno de los guardas, se asoma a la historiada verja metálica para admirar los otoñales caminos terrizos de los jardines del palacio. Por un solitario paseo, alfombrado de hojas de plátano, encajonado entre la carretera que sube hasta el Puerto de Navacerrada y unas viejas secuoyas encerradas en un muro de piedra, llega al caserío de San Ildefonso con el tiempo justo de tomar el autobús que lo llevará hasta Segovia. 

Más tarde, ya con la oscuridad dueña de los paisajes, el regreso a Madrid.     

DOR