miércoles, 23 de enero de 2013

ENTRE ZEUS Y POSEIDÓN



Una vez al mes, desde hace varios años, comparto experiencias con un grupo de veteranos senderistas. Como en todo grupo numeroso, resulta difícil conciliar todas las opiniones: unos considerarán el recorrido corto, otros demasiado largo, y el resto demasiado accidentado; pero todos comparten una admirable virtud: el entusiasmo. Mi opinión personal es que solamente necesitan un pequeño empujón para vencer la desconfianza sobre sus propias aptitudes. Consiguiendo esa victoria, podremos llegar a disfrutar de paisajes sorprendentes y horizontes espectaculares.

,...una senda por el cantil del Lozoya...
Para el 19 de enero teníamos programada una ruta por la parte septentrional de la Sierra de la Cabrera. La previsión de un fuerte temporal –ciclogénesis explosiva, dicen los finos-, aconsejaba mudar el recorrido por otro sobre cotas más bajas, con objeto de evitar la exposición a los fuertes vientos previstos. Con buen criterio, y con el beneplácito de todos los andariegos convocados, se decidió recorrer parte de la margen derecha del embalse de El Atazar. A la hora programada, treinta y cuatro atrevidos, desafiando a las malhumoradas nubes, subieron, empapados pero animosos, al autocar. Cuando llegamos a La Cabrera, aquellos fuertes vientos que habían modificado nuestra ruta, pararon la lluvia y alejaron momentáneamente las amenazadoras nubes.

El Lozoya huye entre farallones de más de cincuenta metros.
La silente espadaña de Robledillo de la Jara supervisó la marcha del grupo hasta el camino del cementerio. Desde allí, por una amplia pista, comenzamos a disfrutar del paisaje. A manderecha el vallejo de un arroyo, del que salieron espantados dos parejas de corzos que, con veloz carrera, se perdieron entre el jaral.

Tras cruzar la carretera en la zona del pinar de Casasola, una senda por el cantil del Lozoya nos llevó hasta la presa de El Villar. Tras ciento cuarenta años –con algunas y evidentes mejoras- sigue prestando el mismo servicio que cuando fue construida. Es la más antigua –en funcionamiento- de la Comunidad de Madrid, y fue la primera de arco y bóveda construida en el mundo, de tal forma que, desde entonces, este tipo de construcción es conocida como de presas españolas. Más tarde, en 1911, se construyó un canal para abastecer de agua a la capital. A lomos de ese canal discurriría gran parte de nuestro recorrido. El Lozoya, rebelde desde su nacimiento, huye de la artificiosa sujeción entre farallones de más de cincuenta metros, sin saber que, tres leguas más adelante, volverá a ser represado en El Atazar.

Arquería de la Almerara de la Alameda.
Cruzando la corriente sobre las lanchas graníticas.
En la zona del Hospitalillo, donde la Senda del Genaro abre una ramificación que, en dirección norte, llega hasta Manjirón, tomamos el camino de servicio del Canal. El camino, cuyo asfaltado ha conocido tiempos mejores, resultaba un tanto monótono. Tras dos kilómetros por el tedioso camino, había que dar una pequeña sacudida a la ruta. Entre las carrascas salimos hasta la orilla del embalse. Anduvimos por el arenal hasta llegar a la almenara de La Alameda, cuya perfecta arquería salva el arroyo del mismo nombre. Cruzar la corriente, sobre las lanchas graníticas, puso un punto de entusiasmo en el grupo. A partir de ese momento el camino reposaba sobre el caballón terrizo de la conducción de agua. Después de otro par de kilómetros de descansado caminar, estábamos obligados a desperezar nuestra ansia caminera.

Entre húmedos arenales y caprichosos berruecos.
Volvimos a salir a la orilla del agua, para, en una divertida alternancia de húmedos arenales y berruecos de formas caprichosas, llegar hasta la Almenara de Recombo con la intención de comer bajo su arcada. Resultó imposible; el crecido arroyo ocupaba toda la luz del arco, por lo que tuvimos que comer sobre las piedras, bajo unos más que amenazantes nubarrones. No pudimos hacer sobremesa; las negras nubes se abrieron sobre nosotros y comenzó a caer el diluvio del Antiguo Testamento. Apresuradamente cruzamos el arroyo, para volver a caminar sobre el canal de El Villar hasta llegar a El Berrueco.

Apresuradamente cruzamos el arroyo...
En fin, un hermoso día con la especial presencia del agua.
   
