miércoles, 31 de mayo de 2017

LA GARGANTA DEL COFIO

Han pasado nueve años. Fue en abril de 2.009 cuando el caminante recorrió, por última vez, la áspera margen izquierda del Cofio. Nueve largos años, durante los cuales algunos sucedidos han modificado sustancialmente los paisajes de la garganta. Y esos sucesos, no siempre han sido causados por la naturaleza. Según testigos presenciales, en la mañana del lunes 27 de agosto de 2.012, en el corto trecho de la carretera que une las localidades de Robledo de Chavela y Valdemaqueda, un vehículo fue dejando un rosario de artefactos incendiarios. Durante la posterior investigación se localizaron siete focos diferentes y casi simultáneos. Dos años después, el 29 de septiembre de 2.014, 1,2 toneladas de explosivo echaron abajo la presa que, desde 1.968 hasta 1.990, abasteció de agua a Robledo de Chavela.

Es el primer jueves de marzo. En el tren, durante el viaje de regreso, con los paisajes del día todavía en el pensamiento, el caminante se esfuerza en recordar los de aquella otra visita. Pero las escasas neuronas hábiles, más los nueve años transcurridos, acaban resultando un obstáculo insalvable para realizar un cotejo mental. Pesaroso, cierra los ojos en un último intento de traer hacia sí aquellas imágenes, pero resulta imposible. No queda otra solución que esperar el careo fotográfico.

El caminante, que a falta de un tren de primera hora, llega a Robledo de Chavela a bordo de un autobús que, con infinita paciencia, ha recorrido buena parte de las localidades de la llamada Ruta Imperial. Apeado junto a la ermita de La Antigua, toma la carretera que va a San Lorenzo de El Escorial. Al poco, abandonada ésta, entra en una laberíntica sucesión de urbanizaciones que ocupan la ladera, hasta la orilla del río. Son las mismas que, en aquel agosto de 2.012, hubieron de ser desalojadas a causa del incendio que, en apenas unas horas, consumió cerca de dos mil hectáreas de monte bajo y pinar. Tras media hora de camino entre heterogéneas construcciones, en medio de un silencio solo alterado por el agresivo latir de los perros, llega el caminante hasta la estructura de lo que podría tomarse como el sólido cubo de una muralla, pero que, en realidad, son los restos de una antigua mina de plomo. Desde allí, aunque las labores de repoblación comienzan a hacerse visibles, todavía son muy evidentes, sobre todo en las pinas laderas de la Risca de Santa Catalina, los daños ocasionados por el incendio. Una trocha baja por la pendiente, hasta llegar a un camino carretero que llega hasta el río. Se trata del antiguo camino que llegaba hasta la presa, y que sirvió para que los artificieros de la empresa concesionaria volasen la construcción.


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Tras superar la cerca de alambre que acota el lugar, llega el caminante a la ribera del Cofio, en el mismo lugar donde se encontraba la presa, y donde resulta demasiado evidente la artificiosa modificación mediante la colocación de grandes bloques de granito, con objeto de proteger los taludes de las márgenes del rio. Seiscientos metros de cauce que, hasta entonces, había estado cubierto por la lámina de agua del embalse. Siempre por la margen izquierda, el amplio camino termina en un cerrado meandro, donde acaba la compostura ribereña y da comienzo la obra de la naturaleza. Es la señal de salida de un recorrido que llevará al caminante hasta el horcajo donde se encuentran el Cofio y el río de La Aceña. Un itinerario condicionado por las últimas lluvias, en el que la crecida del caudal y los arrastres de ramas y maleza han inhabilitado algunos de los pasos habituales.

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 Procura el caminante seguir lo más cerca posible de la briosa corriente; pero no siempre es posible. Tras el primer meandro, otro más pronunciado se orienta hacia el orto. Es un incesante subir y bajar, avanzar a contracorriente, salvando, según se tercie, húmedos roquedos, cerrados matorrales y limpios arenales. Como era previsible, una pared rocosa cierra el paso al caminante que, sin otra alternativa, debe tomar altura sobre la orilla. Tras superar el peñascoso resalte, vuelve a la compañía del agua para, en una entretenida carrera de obstáculos en la que debe salvar rocas y cilancos, retroceder por la orilla hasta llegar al escabroso lugar donde un paso de pescadores, construido con cable de acero, ofrece la posibilidad de pasar al otro lado. Es la última oportunidad, antes de llegar al viaducto de la M-505, de cruzar la corriente sin mojarse. El caminante, que no tiene intención de pasar al lado opuesto, y aun menos hacer uso de tan inseguro artificio, vuelve a la querencia del agua.







