La especie humana, desde sus más remotos orígenes, ha seguido una lenta
e inexorable evolución, que se ha mantenido dentro de los que los estudiosos
llaman la deriva genética. El hombre
ha ido acomodando su cuerpo según las necesidades del momento. Cuando algunas
familias de monos bajaron de los árboles, comenzaron a perder la cola; ya no
necesitaban de su concurso para sus desplazamientos. En el hombre, el vago
recuerdo de esa cola perdida se llama cóccix. La evolución climática influyó en
el aspecto exterior de nuestros antepasados. Fueron perdiendo la pelambre según
se iba dulcificando el clima. Aunque siguen quedando excepciones, hemos perdido
esa ceja continua que iba de sien a sien, y que dejaba en entredicho la
progresión intelectual de la
especie. Muchos de los individuos actuales, fuerzan el curso
normal de la evolución con el uso de cremas depilatorias y con el concurso de
clínicas especializadas. La domesticación, agrupación en rebaños, y posterior
estabulación de muchas especies animales, llevó al hombre a perder gran parte
de su capacidad olfativa; ya no era necesario ventear la caza; bastaba con ir
al corral. La superficie de membrana pituitaria se fue reduciendo, lo que
redundó en una disminución considerable del tamaño de la nariz.
Lo que antecede demuestra que, hasta ahora, la pérdida de las
características descritas se ha debido a los avances sociales y tecnológicos.
En la actualidad, sería muy interesante disponer del concurso de una cola
prensil que nos facilitase el mantenimiento del equilibrio, en la confusa
situación de picar un billete de autobús mientras llevamos las manos cargadas
de bolsas.
Pero todo no van a ser malas noticias. Al llegar a la última década del
siglo XX, la utilización masiva de los teléfonos portátiles, los mal llamados
móviles (móvil, según el DRAE, es lo que se mueve por sí mismo), han recuperado
una parte del cuerpo humano, que se encontraba en peligro: los pulgares de las
extremidades superiores. Sabido es que los pulgares de las extremidades
inferiores nos ayudan a caminar y a mantener el equilibrio, o sea, tienen una
función determinada. Pero ¿y los de las extremidades superiores?, ¿para que los
utilizábamos? Prácticamente para nada. Veamos.
Al principio de nuestra existencia, diría yo que en el primer trienio
de la vida de cada individuo, el pulgar suple -sin resultado- al pezón
maternal, o a esa engañifa de látex llamada chupete. En los años siguientes,
con la excepción de los que reciban clases de piano, el pulgar vuelve a perder
utilidad. Solamente, ya en la pubertad, los métodos de mecanografía se
esfuerzan en hacerlos útiles. Esfuerzo vano, ya que el individuo tarda poco
tiempo en pulsar la barra espaciadora con el dedo índice de cualquiera de las
manos. ¿Qué está haciendo la telefonía para conseguir la recuperación de los
pulgares? Pues es simple: el envío de mensajes entre terminales telefónicos ha
conformado una cultura de comunicación entre individuos, para la que su
concurso es imprescindible; basta ver la velocidad empleada para escribir mensajes
de texto mediante el Short Message Service o el WhatsApp.
Por fin, gracias a la ciencia, se ha interrumpido la tendencia imperante
hasta hace dos decenios; por fin recuperamos una parte de nuestro cuerpo que se
veía abocada a la atrofia.
DOR
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