El
caminante, impenitente seguidor de las viejas tradiciones, tiene leída una
leyenda en la que los valdemanqueños explican el origen del
nombre de su pueblo. Se refiere aquella a un vecino de Bustarviejo que,
impedido por su manquera para otras labores, construyó, allá por el siglo XVI,
una venta en un vallejo camino de La Cabrera; de ahí Valdemanco. Pero en este
caso, la realidad parece que echa por tierra la tradición. Ya dos siglos antes,
el Libro de la Montería de Alfonso XI daba detallada descripción de la zona: “El valle de Albalate que es só (bajo)
la casa de Muño Manco es buen monte de puerco en ivierno e de oso á las
veces…”. ¿Es la casa de Muño Manco el origen de
Valdemanco? Parece que sí. En los mapas actuales, el arroyo Albalá nace en el
caserío del pueblo y muere en el embalse de Pedrezuela o del Vellón. Además, el
libro añade una serie de orónimos que son fácilmente identificables en la
actualidad: Peña de Don Galindo,
conocida hoy como El Mondalindo; Peña
Gorda, hoy Cancho Gordo; junto al
cancho, el Collado del Afrecho, hoy
Collado del Alfrecho; El Yelmo,
actualmente Pico de la Miel; Peña del
Ladrón, en la actualidad Peñas del Ladrón; Peña Rubia, que conserva el mismo nombre, ya cerca de Navalafuente…
El 23 de febrero, el llamado jueves
lardero por ser el último jueves antes del carnaval, el caminante se ha
propuesto recorrer un viejo camino que, en el tiempo en que no existían las
actuales carreteras, unía las localidades de Valdemanco y Navalafuente. El
camino, cosido al curso del arroyo Albalá, resultaba, y aún lo es, un excelente
muestrario de molinares, chozos para el resguardo de hombres y ganados, pilones
de frescas aguas, sólidas pontanas de lajas de granito y canteras a cielo
abierto. El camino, además, propiciaba el trueque entre ambas poblaciones; así,
parte de la cosecha de patatas, judías y manzanas de Valdemanco, era cambiada
por el excedente de trigo, algarrobas y garbanzos de Navalafuente. En
definitiva, un trato beneficioso para ambas partes.
Llega el caminante a Valdemanco en un
autobús que ha dejado atrás las localidades serranas de Soto del Real,
Miraflores de la Sierra y Bustarviejo. Es una mañana extraña. El Sahara nos ha
enviado una pertinaz calima que hace que los paisajes lejanos parezcan un sfumato renacentista. Todo da a entender
que será una jornada más de planos cortos que de lejanas perspectivas. Junto al
cobertizo de madera que protege el viejo potro de herrar, el camino se deja
caer por la pendiente de la última calle del caserío, en busca del zopetero de
la vía del tren. Cuando parece que el balasto va a ahogar la vida de arroyo y
camino, éstos, a la par, se encajan en una galería que pasa al otro lado.
El abierto paisaje, con el viejo carril
siempre como referencia, deja al caminante la posibilidad de hacer
modificaciones en su camino. Una pasarela metálica le da opción de pasar al
otro lado de la corriente, por donde recorrerá una ladera tapizada por el
jaral, hasta llegar junto a la cuidada presencia del Molino Cimero. Unos
centenares de metros más abajo, las ruinas del Molino Bajero y, después de
recibir la aportación de aguas de un par de arroyos, llega el Albalá a las
inmediaciones de la profunda herida de una de las canteras de granito más
espectaculares de la zona. Canteras que suministraron los millones de adoquines
que, en el siglo XIX, y primera mitad del XX, pavimentaron las calles de
Madrid. Y tras la batahola de camiones y maquinaria, vuelve el caminante al
silencio y a la compañía de las claras aguas del arroyo.
Por la silente vereda, llega hasta el
lugar donde un cerrado meandro aleja la corriente de la ruta. Enseguida, la
carretera que va a Cabanillas de la Sierra. Al otro lado del asfalto, junto a
un cartelón explicativo, continúa el último tramo del camino que lleva a Navalafuente,
donde, justo en el arrabal, un ancho carril se orienta hacia el norte. Pegado
al arroyo de la Garguera, el ancho camino pierde su entidad al llegar a la
altura del Molino del Jaral. Es ahora una estrecha vereda la que sube sorteando
un intrincado roquedal. Siempre por la orilla siniestra del arroyo, la senda
muestra un relevante muestrario de ollas, remolinos y saltos de agua, que van a
acompañar al caminante hasta la coronación de la cima.
Pero sabido es que la excelencia suele
resultar utópica. El caminante, que ha notado menos transparencia en estas
aguas que en las del Albalá, encuentra, tras pasar el somo rocoso, la
explicación al tenue olor a agua reciclada que sube desde los rompientes. Se
trata de las instalaciones de una depuradora que, quizá de forma poco
eficiente, trata las aguas residuales de la localidad de Bustarviejo.
Superado el lugar donde el buzón de la
depuradora vierte sus aguas recicladas, un pasil salva la, ahora sí, cristalina
corriente del arroyo. Tras pasar un viejo somier que sirve de cancela, toma un
descarnado camino que sube en busca del Camino de las Viñas. Tras el paso sobre
las vías del ferrocarril, el excelente vial llega hasta la dehesa boyal de
Bustraviejo. Encajonada entre la Peña del Búho y el Cancho Bajero, sus verdes
praderas albergan los restos de uno de los nueve destacamentos penales que se
habilitaron para la construcción de la línea de ferrocarril Madrid-Burgos. Según la información de los cartelones, en ellos, con su trabajo, los reos reducían parte de su condena. Una senda balizada recorre los restos de las
instalaciones: barracones, garitas de vigilancia, establos para los animales,
almacenes,…
De nuevo en la ruta, y tras media hora de
relajado caminar entre rocas modeladas por el viento y la lluvia, entra el
caminante, a la vera del camposanto, en la localidad de Bustarviejo. Solamente
queda localizar el lugar de donde sale el autobús que, en sentido inverso al
realizado en la mañana, lo llevará hasta La Corte.
DOR
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