miércoles, 25 de abril de 2018

LANCHARRASA Y PIEDRAESCRITA



-                       Vivía muy tranquilo hasta que las coordenadas fueron puestas en conocimiento general. Ahora el camino se ha convertido en una romería de gentes que, en muchos casos, no saben respetar el sosiego ajeno.

La queja que antecede, fue la respuesta de un moderno eremita que, en medio de la más profunda quietud, pasa sus días en una roulotte anclada en la orilla diestra del arroyo de Los Molinillos, junto al lugar donde se encuentra el exvoto romano de Piedra Escrita.   

Es posible que no exista ninguna relación, quizá únicamente el hecho de su agreste soledad, pero si, en exacta dirección norte-sur, trazásemos una línea recta desde el lugar donde se hallan los Toros de Guisando, llegaríamos, en un recorrido casi exacto de trece quilómetros, hasta el sitio del exvoto mencionado, al que los investigadores datan del siglo II d.C., y reputan como romano. Conocido como Piedra Escrita o Piedraescrita, el monumento está ubicado, como quedó dicho, junto al bravo curso del arroyo de Los Molinillos, en el término municipal de Cenicientos, última población al poniente de la Comunidad de Madrid. 

Se trata de una gran piedra de granito, de las que abundan en la zona, que el caminante, según las trazas, cree fue puesta en pie para ser tallada en la parte que había estado en contacto con el suelo, y que quedó orientada al E-NE. En esa cara, fue labrada una hornacina de unos 2,50 metros de alto por 1,60 de ancho, donde, con claridad, se distingue el relieve de tres figuras humanas, además de una confusión de otras figuras y grabados que, por el paso del tiempo y la descontrolada acción humana, resultan de complicada visualización. La historiadora Alicia Mª Canto, tras las visitas realizadas en los meses de noviembre y diciembre de 1995, realizó un pormenorizado estudio del monumento y del lugar donde se ubica, del que se pueden extraer las conclusiones que siguen: “…Podría tratarse de un pequeño oratorio a Diana, parecido a su santuario rupestre de Segóbriga (Cuenca)...”. “Estamos, por tanto, ante un edículo u oratorio rural y rupestre (y ello justifica su aislamiento de núcleos urbanos romanos), esculpido como exvoto y obsequio, quizá, del antiguo propietario de este predio, aprovechando una formación granítica natural, pero por demás llamativa, para consagrarla, junto con el sacrificio de dos animales (posiblemente blancos, como era costumbre), a Diana, la diosa greco-romana de la caza y los bosques,…”. “Por la vestimenta elegida para la diosa y la presencia de una pareja oferente, me inclino a pensar en su advocación de Diana Lucina, protectora de los partos y, en general, de las mujeres.”
Llegar hasta Piedraescrita es relativamente sencillo, siempre que el visitante tenga por hábito el salto de alambradas. El caminante, en el penúltimo jueves del mes de marzo, ha dispuesto la visita al lugar como último hito de la jornada. Una larga jornada que comenzará en Cadalso de los Vidrios y terminará en la vecina localidad de Cenicientos.