DOR.







martes, 22 de enero de 2013

BAQUÍA DEL VALLE DE LA PUEBLA DE LA SIERRA



No he podido resistir el influjo de aquellos insólitos paisajes, y he vuelto a esa herradura montañosa que rodea Puebla de la Sierra. Después de mi visita del 22 de diciembre, en la que recorrí la parte septentrional del valle, me pregunté cómo sería la vegetación de la zona, antes de la repoblación de pinos realizada en la mitad del pasado siglo. El Libro de la Montería me dio la primera pista: “La Ladera que esta catante Muger Muerta, es buen monte de Osso en verano, e ay Osseras ciertas en el tiempo que yazen los Ossos en ellas,…” “En este monte nos acaecició un Martes de matar dos Ossos de los buenos que nunca viemos ayuntados fasta este dia, e es monte de los mas Puercos que nos fabemos e mas bravos…” Tras la lectura de estos cortos párrafos, escritos en el siglo XIV, no resultaba arriesgado aventurar que un cerrado bosque cubría la zona. Para tratar de hallar la memoria de aquella vegetación, realicé dos interesantes recorridos: el primero, el día 4 de enero, desde el pueblo, en el que recorrí la divisoria del saliente de aquella inmensa herradura; el segundo, el 11 del mismo mes, por la cuerda de poniente.

4 de enero de 2013.

Quinientos veinte años después de que Colón iniciara, desde La Española, el regreso a España, y con Faraildis como santa del día, me dispuse a completar el conocimiento de aquellos parajes. La previsión meteorológica era perfecta para un recorrido aéreo. Después de un par de días fríos, el viento era suave, y el sol brillaba como en un adelanto de la primavera. Tras el acostumbrado follón de tráfico de un día de labor, llegué a mi destino cuando pasaban treinta minutos de las nueve de la mañana. En ese momento, un empleado del Canal de Isabel II realizaba el rutinario análisis diario en la red de abastecimiento. Por la enlosada calle de La Cruz, llegué a las afueras del pueblo. Según el mapa, varias opciones eran válidas para llegar al camino de servicio de un viejo repetidor de televisión. Opté por la más directa. Encajonado entre dos desdentados muros de piedra, crucé sobre los restos de una antigua canalización, hasta que salí a campo abierto. Sobre mi cabeza los mil novecientos metros de La Tornera.

..., el amplio valle del  Jarama se mostró en todo su esplendor 
Durante la cómoda ascensión a Cabeza Minga, junto al pinar de repoblación, algunas manchas de roble melojo medraban junto a una estacional corriente de agua. Eran, sin duda, los restos de la antigua vegetación autóctona. Cuando llegué a la divisoria de aguas – coincidente con la raya entre Madrid y Guadalajara -, el amplio valle del alto Jarama se mostró en todo su esplendor. Salpicadas en la lejanía, las cenicientas manchas de Campillo de Ranas y Majaelrayo, y sobre ellos la sólida presencia del Ocejón.

.., un tobogán de riscos y collados me separaban de La Centenera.

Una ligera capa de nieve cubría la senda que, por el canchal, ascendía hasta la cima de La Tornera. Entre tanta piedra resultaba difícil distinguir los hitos del camino, pero la figura del vértice geodésico tiró de mí hasta la cumbre. Desde allí, con dirección sureste, un tobogán de riscos y collados me separaban del pico de La Centenera.


..., una calle, entre dos espinazos rocosos, me llevó hasta la cumbre.
Al llegar al Collado de las Portilladas, la cara norte del pico me pareció inaccesible. Valoré la posibilidad de una salida alternativa hacia cotas más bajas, pero enseguida la deseché. Distinguí las figuras de tres senderistas que se movían junto al cipo de la cumbre; si ellos estaban allí también podía estar yo. Crucé el collado hasta las primeras rocas; allí, una serpenteante trocha, marcada con hitos, buscaba la cima. La subida no resultó tan complicada como parecía; la nieve blanda me facilitó la ascensión. La senda, con buen criterio, no buscaba la subida directa, sino un pequeño collado un poco más bajo. Desde ese punto una calle entre dos espinazos rocosos, me llevó hasta la cumbre. El acostumbrado cambio de impresiones con los senderistas y, de inmediato, a reanudar la marcha.  

...la plateada visión del embalse de El Atazar...
Bajo el tibio sol del mediodía, protegido por una formación rocosa de más de cuatrocientos millones de años, y con la plateada visión del embalse de El Atazar en la lejanía, encontré el mejor sitio para dar cuenta del pábulo. Después de la comida, tras un cuarto de hora por la cuerda, una trocha entre las jaras se descolgaba hasta el Collado de la Pinilla. Desde allí, una senda marcada con las señales del GR-88 me hizo subir y bajar hasta la zona del Tolmo, donde el porfiado río de La Puebla lleva millones de años tajando los visibles plegamientos rocosos. Y, sobre los cortados, los buitres como vigilantes fedatarios del armonioso transcurrir de los días.

