martes, 22 de enero de 2013

BAQUÍA DEL VALLE DE LA PUEBLA DE LA SIERRA



No he podido resistir el influjo de aquellos insólitos paisajes, y he vuelto a esa herradura montañosa que rodea Puebla de la Sierra. Después de mi visita del 22 de diciembre, en la que recorrí la parte septentrional del valle, me pregunté cómo sería la vegetación de la zona, antes de la repoblación de pinos realizada en la mitad del pasado siglo. El Libro de la Montería me dio la primera pista: “La Ladera que esta catante Muger Muerta, es buen monte de Osso en verano, e ay Osseras ciertas en el tiempo que yazen los Ossos en ellas,…” “En este monte nos acaecició un Martes de matar dos Ossos de los buenos que nunca viemos ayuntados fasta este dia, e es monte de los mas Puercos que nos fabemos e mas bravos…” Tras la lectura de estos cortos párrafos, escritos en el siglo XIV, no resultaba arriesgado aventurar que un cerrado bosque cubría la zona. Para tratar de hallar la memoria de aquella vegetación, realicé dos interesantes recorridos: el primero, el día 4 de enero, desde el pueblo, en el que recorrí la divisoria del saliente de aquella inmensa herradura; el segundo, el 11 del mismo mes, por la cuerda de poniente.

4 de enero de 2013.

Quinientos veinte años después de que Colón iniciara, desde La Española, el regreso a España, y con Faraildis como santa del día, me dispuse a completar el conocimiento de aquellos parajes. La previsión meteorológica era perfecta para un recorrido aéreo. Después de un par de días fríos, el viento era suave, y el sol brillaba como en un adelanto de la primavera. Tras el acostumbrado follón de tráfico de un día de labor, llegué a mi destino cuando pasaban treinta minutos de las nueve de la mañana. En ese momento, un empleado del Canal de Isabel II realizaba el rutinario análisis diario en la red de abastecimiento. Por la enlosada calle de La Cruz, llegué a las afueras del pueblo. Según el mapa, varias opciones eran válidas para llegar al camino de servicio de un viejo repetidor de televisión. Opté por la más directa. Encajonado entre dos desdentados muros de piedra, crucé sobre los restos de una antigua canalización, hasta que salí a campo abierto. Sobre mi cabeza los mil novecientos metros de La Tornera.

..., el amplio valle del  Jarama se mostró en todo su esplendor 
Durante la cómoda ascensión a Cabeza Minga, junto al pinar de repoblación, algunas manchas de roble melojo medraban junto a una estacional corriente de agua. Eran, sin duda, los restos de la antigua vegetación autóctona. Cuando llegué a la divisoria de aguas – coincidente con la raya entre Madrid y Guadalajara -, el amplio valle del alto Jarama se mostró en todo su esplendor. Salpicadas en la lejanía, las cenicientas manchas de Campillo de Ranas y Majaelrayo, y sobre ellos la sólida presencia del Ocejón.

.., un tobogán de riscos y collados me separaban de La Centenera.

Una ligera capa de nieve cubría la senda que, por el canchal, ascendía hasta la cima de La Tornera. Entre tanta piedra resultaba difícil distinguir los hitos del camino, pero la figura del vértice geodésico tiró de mí hasta la cumbre. Desde allí, con dirección sureste, un tobogán de riscos y collados me separaban del pico de La Centenera.


..., una calle, entre dos espinazos rocosos, me llevó hasta la cumbre.
Al llegar al Collado de las Portilladas, la cara norte del pico me pareció inaccesible. Valoré la posibilidad de una salida alternativa hacia cotas más bajas, pero enseguida la deseché. Distinguí las figuras de tres senderistas que se movían junto al cipo de la cumbre; si ellos estaban allí también podía estar yo. Crucé el collado hasta las primeras rocas; allí, una serpenteante trocha, marcada con hitos, buscaba la cima. La subida no resultó tan complicada como parecía; la nieve blanda me facilitó la ascensión. La senda, con buen criterio, no buscaba la subida directa, sino un pequeño collado un poco más bajo. Desde ese punto una calle entre dos espinazos rocosos, me llevó hasta la cumbre. El acostumbrado cambio de impresiones con los senderistas y, de inmediato, a reanudar la marcha.  

...la plateada visión del embalse de El Atazar...
Bajo el tibio sol del mediodía, protegido por una formación rocosa de más de cuatrocientos millones de años, y con la plateada visión del embalse de El Atazar en la lejanía, encontré el mejor sitio para dar cuenta del pábulo. Después de la comida, tras un cuarto de hora por la cuerda, una trocha entre las jaras se descolgaba hasta el Collado de la Pinilla. Desde allí, una senda marcada con las señales del GR-88 me hizo subir y bajar hasta la zona del Tolmo, donde el porfiado río de La Puebla lleva millones de años tajando los visibles plegamientos rocosos. Y, sobre los cortados, los buitres como vigilantes fedatarios del armonioso transcurrir de los días.

...millones de años tajando los plegamientos rocosos.
Entre dos luces llegué a las primeras casas del pueblo. En mi ánimo pudo más la satisfacción de aquella luminosa jornada, que el hecho de que, en dos horas, volvería a estar inmerso en la ingrata civilización.

11 de enero de 2013.      

Una semana después, con la niebla como dueña y señora del amanecer madrileño, me propuse completar el recorrido aéreo del valle. Resultaba curioso comprobar como la situación atmosférica era un calco de la del día 22 de diciembre del pasado año. Las nubes bajas ahogaban el paisaje, y sólo las cimas altas eran capaces de romper aquella barrera.


