El mes de noviembre, como queriendo rebelarse contra su destino
otoñal, ha presentado dos caras ciertamente opuestas. Si en sus primeros días,
con ademanes veraniegos, puso al personal en las costas mediterráneas, terminó
despidiéndose con extemporáneas nevadas, que llegaron a cotas inusualmente
bajas para la época del año. Tres días antes de San Andrés, con la previsión de
un luminoso día de bajas temperaturas, el caminante toma el tren de Cercedilla.
Allí transbordará al tren de montaña que llega hasta el Puerto de los Cotos,
desde donde intentará, por el camino de las lagunas, plantarse en San Ildefonso
antes del ocaso.
En Cercedilla solo se apean senderistas y montañeros. Con alguna
excepción, todos pasan al tren que, retorciéndose entre las pinadas de las
laderas de Siete Picos, llega hasta el Puerto de Navacerrada, para, después de
setecientos metros de túnel, asomar a los inmensos pinares de Valsaín y llegar
al Puerto del Paular. Las paradas facultativas de todos los apeaderos intermedios
(Cercedilla Pueblo, Las Heras, Camorritos, Siete Picos, Dos Castillas y
Vaquerizas), fueron suprimidas en los recortes del año 2011.
La nevada de los últimos días ha sido abundante, y las bajas
temperaturas han mantenido un espeso manto de nieve sobre los pinos. El sendero,
cubierto por la nevada, cuya blanca compañía no abandonará al caminante en toda
la jornada, faldea desde el Mirador de la Gitana hasta la caseta del arroyo de
la Laguna, donde un empleado del parque se resguarda de viento helador. Con
precaución sube por el endurecido camino que remonta hasta la Laguna Grande.
Durante unos minutos se estremece ante la majestuosidad del Circo de Peñalara,
mixturado de disímiles colores: el deslumbrante blanco de la nevada y el tono gris
verdoso del gneis cubierto de líquenes. Por uno de los tubos que ascienden
hasta Dos Hermanas, una cuerda de montañeros suben trabajosamente sobre la
nieve. Saturado de magnificas vistas, inicia el descenso y, para evitar
inesperados resbalones, se calza los crampones hasta llegar hasta la caseta de
vigilancia.
Desde el puentecillo de madera que cruza el arroyo que desagua la
laguna, sigue las pisadas de la senda que pesadamente asciende hasta los llanos
de Cinco Lagunas. Animado por el espléndido paisaje, progresa entre la nevada y
la soledad absoluta. Solo al llegar a la laguna de los Pájaros coincide con
tres excursionistas que se mueven por la zona equipados con raquetas. En la
laguna, helada y cubierta de nieve, desaparece la senda que el caminante tiene
que seguir. Todas las pisadas se dirigen hacia el Risco de los Claveles,… pero
ése no es su camino.
Sin vereda, hundiéndose en la nieve virgen, avanza con dirección al
cartel de madera que se encuentra en el collado de Quebrantaherraduras. Durante
el dificultoso descenso tiene tiempo de asomarse al balcón del Valle del
Lozoya, donde el río avanza entre robledos hasta que queda retenido en el embalse
de Pinilla. La cencellada de la última madrugada, ha modelado formas imposibles
sobre los escasos pinos que sobreviven en aquel inhóspito lugar.
Desde el cartelón del collado, bajo un refulgente sol, se orienta
hacia el poniente y, sin camino visible, orientado por el nacedero del arroyo
de la Chorranca, comienza el descenso hacia el final de la ruta. Aunque avanza
con precaución, la copiosa nevada le hace caer varias veces hasta que llega a
un punto en que el camino parece hacerse evidente. Es entonces cuando aparecen
las pisadas de algún excursionista que, en subida desde La Granja, se asustó de
la nevada y se dio la vuelta.
Desde allí el camino se abre paso entre sonoros nombres: el Raso del
Pino, donde se encuentra una estación meteorológica; el vado de Oquendo, donde
el caminante, apurando los últimos rayos de sol, termina las provisiones;
Majalapeña; la fuente del Chotete;…
Con el sol perdido entre las copas de los albares, ya sin nieve, llega
al solitario muro del palacio y, tras unos momentos de duda, decide continuar por
su parte meridional. En la puerta de Cosíos, bajo la atenta mirada de uno de
los guardas, se asoma a la historiada verja metálica para admirar los otoñales caminos
terrizos de los jardines del palacio. Por un solitario paseo, alfombrado de
hojas de plátano, encajonado entre la carretera que sube hasta el Puerto de
Navacerrada y unas viejas secuoyas encerradas en un muro de piedra, llega al
caserío de San Ildefonso con el tiempo justo de tomar el autobús que lo llevará
hasta Segovia.
Más tarde, ya con la oscuridad dueña de los paisajes, el regreso
a Madrid.
DOR
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