En una fría y luminosa mañana, el autobús de la empresa El Gato llega puntual a la parada de Cuatro Vientos. Tras cruzar sobre el Alberche en Aldea del Fresno, el autobús se adentra en la lengua de tierra en la que, confinadas entre las provincias de Ávila y Toledo, se encuentran las localidades madrileñas de Cadalso de los Vidrios, Rozas de Puerto Real y Cenicientos. Tras hora y media de recorrido, llegan, autobús y caminante, al caserío de Cadalso. Trescientos metros más arriba de la parada, junto al monumento al cantero, sale la carretera que va a Cenicientos, lugar donde se encuentran dos de los monumentos más interesantes de la población. En un sosegado rehoyo, escoltada por algunos ejemplares de plátano de Indias, la Fuente de los Álamos, seguramente la más antigua del pueblo, cuyo manantial está cubierto por una construcción de piedra, que combina un arco de medio punto al frente y dos apuntados en los laterales. Al otro lado de la carretera, la perfecta alineación de matacanes de la sólida pared del jardín del Palacio de Villena, hoy propiedad privada y que, según los cronistas, sirvió, en su construcción original, como dote al duque de Frías en su boda con Juana de Aragón, hija de Fernando el Católico. La finca, que en su origen tenía cinco hectáreas de terreno, hoy comparte con el municipio la mitad de su superficie. Tras una recia cancela de hierro, un camino terrizo se adentra en el parque municipal hasta llegar hasta el inmenso estanque que, además de surtir agua al jardín palaciego, servía para asueto y recreo de sus dueños. Un estanque construido sobre una lancha granítica de siete metros de profundidad, lo que garantizaba su estanqueidad. El caudal necesario para llenar los cincuenta y seis metros de largo por treinta de ancho, llegaba, mediante una conducción de atanores de barro, desde la Fuente Techada (Fuente Techá, dicen los cadalseños), manantial que se encuentra, a unos tres quilómetros del municipio, sobre la umbrosa ladera septentrional de Lancharrasa. El caminante, antes de abandonar tan magnífico ejemplo renacentista de obra hidráulica, recorre, durante unos minutos, su enlosado paseo perimetral.




De nuevo en el asfalto, dos centenares de metros más adelante, en el sitio en que la carretera inicia una curva, un carril terrizo se separa por la derecha. Tras un tramo en el que se suceden los vallados de huertos y praderías, al llegar a la linde de una viña, el camino se abre en dos. El que toma a la izquierda, y que, en clara subida, se adentra en el castañar que tapiza la ladera, es el que sigue el caminante. Es, según los viejos mapas, el itinerario de la conducción de agua de Fuente Techá. Cuando llega el momento en que el camino se pierde bajo la hojarasca del desnudo castañar, la brújula es el único método fiable para avanzar por el laberinto de troncos. Y por si no fueran suficientes los impedimentos de la naturaleza, el caminante, como Dios le da a entender, debe salvar las cercas de alambre de una propiedad. Superado el último obstáculo, termina el castañar y comienza el monte bajo, donde abundan los chaparros y las retamas. Es entonces cuando un carril, recientemente desbrozado, inicia la subida hacia el cordal.






Lancharrasa es una sucesión de tesos de altura media, cuyo punto más alto es un tosco vértice geodésico, que se upa sobre los 1204 metros de un risco rocoso. Por el cordal, en dirección NE-SO, con la Peña de Cenicientos como guía, un marcado carril avanza sobre la divisoria de aguas que sirve de separación entre la umbría y la solana. Sobre ésta última, anclada sobre la pinosa ladera, se distingue la azulada lámina de agua de La Alberca, pequeña presa, sin utilidad actual, que, según las últimas noticias, será demolida en 2019.






Tras el descenso por la suave ladera, en el sitio donde acaba el término municipal de Cadalso y comienza el de Cenicientos, el caminante se encuentra con una puerta metálica, y con la sorpresa de haber quedado encerrado en un recinto, en el que no tiene constancia de haber entrado. Un sólido muro, complementado por una adosada valla de alambre cuya altura dobla a la de aquél, va a poner a prueba su voluntad. Sin resultado, recorre el vallado hacia uno y otro lado de la puerta, tratando de encontrar un paso salvador. No queda otro recurso que encaramarse sobre la puerta, pasar sobre el machón y, desde éste, saltar sobre el muro de mampuestos. Un último salto y se encuentra sobre la pista que, bajo el pinar, sube hasta el piedemonte de la Peña de Cenicientos. La pista termina en un cartelón informativo que da explicación del lugar, de su fauna y de su flora. Para llegar a la cima de la peña, una senda, orientada hacia poniente, comienza a subir por la ladera entre pinos y berruecos. Un cuarto de hora de constante subida, cuyo final es una meseta granítica donde se encuentran el vértice geodésico y una caseta de vigilancia contra incendios. Las vistas desde los 1252 metros de la Peña Buvera, que junto a la de la Silla del Caballo componen la Peña de Cenicientos, resultan espectaculares.






