Los que tengan la
infinita paciencia de seguir este blog, recordarán la peripecia ocurrida en el
transcurso de la ruta realizada el 12 de noviembre del pasado año, y que titulé
“Negra jornada en la Tejera Negra”.
La repentina niebla de aquel aciago día me forzó a variar la ruta trazada, me
obligó a alargar el camino a recorrer,…y me dejó sin día. La crónica de aquella
jornada terminaba con una frase que he estado recordando desde entonces: “Durante
el trayecto de vuelta, al repasar mentalmente las vicisitudes de la jornada, la
machacona idea de volver imperaba sobre todo lo demás”.
El jueves 27 del pasado mes de junio,
aprovechando los últimos coletazos de la prolongación de la primavera, me puse
en camino hacia Riaza. La idea era recorrer una buena parte de cordal que,
desde la ermita de la Virgen de Hontanares, en una continua sucesión de subidas
y bajadas, llega hasta el Puerto de la Quesera. Ese era el objetivo, pero en mi
subconsciente primaba la idea de encontrar la senda perdida durante aquel caliginoso
día del pasado año.
Cuando llegué, una cuadrilla de empleados
municipales se afanaba en segar la hierba de las verdes praderías que rodean el
santuario. Justo en la curva de la carreterilla que rodea la ermita, al lado de
un pequeño bar, comienza la senda. Se adentra en la espesa sombra de un pinar
de repoblación, que, después de un cartel de madera que anuncia la Fuente de
las Tres Gotas, y un desnivel del 21%, como por arte de magia se transforma en la
espesa sombra de un rebollar alfombrado de gayuba, cuya compañía no abandonará
al caminante hasta llegar a la cuerda. Al llegar a ella, el camino, que hasta
entonces traía orientación al saliente, gira hacia el ostro, rumbo que ya mantendrá hasta llegar a la cima del Cerro Gordo. Antes, en un risco sobre el
Collado de la Fuente, una cruz metálica, sustituta de otra más antigua de
madera recubierta de espejos, marca el lugar donde se encuentra la legendaria
gruta, que en la que la tradición riazana señala la aparición de la imagen de
la Virgen.
El brezal y el piornal compiten con la gayuba por
hacerse dueños de terreno. Desde el Cerro Gordo, la bien definida línea de
alturas se asemeja a un desmedido tobogán. Sobre los 2045 metros del vértice
geodésico de La Buitrera, el claro día presenta al caminante un espectáculo
difícil de describir. Hacia poniente el embalse de Ríofrío, que remansa las
aguas del río Riaza; más al sur, el puerto de la Quesera, donde se marcan las
manchas verdosas del hayedo y principia la Cuerda de La Pinilla, que, pasando
por el Pico del Lobo, llega hasta la redondeada cima de la Cebollera Vieja; y
al este, al fondo del grandioso balcón, el entramado de pequeños valles que
conforman el hayedo de Tejera Negra.
En un continuado sube y baja, el camino llega
hasta el Collado del Cervunal. Allí, marcada sobre la ladera, la senda que la
niebla me ocultó aquel maldito día. Sobre un risco, me mantuve observándola
durante un buen rato, grabándola en mi retina mientras su traza se perdía valle
abajo. En el cruce de caminos del collado, decidí regresar.
Mi aversión a volver por el mismo camino, me
llevó a descender unos trescientos metros por debajo del cordal. En el mapa
figuraba como un camino carretero, pero la voraz vegetación lo ha dejado como
una senda. Tajando la anchurosa taracea que componen el rosáceo brezal y el
amarillento piorno, el camino, impregnado de aromas montunos, avanza por la
ladera sumido en un profundo silencio, únicamente roto por el machacón zumbido
de las abejas en su constante trabajo de recolección de polen.
Cuando llegué de nuevo al Portillo de los Lobos,
otra vez la disyuntiva: tomar el camino de ida, o abrir una vía desconocida. Mi
deseo de aventura me hizo elegir la segunda opción,…y ese fue mi error.
Un estrecha, pero evidente, senda se mostraba
paralela al arroyuelo que allí mismo se formaba. Sorteando las matas de brezo,
esta vez blanco, descendí un par de kilómetros. Fue entonces cuando la senda se
perdió entre la vegetación. Volver al collado suponía admitir la derrota; progresé
con dificultad hasta que no pude avanzar más. Para salir de aquel mar de brezo
que me arañaba los brazos, y que me robó una de las botellas de agua, opté por
subir hacia las rocas con la intención de llegar a la cuerda. Todo parecía que
iba a salir bien; poco a poco, abandonada la cerrada vegetación, fui tomando
altura hasta que llegué a la pared rocosa de cerro Merino. En ese momento me
encontraba encerrado entre los riscos.
Recorrí la herbosa cornisa tratando de encontrar
una subida, pero resultó imposible. Fue en ese momento cuando una sombra,
acompañada de un tonante aleteo, se arrancó justo encima de mi cabeza. Al
levantar la vista, vi como un buitre leonado se elevaba pesadamente sobre los
riscos. Entonces me fijé en el lugar del farallón, de donde había salido el animal.
Nunca había visto un nido habitado tan cercano; a unos seis metros, un pollo,
del tamaño de un pavo, erguía la cabeza seguramente esperando el alimento. Fue
un encuentro casual, pero dudé si el adulto que sobrevolaba sobre mí tenía la
misma opinión. Hice un par de fotos y, para evitar desconocidos problemas, bajé
de la cornisa lo más rápido que pude.
Tras un par de saltos en el descenso, otra vez el
martirio de los arañazos y de los golpes del ramaje en las piernas. Después de
un buen trecho en aquellas dificultosas condiciones, apareció un salvador
melojar. Sorteando la maraña de troncos, llegué hasta un ancho camino terrizo
que me llevó hasta la ruta balizada que va desde la ermita de Hontanares hasta
Martín Muñoz de Ayllón.
Cuando llegué a las inmediaciones de la ermita,
eran las cuatro de la tarde. En una mesa de madera, junto a una fresca fuente
de cuatro caños – dos al poniente y otros tantos al saliente -, comí y descansé
antes de llegar al coche.
La vuelta a Madrid, comparada con las vivencias
del día, previsible y rutinaria.
DOR
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