En la cima, el espectáculo de las nubes cubriendo los bajíos.
...sobre mi sombra un misterioso halo arco iris.


La temperatura era baja; los incipientes rayos de sol no habían derretido la helada escarcha, por lo que el paso por las cascajeras resultaba dificultoso. Al llegar a la base de Peña de la Cabra, estuve en un tris de abortar la ascensión, pero, una vez más, Dercetius tuvo a bien echarme una mano mostrándome la trocha que subía hasta la cumbre. Procuraba no pisar sobre las heladas lajas, por lo que mi progresión más parecía un ritual de movimientos acompasados que una ascensión caminera. En la cima, nuevamente el espectáculo de las nubes cubriendo los bajíos. De repente, una ráfaga de fuerte viento elevó las nubes hasta donde me encontraba. Fue entonces cuando descubrí un fenómeno hasta ahora desconocido para mí; los rayos solares proyectaron mi sombra sobre la neblina, y alrededor de ella un misterioso halo con los colores del arco iris. Allí estuve unos minutos, viendo como aquella imagen iba y venía, dependiendo del caprichoso movimiento de las nubes. Pero, aunque el misterio era grande y las vistas gratificantes, mi camino debía continuar.


En el descenso por la cara sur, advertí gran cantidad de excrementos de bóvidos, que por sus características me parecieron de cabra montés. Algunos eran muy recientes, pero no vi ningún animal en los alrededores. Desde los afilados riscos del Pie Bajero eché una última mirada a la esbelta mole de Peñalacabra, ahora limpia de nubes.

..., mi aproximación a la masa de nubes resultaba indudable.
En mi camino hacia el sur, con la altitud en evidente disminución, mi aproximación a la masa de nubes resultaba indudable. La senda, poco transitada, aparecía y desaparecía como por ensalmo. Pero no me preocupaba; sabía que debía encontrarme con el antiguo camino de Robledillo, que ya conocía de una ocasión anterior. Y así resultó; quince minutos después de coronar el Porrejón Bajero, ya bajo la espesa niebla, el camino buscado faldeaba a la vera del pinar. Tras dos kilómetros de suave ascenso, me topé con la inmensa ladera rocosa del Cerro de las Cabezas. En la ladera, ahora libre de nubes, las jaras y el brezal pugnaban por la hegemonía. Al llegar al Collado Larda recordé cuando, un par de años antes, un rebaño de cabras domésticas – el pastor todavía estará riéndose -, se arremolinaron en mi redor con la intención de comerse el mapa que había sacado para orientarme.


El extenso zopetero está recamado de añosos robles,...
Desde el collado, ya por la solana, y con dirección a Puebla de la Sierra, encontré lo que andaba buscando. El extenso zopetero está recamado de añosos robles, restos del inmenso robledo que debió ser. Al llegar a la altura del pueblo, un panel explicativo aclaró mis dudas. La desaparición del bosque autóctono tiene su origen en la revolución industrial. En un principio, el robledal era esmeradamente cuidado porque suponía una fuente de ingresos para la comunidad. Cada año se adjudicaba una parte del mismo para la poda aérea – nunca la tala – para la obtención de carbón vegetal. Éste se vendía, tras su acarreo en mulas, en Montejo, Prádena, y otras poblaciones cercanas. Pero el ferrocarril necesitaba traviesas, y las mejores eran las de roble. Se talaron miles de ejemplares, con lo que las laderas quedaron desnudas de vegetación. Las escorrentías hicieron el resto: toda la capa rica en nutrientes fue arrastrada hacia el río. Para evitar la desertización se procedió a sujetar el terreno con la plantación de especies de crecimiento rápido como el pino. Los ejemplares de roble que sobrevivieron todavía son un recreo para la vista del caminante; sirva como ejemplo el rebollo de las Puentecillas, de más de seis metros de perímetro, y más de trecientos años de existencia.
...seis metros de perímetro, y más de trescientos años de existencia.

..., esperé hasta la puesta de sol...
Bajo la protección singular del anciano roble, agoté las provisiones. Necesitaba reponer fuerzas, pues me esperaba la prueba final de la ruta: la subida hasta el Puerto de la Puebla. Crucé el río por un pontón de tablas y, con la guía de una conducción eléctrica enfilé hacia arriba. Al principio, la confusa senda me obligó a buscar la salida de aquel laberinto de matas de brezo; de seguido el camino se despejó sobre la profunda hendidura del cortafuegos sobre el pinar. El último kilómetro, con pendientes que oscilaron entre el 27% y el 40%, parecía no tener fin. Con el fin de sosegar el resuello, me detuve en un camino abierto para la saca de troncos. Un forestal, que seguramente me tenía visto desde hacía tiempo, se acercó. Como era de esperar conocía al dedillo toda la zona. Le pregunté por los excrementos que había visto por la mañana, y me confirmó que hacía unos meses que habían traído treinta ejemplares de cabra montés de la zona de Manzanares el Real. Me habló del Camino del Cartero que, por la ladera opuesta, culebrea hasta Montejo, y de algunas sendas más, que hacían más llevadera la subida hasta el puerto. Pero yo tenía que completar el trayecto programado. Cuando, a las cinco y media, llegué a mi destino, la niebla se había apoderado del valle.

Llamé a casa y, ya dentro del coche, esperé la puesta del sol que, sobre la fuliginosa silueta de la Sierra de la Cabrera, resultó espectacular. Después el tedio del regreso a Madrid por la A-1.       

DOR.

2 comentarios:

  1. Preciosas fotos y unos comentarios que llenan de regusto el placer de caminar y sentir la naturaleza. Gracias.

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    1. Seas quien seas, espero que no sea demasiado tarde para agradecer tu comentario.

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