Han pasado nueve años. Fue en abril de
2.009 cuando el caminante recorrió, por última vez, la áspera margen izquierda
del Cofio. Nueve largos años, durante los cuales algunos sucedidos han
modificado sustancialmente los paisajes de la garganta. Y esos sucesos, no
siempre han sido causados por la naturaleza. Según testigos presenciales, en la
mañana del lunes 27 de agosto de 2.012, en el corto trecho de la carretera que
une las localidades de Robledo de Chavela y Valdemaqueda, un vehículo fue
dejando un rosario de artefactos incendiarios. Durante la posterior
investigación se localizaron siete focos diferentes y casi simultáneos. Dos
años después, el 29 de septiembre de 2.014, 1,2 toneladas de explosivo echaron
abajo la presa que, desde 1.968 hasta 1.990, abasteció de agua a Robledo de
Chavela.
Es el primer jueves de marzo. En el tren,
durante el viaje de regreso, con los paisajes del día todavía en el
pensamiento, el caminante se esfuerza en recordar los de aquella otra visita.
Pero las escasas neuronas hábiles, más los nueve años transcurridos, acaban
resultando un obstáculo insalvable para realizar un cotejo mental. Pesaroso,
cierra los ojos en un último intento de traer hacia sí aquellas imágenes, pero
resulta imposible. No queda otra solución que esperar el careo fotográfico.
El caminante, que a falta de un tren de
primera hora, llega a Robledo de Chavela a bordo de un autobús que, con
infinita paciencia, ha recorrido buena parte de las localidades de la llamada
Ruta Imperial. Apeado junto a la ermita de La Antigua, toma la carretera que va
a San Lorenzo de El Escorial. Al poco, abandonada ésta, entra en una
laberíntica sucesión de urbanizaciones que ocupan la ladera, hasta la orilla
del río. Son las mismas que, en aquel agosto de 2.012, hubieron de ser
desalojadas a causa del incendio que, en apenas unas horas, consumió cerca de
dos mil hectáreas de monte bajo y pinar. Tras media hora de camino entre
heterogéneas construcciones, en medio de un silencio solo alterado por el agresivo
latir de los perros, llega el caminante hasta la estructura de lo que podría
tomarse como el sólido cubo de una muralla, pero que, en realidad, son los
restos de una antigua mina de plomo. Desde allí, aunque las labores de
repoblación comienzan a hacerse visibles, todavía son muy evidentes, sobre todo
en las pinas laderas de la Risca de Santa Catalina, los daños ocasionados por
el incendio. Una trocha baja por la pendiente, hasta llegar a un camino
carretero que llega hasta el río. Se trata del antiguo camino que llegaba hasta
la presa, y que sirvió para que los artificieros de la empresa concesionaria
volasen la construcción.
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Tras superar la cerca de alambre que
acota el lugar, llega el caminante a la ribera del Cofio, en el mismo lugar
donde se encontraba la presa, y donde resulta demasiado evidente la artificiosa
modificación mediante la colocación de grandes bloques de granito, con objeto
de proteger los taludes de las márgenes del rio. Seiscientos metros de cauce
que, hasta entonces, había estado cubierto por la lámina de agua del embalse.
Siempre por la margen izquierda, el amplio camino termina en un cerrado meandro,
donde acaba la compostura ribereña y da comienzo la obra de la naturaleza. Es
la señal de salida de un recorrido que llevará al caminante hasta el horcajo
donde se encuentran el Cofio y el río de La Aceña. Un itinerario condicionado
por las últimas lluvias, en el que la crecida del caudal y los arrastres de
ramas y maleza han inhabilitado algunos de los pasos habituales.
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Procura el caminante seguir lo más cerca
posible de la briosa corriente; pero no siempre es posible. Tras el primer
meandro, otro más pronunciado se orienta hacia el orto. Es un incesante subir y
bajar, avanzar a contracorriente, salvando, según se tercie, húmedos roquedos,
cerrados matorrales y limpios arenales. Como era previsible, una pared rocosa
cierra el paso al caminante que, sin otra alternativa, debe tomar altura sobre
la orilla. Tras superar el peñascoso resalte, vuelve a la compañía del agua
para, en una entretenida carrera de obstáculos en la que debe salvar rocas y
cilancos, retroceder por la orilla hasta
llegar al escabroso lugar donde un paso de pescadores, construido con cable de
acero, ofrece la posibilidad de pasar al otro lado. Es la última oportunidad,
antes de llegar al viaducto de la M-505, de cruzar la corriente sin mojarse. El
caminante, que no tiene intención de pasar al lado opuesto, y aun menos hacer
uso de tan inseguro artificio, vuelve a la querencia del agua.
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De nuevo la herbosa orilla; otra vez el
impedimento de las rocas. Y en ese trajín de subidas y bajadas, de andar y
desandar, el caminante termina frente al vallado metálico de una solitaria y
destartalada corraliza, donde corretean un par de caballos. Seguir el camino
que, por la derecha, se ciñe a la valla del cortil, supone un rodeo de incierto
trazado y que se aleja de la garganta del río. Es entonces cuando, aprovechando
el vallejo de un arroyo, toma la decisión de pasar al otro lado, reptando bajo
el vallado. De nuevo con la referencia de la corriente, avanza por la solitaria
ladera hasta llegar al lugar en el que la garganta renuncia a la fragosidad. Se
abre, entonces, un amplio valle en el que el excelente paisaje queda
desbaratado con la ciclópea presencia del viaducto de la carretera M505.
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Bajo su estructura, ante una nueva imposibilidad
de seguir junto al río, el caminante se ve obligado a subir hasta la carretera.
Al otro lado del asfalto, un carril, que se adentra bajo el pinar, vuelve a
llevarlo hasta la corriente, que ya será su compañera hasta llegar al lugar
donde el río de La Aceña entrega sus limpias aguas al Cofio.
Interesante hubiera sido seguir la
estrecha vereda que, bajo el pinar, sigue por la margen izquierda del río de La
Aceña, pero el caminante, que se debe al horario del tren de media distancia
que viene de Valladolid, y que pasa por Santa María de la Alameda a las 17:05,
busca el mejor paso para vadear las frías aguas. Tras el bautizo, una vez en la
ladera del horcajo, una marcada vereda asciende hasta el caserío de la
urbanización que ha crecido junto a la estación.
Antes de que el convoy asome por la
amplia curva que la vía dibuja desde El Pimpollar, a la sombra del viejo
edificio de la estación, tiene tiempo de contestar a una encuesta sobre el
funcionamiento de servicio ferroviario de cercanías. Luego, el cómodo viaje, el
tibio resol, y el esfuerzo de recordar cómo eran aquellos paisajes hace nueve
años, producen en el caminante un estado de reparador azorramiento, del que
despertará poco antes de llegar a
Chamartín.
La contrariedad aparece al día siguiente
cuando, acezante, realiza la oportuna comparación fotográfica de uno y otro año.
Contrariedad que, al tiempo que avanza en el cotejo de las imágenes, va
trocando en claro desaliento. Un desaliento sin consuelo, pues sabe que sus
ojos no volverán a ver aquellos paisajes, perdidos en algo menos de una década.
DOR
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