...millones de años tajando los plegamientos rocosos.
Entre dos luces llegué a las primeras casas del pueblo. En mi ánimo pudo más la satisfacción de aquella luminosa jornada, que el hecho de que, en dos horas, volvería a estar inmerso en la ingrata civilización.

11 de enero de 2013.      

Una semana después, con la niebla como dueña y señora del amanecer madrileño, me propuse completar el recorrido aéreo del valle. Resultaba curioso comprobar como la situación atmosférica era un calco de la del día 22 de diciembre del pasado año. Las nubes bajas ahogaban el paisaje, y sólo las cimas altas eran capaces de romper aquella barrera.


En la cima, el espectáculo de las nubes cubriendo los bajíos.
...sobre mi sombra un misterioso halo arco iris.


La temperatura era baja; los incipientes rayos de sol no habían derretido la helada escarcha, por lo que el paso por las cascajeras resultaba dificultoso. Al llegar a la base de Peña de la Cabra, estuve en un tris de abortar la ascensión, pero, una vez más, Dercetius tuvo a bien echarme una mano mostrándome la trocha que subía hasta la cumbre. Procuraba no pisar sobre las heladas lajas, por lo que mi progresión más parecía un ritual de movimientos acompasados que una ascensión caminera. En la cima, nuevamente el espectáculo de las nubes cubriendo los bajíos. De repente, una ráfaga de fuerte viento elevó las nubes hasta donde me encontraba. Fue entonces cuando descubrí un fenómeno hasta ahora desconocido para mí; los rayos solares proyectaron mi sombra sobre la neblina, y alrededor de ella un misterioso halo con los colores del arco iris. Allí estuve unos minutos, viendo como aquella imagen iba y venía, dependiendo del caprichoso movimiento de las nubes. Pero, aunque el misterio era grande y las vistas gratificantes, mi camino debía continuar.


En el descenso por la cara sur, advertí gran cantidad de excrementos de bóvidos, que por sus características me parecieron de cabra montés. Algunos eran muy recientes, pero no vi ningún animal en los alrededores. Desde los afilados riscos del Pie Bajero eché una última mirada a la esbelta mole de Peñalacabra, ahora limpia de nubes.

..., mi aproximación a la masa de nubes resultaba indudable.
En mi camino hacia el sur, con la altitud en evidente disminución, mi aproximación a la masa de nubes resultaba indudable. La senda, poco transitada, aparecía y desaparecía como por ensalmo. Pero no me preocupaba; sabía que debía encontrarme con el antiguo camino de Robledillo, que ya conocía de una ocasión anterior. Y así resultó; quince minutos después de coronar el Porrejón Bajero, ya bajo la espesa niebla, el camino buscado faldeaba a la vera del pinar. Tras dos kilómetros de suave ascenso, me topé con la inmensa ladera rocosa del Cerro de las Cabezas. En la ladera, ahora libre de nubes, las jaras y el brezal pugnaban por la hegemonía. Al llegar al Collado Larda recordé cuando, un par de años antes, un rebaño de cabras domésticas – el pastor todavía estará riéndose -, se arremolinaron en mi redor con la intención de comerse el mapa que había sacado para orientarme.


El extenso zopetero está recamado de añosos robles,...
Desde el collado, ya por la solana, y con dirección a Puebla de la Sierra, encontré lo que andaba buscando. El extenso zopetero está recamado de añosos robles, restos del inmenso robledo que debió ser. Al llegar a la altura del pueblo, un panel explicativo aclaró mis dudas. La desaparición del bosque autóctono tiene su origen en la revolución industrial. En un principio, el robledal era esmeradamente cuidado porque suponía una fuente de ingresos para la comunidad. Cada año se adjudicaba una parte del mismo para la poda aérea – nunca la tala – para la obtención de carbón vegetal. Éste se vendía, tras su acarreo en mulas, en Montejo, Prádena, y otras poblaciones cercanas. Pero el ferrocarril necesitaba traviesas, y las mejores eran las de roble. Se talaron miles de ejemplares, con lo que las laderas quedaron desnudas de vegetación. Las escorrentías hicieron el resto: toda la capa rica en nutrientes fue arrastrada hacia el río. Para evitar la desertización se procedió a sujetar el terreno con la plantación de especies de crecimiento rápido como el pino. Los ejemplares de roble que sobrevivieron todavía son un recreo para la vista del caminante; sirva como ejemplo el rebollo de las Puentecillas, de más de seis metros de perímetro, y más de trecientos años de existencia.
...seis metros de perímetro, y más de trescientos años de existencia.