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De nuevo la herbosa orilla; otra vez el impedimento de las rocas. Y en ese trajín de subidas y bajadas, de andar y desandar, el caminante termina frente al vallado metálico de una solitaria y destartalada corraliza, donde corretean un par de caballos. Seguir el camino que, por la derecha, se ciñe a la valla del cortil, supone un rodeo de incierto trazado y que se aleja de la garganta del río. Es entonces cuando, aprovechando el vallejo de un arroyo, toma la decisión de pasar al otro lado, reptando bajo el vallado. De nuevo con la referencia de la corriente, avanza por la solitaria ladera hasta llegar al lugar en el que la garganta renuncia a la fragosidad. Se abre, entonces, un amplio valle en el que el excelente paisaje queda desbaratado con la ciclópea presencia del viaducto de la carretera M505.







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Bajo su estructura, ante una nueva imposibilidad de seguir junto al río, el caminante se ve obligado a subir hasta la carretera. Al otro lado del asfalto, un carril, que se adentra bajo el pinar, vuelve a llevarlo hasta la corriente, que ya será su compañera hasta llegar al lugar donde el río de La Aceña entrega sus limpias aguas al Cofio.


Interesante hubiera sido seguir la estrecha vereda que, bajo el pinar, sigue por la margen izquierda del río de La Aceña, pero el caminante, que se debe al horario del tren de media distancia que viene de Valladolid, y que pasa por Santa María de la Alameda a las 17:05, busca el mejor paso para vadear las frías aguas. Tras el bautizo, una vez en la ladera del horcajo, una marcada vereda asciende hasta el caserío de la urbanización que ha crecido junto a la estación.


Antes de que el convoy asome por la amplia curva que la vía dibuja desde El Pimpollar, a la sombra del viejo edificio de la estación, tiene tiempo de contestar a una encuesta sobre el funcionamiento de servicio ferroviario de cercanías. Luego, el cómodo viaje, el tibio resol, y el esfuerzo de recordar cómo eran aquellos paisajes hace nueve años, producen en el caminante un estado de reparador azorramiento, del que despertará poco antes de llegar a Chamartín.

La contrariedad aparece al día siguiente cuando, acezante, realiza la oportuna comparación fotográfica de uno y otro año. Contrariedad que, al tiempo que avanza en el cotejo de las imágenes, va trocando en claro desaliento. Un desaliento sin consuelo, pues sabe que sus ojos no volverán a ver aquellos paisajes, perdidos en algo menos de una década.

DOR

martes, 16 de mayo de 2017

EL CAMINO DEL TRUEQUE

El caminante, impenitente seguidor de las viejas tradiciones, tiene leída una leyenda en la que los valdemanqueños explican el origen del nombre de su pueblo. Se refiere aquella a un vecino de Bustarviejo que, impedido por su manquera para otras labores, construyó, allá por el siglo XVI, una venta en un vallejo camino de La Cabrera; de ahí Valdemanco. Pero en este caso, la realidad parece que echa por tierra la tradición. Ya dos siglos antes, el Libro de la Montería de Alfonso XI daba detallada descripción de la zona: “El valle de Albalate que es só (bajo) la casa de Muño Manco es buen monte de puerco en ivierno e de oso á las veces…”. ¿Es la casa de Muño Manco el origen de Valdemanco? Parece que sí. En los mapas actuales, el arroyo Albalá nace en el caserío del pueblo y muere en el embalse de Pedrezuela o del Vellón. Además, el libro añade una serie de orónimos que son fácilmente identificables en la actualidad: Peña de Don Galindo, conocida hoy como El Mondalindo; Peña Gorda, hoy Cancho Gordo; junto al cancho, el Collado del Afrecho, hoy Collado del Alfrecho; El Yelmo, actualmente Pico de la Miel; Peña del Ladrón, en la actualidad Peñas del Ladrón; Peña Rubia, que conserva el mismo nombre, ya cerca de Navalafuente…

El 23 de febrero, el llamado jueves lardero por ser el último jueves antes del carnaval, el caminante se ha propuesto recorrer un viejo camino que, en el tiempo en que no existían las actuales carreteras, unía las localidades de Valdemanco y Navalafuente. El camino, cosido al curso del arroyo Albalá, resultaba, y aún lo es, un excelente muestrario de molinares, chozos para el resguardo de hombres y ganados, pilones de frescas aguas, sólidas pontanas de lajas de granito y canteras a cielo abierto. El camino, además, propiciaba el trueque entre ambas poblaciones; así, parte de la cosecha de patatas, judías y manzanas de Valdemanco, era cambiada por el excedente de trigo, algarrobas y garbanzos de Navalafuente. En definitiva, un trato beneficioso para ambas partes.

