domingo, 11 de agosto de 2013

SOBRE LA DIVISORIA DE DOS HAYEDOS

Los que tengan la infinita paciencia de seguir este blog, recordarán la peripecia ocurrida en el transcurso de la ruta realizada el 12 de noviembre del pasado año, y que titulé “Negra jornada en la Tejera Negra”. La repentina niebla de aquel aciago día me forzó a variar la ruta trazada, me obligó a alargar el camino a recorrer,…y me dejó sin día. La crónica de aquella jornada terminaba con una frase que he estado recordando desde entonces: “Durante el trayecto de vuelta, al repasar mentalmente las vicisitudes de la jornada, la machacona idea de volver imperaba sobre todo lo demás”.

El jueves 27 del pasado mes de junio, aprovechando los últimos coletazos de la prolongación de la primavera, me puse en camino hacia Riaza. La idea era recorrer una buena parte de cordal que, desde la ermita de la Virgen de Hontanares, en una continua sucesión de subidas y bajadas, llega hasta el Puerto de la Quesera. Ese era el objetivo, pero en mi subconsciente primaba la idea de encontrar la senda perdida durante aquel caliginoso día del pasado año.

Cuando llegué, una cuadrilla de empleados municipales se afanaba en segar la hierba de las verdes praderías que rodean el santuario. Justo en la curva de la carreterilla que rodea la ermita, al lado de un pequeño bar, comienza la senda. Se adentra en la espesa sombra de un pinar de repoblación, que, después de un cartel de madera que anuncia la Fuente de las Tres Gotas, y un desnivel del 21%, como por arte de magia se transforma en la espesa sombra de un rebollar alfombrado de gayuba, cuya compañía no abandonará al caminante hasta llegar a la cuerda. Al llegar a ella, el camino, que hasta entonces traía orientación al saliente, gira hacia el ostro, rumbo que ya mantendrá hasta llegar a la cima del Cerro Gordo. Antes, en un risco sobre el Collado de la Fuente, una cruz metálica, sustituta de otra más antigua de madera recubierta de espejos, marca el lugar donde se encuentra la legendaria gruta, que en la que la tradición riazana señala la aparición de la imagen de la Virgen.



El brezal y el piornal compiten con la gayuba por hacerse dueños de terreno. Desde el Cerro Gordo, la bien definida línea de alturas se asemeja a un desmedido tobogán. Sobre los 2045 metros del vértice geodésico de La Buitrera, el claro día presenta al caminante un espectáculo difícil de describir. Hacia poniente el embalse de Ríofrío, que remansa las aguas del río Riaza; más al sur, el puerto de la Quesera, donde se marcan las manchas verdosas del hayedo y principia la Cuerda de La Pinilla, que, pasando por el Pico del Lobo, llega hasta la redondeada cima de la Cebollera Vieja; y al este, al fondo del grandioso balcón, el entramado de pequeños valles que conforman el hayedo de Tejera Negra.




En un continuado sube y baja, el camino llega hasta el Collado del Cervunal. Allí, marcada sobre la ladera, la senda que la niebla me ocultó aquel maldito día. Sobre un risco, me mantuve observándola durante un buen rato, grabándola en mi retina mientras su traza se perdía valle abajo. En el cruce de caminos del collado, decidí regresar.


Mi aversión a volver por el mismo camino, me llevó a descender unos trescientos metros por debajo del cordal. En el mapa figuraba como un camino carretero, pero la voraz vegetación lo ha dejado como una senda. Tajando la anchurosa taracea que componen el rosáceo brezal y el amarillento piorno, el camino, impregnado de aromas montunos, avanza por la ladera sumido en un profundo silencio, únicamente roto por el machacón zumbido de las abejas en su constante trabajo de recolección de polen.



Cuando llegué de nuevo al Portillo de los Lobos, otra vez la disyuntiva: tomar el camino de ida, o abrir una vía desconocida. Mi deseo de aventura me hizo elegir la segunda opción,…y ese fue mi error.

Un estrecha, pero evidente, senda se mostraba paralela al arroyuelo que allí mismo se formaba. Sorteando las matas de brezo, esta vez blanco, descendí un par de kilómetros. Fue entonces cuando la senda se perdió entre la vegetación. Volver al collado suponía admitir la derrota; progresé con dificultad hasta que no pude avanzar más. Para salir de aquel mar de brezo que me arañaba los brazos, y que me robó una de las botellas de agua, opté por subir hacia las rocas con la intención de llegar a la cuerda. Todo parecía que iba a salir bien; poco a poco, abandonada la cerrada vegetación, fui tomando altura hasta que llegué a la pared rocosa de cerro Merino. En ese momento me encontraba encerrado entre los riscos.


Recorrí la herbosa cornisa tratando de encontrar una subida, pero resultó imposible. Fue en ese momento cuando una sombra, acompañada de un tonante aleteo, se arrancó justo encima de mi cabeza. Al levantar la vista, vi como un buitre leonado se elevaba pesadamente sobre los riscos. Entonces me fijé en el lugar del farallón, de donde había salido el animal. Nunca había visto un nido habitado tan cercano; a unos seis metros, un pollo, del tamaño de un pavo, erguía la cabeza seguramente esperando el alimento. Fue un encuentro casual, pero dudé si el adulto que sobrevolaba sobre mí tenía la misma opinión. Hice un par de fotos y, para evitar desconocidos problemas, bajé de la cornisa lo más rápido que pude.


Tras un par de saltos en el descenso, otra vez el martirio de los arañazos y de los golpes del ramaje en las piernas. Después de un buen trecho en aquellas dificultosas condiciones, apareció un salvador melojar. Sorteando la maraña de troncos, llegué hasta un ancho camino terrizo que me llevó hasta la ruta balizada que va desde la ermita de Hontanares hasta Martín Muñoz de Ayllón.

Cuando llegué a las inmediaciones de la ermita, eran las cuatro de la tarde. En una mesa de madera, junto a una fresca fuente de cuatro caños – dos al poniente y otros tantos al saliente -, comí y descansé antes de llegar al coche.



La vuelta a Madrid, comparada con las vivencias del día, previsible y rutinaria.

DOR