Tras volver por el mismo camino, otra vez junto al cartel informativo, el caminante no logra dar con la senda que lleva marcada en la ruta, y que debería llevarlo hasta Cenicientos. A punto de la renuncia, y de tomar la alternativa de la pista que lo trajo hasta allí, en un último intento, entre los zarzales, localiza lo que parece es la senda que busca. Indeciso, la sigue durante unos metros hasta que encuentra unos carteles clavados en el tronco de un pino. En ellos se prohíbe el paso al ser, eso dice el texto, una zona de especial protección. La duda le asalta durante unos instantes; aquello le parece tan extraño que toma la decisión de continuar. Unos metros más adelante, una banda amarilla, marcada con el número seis, cuelga de una encina. Es la explicación a la prohibición: se trata de un cazadero en el que no quieren intrusos. La senda continúa descendiendo por la intrincada ladera, donde la pretendida especial protección consiste en haber talado decenas de encinas, con la intención de, abatidas sobre el estrecho camino, complicar el paso a los extraños. Es, sin duda, una enmarañada senda, en la que algunos pasos hay que hacerlos de rodillas para evitar quedar enganchado en las zarzas. Tras salvar una de las encinas que los pretendidos ecologistas han tumbado sobre la senda, una nube de moscas se eleva al paso del caminante. Junto a un chaparro, decapitado por algún desaprensivo, un magnífico ejemplar de jabalí ha terminado sus días para que su cabeza, o sus colmillos, sean exhibidos como trofeos. Es la demostración palpable de que el espeso breñal es, además de cazadero, un lugar propicio para el furtivismo.







Termina la fragosa senda en un camino carretero que corre paralelo al arroyo de la Zapatera. Es una zona de viejas viñas, desde donde echa el último vistazo al quebrado cordal de La Peña. El camino, tras cruzar el arroyo, llega hasta la carretera que entra en Cenicientos por la parte de poniente. Tras ochocientos metros de travesía, un cartelón anaranjado indica la dirección de una zona deportiva. Es un vial que conduce al caminante hasta la puerta del campo de futbol de la localidad, donde termina el asfalto y, de nuevo, da comienzo la naturaleza. Es un exuberante camino, cuyas lindes están marcadas por unos toscos muros de piedra, por el que, en algunos tramos, corre el agua de los veneros en busca del arroyo de Los Molinillos. El caminante salva la corriente por una pontana de lajas de piedra y, pegado a la orilla diestra, llega a las ruinas del molino de Meléndez, donde aún se conservan, en su emplazamiento original, las piedras solera y volandera.






Regresa el caminante al anegado camino, en busca de la última visita de la jornada. Tras cruzar un camino de mayor entidad, el carril continúa en busca del soto del arroyo donde, confinada en un pequeño recinto vallado, se encuentra una roulotte blanca guardada por un perro que ladra al paso del caminante. Tras salvar la briosa corriente del arroyo por un puentecillo de cemento, llega hasta un zarzo, de burda construcción, que impide la entrada. De los alambres cuelga un cartel plastificado en el que se informa de que el acceso a la finca está prohibido, con la excepción de las visitas guiadas, que deben concertarse en el número de teléfono indicado en la nota. El impedimento de lo escrito se concreta con una recia cadena y un sólido candado, que impiden descolgar el zarzo. Es la segunda prohibición del día, y el caminante, aunque harto de tanta restricción, va a tratar de respetarla buscando alguna solución alternativa. Es en ese momento de consulta en los mapas, cuando nota que alguien observa sus movimientos desde el interior de la roulotte. En el pensamiento de que el veedor tiene alguna relación con la prohibición, vuelve al carril y, por encima de los estentóreos ladridos del perro, clama con insistencia. Al instante aparece un barbado, de mediana edad, que manda callar al perro.