..., esperé hasta la puesta de sol...
Bajo la protección singular del anciano roble, agoté las provisiones. Necesitaba reponer fuerzas, pues me esperaba la prueba final de la ruta: la subida hasta el Puerto de la Puebla. Crucé el río por un pontón de tablas y, con la guía de una conducción eléctrica enfilé hacia arriba. Al principio, la confusa senda me obligó a buscar la salida de aquel laberinto de matas de brezo; de seguido el camino se despejó sobre la profunda hendidura del cortafuegos sobre el pinar. El último kilómetro, con pendientes que oscilaron entre el 27% y el 40%, parecía no tener fin. Con el fin de sosegar el resuello, me detuve en un camino abierto para la saca de troncos. Un forestal, que seguramente me tenía visto desde hacía tiempo, se acercó. Como era de esperar conocía al dedillo toda la zona. Le pregunté por los excrementos que había visto por la mañana, y me confirmó que hacía unos meses que habían traído treinta ejemplares de cabra montés de la zona de Manzanares el Real. Me habló del Camino del Cartero que, por la ladera opuesta, culebrea hasta Montejo, y de algunas sendas más, que hacían más llevadera la subida hasta el puerto. Pero yo tenía que completar el trayecto programado. Cuando, a las cinco y media, llegué a mi destino, la niebla se había apoderado del valle.

Llamé a casa y, ya dentro del coche, esperé la puesta del sol que, sobre la fuliginosa silueta de la Sierra de la Cabrera, resultó espectacular. Después el tedio del regreso a Madrid por la A-1.       

DOR.

miércoles, 2 de enero de 2013

LA EVOLUCIÓN DE LOS PULGARES


La especie humana, desde sus más remotos orígenes, ha seguido una lenta e inexorable evolución, que se ha mantenido dentro de los que los estudiosos llaman la deriva genética. El hombre ha ido acomodando su cuerpo según las necesidades del momento. Cuando algunas familias de monos bajaron de los árboles, comenzaron a perder la cola; ya no necesitaban de su concurso para sus desplazamientos. En el hombre, el vago recuerdo de esa cola perdida se llama cóccix. La evolución climática influyó en el aspecto exterior de nuestros antepasados. Fueron perdiendo la pelambre según se iba dulcificando el clima. Aunque siguen quedando excepciones, hemos perdido esa ceja continua que iba de sien a sien, y que dejaba en entredicho la progresión intelectual de la especie. Muchos de los individuos actuales, fuerzan el curso normal de la evolución con el uso de cremas depilatorias y con el concurso de clínicas especializadas. La domesticación, agrupación en rebaños, y posterior estabulación de muchas especies animales, llevó al hombre a perder gran parte de su capacidad olfativa; ya no era necesario ventear la caza; bastaba con ir al corral. La superficie de membrana pituitaria se fue reduciendo, lo que redundó en una disminución considerable del tamaño de la nariz.

Lo que antecede demuestra que, hasta ahora, la pérdida de las características descritas se ha debido a los avances sociales y tecnológicos. En la actualidad, sería muy interesante disponer del concurso de una cola prensil que nos facilitase el mantenimiento del equilibrio, en la confusa situación de picar un billete de autobús mientras llevamos las manos cargadas de bolsas.

Pero todo no van a ser malas noticias. Al llegar a la última década del siglo XX, la utilización masiva de los teléfonos portátiles, los mal llamados móviles (móvil, según el DRAE, es lo que se mueve por sí mismo), han recuperado una parte del cuerpo humano, que se encontraba en peligro: los pulgares de las extremidades superiores. Sabido es que los pulgares de las extremidades inferiores nos ayudan a caminar y a mantener el equilibrio, o sea, tienen una función determinada. Pero ¿y los de las extremidades superiores?, ¿para que los utilizábamos? Prácticamente para nada. Veamos.

Al principio de nuestra existencia, diría yo que en el primer trienio de la vida de cada individuo, el pulgar suple -sin resultado- al pezón maternal, o a esa engañifa de látex llamada chupete. En los años siguientes, con la excepción de los que reciban clases de piano, el pulgar vuelve a perder utilidad. Solamente, ya en la pubertad, los métodos de mecanografía se esfuerzan en hacerlos útiles. Esfuerzo vano, ya que el individuo tarda poco tiempo en pulsar la barra espaciadora con el dedo índice de cualquiera de las manos. ¿Qué está haciendo la telefonía para conseguir la recuperación de los pulgares? Pues es simple: el envío de mensajes entre terminales telefónicos ha conformado una cultura de comunicación entre individuos, para la que su concurso es imprescindible; basta ver la velocidad empleada para escribir mensajes de texto mediante el Short Message Service o el WhatsApp.

Por fin, gracias a la ciencia, se ha interrumpido la tendencia imperante hasta hace dos decenios; por fin recuperamos una parte de nuestro cuerpo que se veía abocada a la atrofia.

DOR