Llega el caminante a Valdemanco en un autobús que ha dejado atrás las localidades serranas de Soto del Real, Miraflores de la Sierra y Bustarviejo. Es una mañana extraña. El Sahara nos ha enviado una pertinaz calima que hace que los paisajes lejanos parezcan un sfumato renacentista. Todo da a entender que será una jornada más de planos cortos que de lejanas perspectivas. Junto al cobertizo de madera que protege el viejo potro de herrar, el camino se deja caer por la pendiente de la última calle del caserío, en busca del zopetero de la vía del tren. Cuando parece que el balasto va a ahogar la vida de arroyo y camino, éstos, a la par, se encajan en una galería que pasa al otro lado.



El abierto paisaje, con el viejo carril siempre como referencia, deja al caminante la posibilidad de hacer modificaciones en su camino. Una pasarela metálica le da opción de pasar al otro lado de la corriente, por donde recorrerá una ladera tapizada por el jaral, hasta llegar junto a la cuidada presencia del Molino Cimero. Unos centenares de metros más abajo, las ruinas del Molino Bajero y, después de recibir la aportación de aguas de un par de arroyos, llega el Albalá a las inmediaciones de la profunda herida de una de las canteras de granito más espectaculares de la zona. Canteras que suministraron los millones de adoquines que, en el siglo XIX, y primera mitad del XX, pavimentaron las calles de Madrid. Y tras la batahola de camiones y maquinaria, vuelve el caminante al silencio y a la compañía de las claras aguas del arroyo.










Por la silente vereda, llega hasta el lugar donde un cerrado meandro aleja la corriente de la ruta. Enseguida, la carretera que va a Cabanillas de la Sierra. Al otro lado del asfalto, junto a un cartelón explicativo, continúa el último tramo del camino que lleva a Navalafuente, donde, justo en el arrabal, un ancho carril se orienta hacia el norte. Pegado al arroyo de la Garguera, el ancho camino pierde su entidad al llegar a la altura del Molino del Jaral. Es ahora una estrecha vereda la que sube sorteando un intrincado roquedal. Siempre por la orilla siniestra del arroyo, la senda muestra un relevante muestrario de ollas, remolinos y saltos de agua, que van a acompañar al caminante hasta la coronación de la cima.









Pero sabido es que la excelencia suele resultar utópica. El caminante, que ha notado menos transparencia en estas aguas que en las del Albalá, encuentra, tras pasar el somo rocoso, la explicación al tenue olor a agua reciclada que sube desde los rompientes. Se trata de las instalaciones de una depuradora que, quizá de forma poco eficiente, trata las aguas residuales de la localidad de Bustarviejo.

Superado el lugar donde el buzón de la depuradora vierte sus aguas recicladas, un pasil salva la, ahora sí, cristalina corriente del arroyo. Tras pasar un viejo somier que sirve de cancela, toma un descarnado camino que sube en busca del Camino de las Viñas. Tras el paso sobre las vías del ferrocarril, el excelente vial llega hasta la dehesa boyal de Bustraviejo. Encajonada entre la Peña del Búho y el Cancho Bajero, sus verdes praderas albergan los restos de uno de los nueve destacamentos penales que se habilitaron para la construcción de la línea de ferrocarril Madrid-Burgos. Según la información de los cartelones, en ellos, con su trabajo, los reos reducían parte de su condena. Una senda balizada recorre los restos de las instalaciones: barracones, garitas de vigilancia, establos para los animales, almacenes,…





De nuevo en la ruta, y tras media hora de relajado caminar entre rocas modeladas por el viento y la lluvia, entra el caminante, a la vera del camposanto, en la localidad de Bustarviejo. Solamente queda localizar el lugar de donde sale el autobús que, en sentido inverso al realizado en la mañana, lo llevará hasta La Corte.


DOR