-                                         ¿Es usted el dueño de la finca?

Después de unos instantes de silencio, ante la insistencia del caminante, se aviene a razones:

-                                  No tengo nada que ver con la piedra, ni con las visitas. Vivía muy tranquilo hasta que las coordenadas fueron puestas en conocimiento general. Ahora el camino se ha convertido en una romería de gentes que, en muchos casos, no saben respetar el sosiego ajeno. Además, aún admitiendo el valor de la Piedraescrita, son más interesantes las tumbas antropomorfas que se encuentran diseminadas por los cerros de los alrededores.

El caminante, descolocado ante la competencia histórica del personaje, y al que le parece admirable la voluntad de vivir en medio de la nada, vuelve a llevar el agua a su terreno:

-                                    Tras la caminata desde Cenicientos, sería una decepción regresar sin entrar. ¿Sabe usted si hay inconveniente en saltar el zarzo?  

El eremita evita pronunciarse con claridad, y, quizá entendiendo las razones del caminante, le apunta otra posibilidad:  

-                      Puede hacer lo que quiera, pero antes inténtelo por otra puerta que hay cien metros más adelante, y que hace dos días dejaron abierta. Volverá a encontrarse con el arroyo.  

Efectivamente, una puerta metálica sin candar da acceso al recinto, donde vuelve a encontrar la corriente del arroyo. Una excesiva corriente que podría salvarse con un tablón de madera que, deliberadamente, alguien ha puesto en la otra orilla, fuera del alcance de cualquiera que quisiera hacer uso de él. Descartada la posibilidad de descalzarse para vadear la corriente, y un tanto harto de tanto impedimento, vuelve sobre sus pasos y salta el zarzo prohibitorio. Tras él un carril se adentra en una mancha de bravía vegetación, donde no resulta complicado localizar el monumento romano de Piedraescrita.




Abundando en lo que ya quedó apuntado, se trata de un tolmo granítico, de unos cinco metros de altura, con un relieve en la cara del saliente. Un relieve mil veces estudiado en su contenido, pero que sigue concitando la duda de su solitaria ubicación, y de su relación con las tumbas de las que hablaba el eremita. Acabada la visita, continúa por el mismo carril, hasta que éste se difumina entre las viejas cepas una viña. Tras los lances del día, y con la ruta a punto de llegar a su final, la aparición de un nuevo vallado, que ya hace el número cinco de la jornada, le parece un juego de niños. Al otro lado del obstáculo ya no existe camino visible, y el afán del caminante será avanzar hacia el septentrión, en busca de la carretera de Almorox. Tras veinte minutos de recorrido campo a través, llega al asfalto que, sin otra solución aparente, tiene que recorrer durante un quilómetro, hasta llegar a un carril terrizo que ataja en dirección a Cenicientos.

Llega a la población cuando la verde trasera del autobús se aleja por la Avenida de Madrid, en dirección a Cadalso. Por un par de minutos deberá esperar cuarenta y cinco hasta el próximo servicio; tiempo suficiente para hacer una visita a la iglesia de San Esteban Protomártir, en la que algunos coruchos trabajan en la preparación de las nuevas andas del Cristo Nazareno, los cuales, amablemente, facilitan la visita del caminante, iluminando el interior del templo. Tras la conversación, no resulta aventurado deducir su especial orgullo por el baptisterio donde, como oro en paño, guardan una pila bautismal, tallada en piedra de granito, que los cronistas datan del siglo XVI.



Con las últimas luces de la tarde perdiéndose entre el caserío, sale el autobús en dirección a La Corte. Antes, el caminante, ha rendido visita a uno de los dos bares que, compartiendo medianería y soledad, se encuentran frente a la parada.

DOR