- Vivía muy tranquilo hasta que
las coordenadas fueron puestas en conocimiento general. Ahora el camino se ha
convertido en una romería de gentes que, en muchos casos, no saben respetar el
sosiego ajeno.
La queja que
antecede, fue la respuesta de un moderno eremita que, en medio de la más
profunda quietud, pasa sus días en una roulotte anclada en la orilla diestra
del arroyo de Los Molinillos, junto al lugar donde se encuentra el exvoto
romano de Piedra Escrita.
Es posible que no
exista ninguna relación, quizá únicamente el hecho de su agreste soledad, pero
si, en exacta dirección norte-sur, trazásemos una línea recta desde el lugar
donde se hallan los Toros de Guisando, llegaríamos, en un recorrido casi exacto
de trece quilómetros, hasta el sitio del exvoto mencionado, al que los
investigadores datan del siglo II d.C., y reputan como romano. Conocido como Piedra
Escrita o Piedraescrita, el monumento
está ubicado, como quedó dicho, junto al bravo curso del arroyo de Los
Molinillos, en el término municipal de Cenicientos, última población al
poniente de la Comunidad de Madrid.
Se trata de una
gran piedra de granito, de las que abundan en la zona, que el caminante, según
las trazas, cree fue puesta en pie para ser tallada en la parte que había estado
en contacto con el suelo, y que quedó orientada al E-NE. En esa cara, fue
labrada una hornacina de unos 2,50 metros de alto por 1,60 de ancho, donde, con
claridad, se distingue el relieve de tres figuras humanas, además de una
confusión de otras figuras y grabados que, por el paso del tiempo y la
descontrolada acción humana, resultan de complicada visualización. La
historiadora Alicia Mª Canto, tras las visitas realizadas en los meses de
noviembre y diciembre de 1995, realizó un pormenorizado estudio del monumento y
del lugar donde se ubica, del que se pueden extraer las conclusiones que
siguen: “…Podría tratarse de un pequeño
oratorio a Diana, parecido a su santuario rupestre de Segóbriga (Cuenca)...”. “Estamos,
por tanto, ante un edículo u oratorio rural y rupestre (y ello justifica su aislamiento
de núcleos urbanos romanos), esculpido como exvoto y obsequio, quizá, del
antiguo propietario de este predio, aprovechando una formación granítica
natural, pero por demás llamativa, para consagrarla, junto con el sacrificio de
dos animales (posiblemente blancos, como era costumbre), a Diana, la diosa
greco-romana de la caza y los bosques,…”. “Por la vestimenta elegida para la
diosa y la presencia de una pareja oferente, me inclino a pensar en su
advocación de Diana Lucina, protectora de los partos y, en general, de las
mujeres.”
Llegar hasta Piedraescrita es relativamente sencillo,
siempre que el visitante tenga por hábito el salto de alambradas. El caminante,
en el penúltimo jueves del mes de marzo, ha dispuesto la visita al lugar como
último hito de la jornada. Una larga jornada que comenzará en Cadalso de los
Vidrios y terminará en la vecina localidad de Cenicientos.
En una fría y
luminosa mañana, el autobús de la empresa El Gato llega puntual a la parada de
Cuatro Vientos. Tras cruzar sobre el Alberche en Aldea del Fresno, el autobús
se adentra en la lengua de tierra en la que, confinadas entre las provincias de
Ávila y Toledo, se encuentran las localidades madrileñas de Cadalso de los
Vidrios, Rozas de Puerto Real y Cenicientos. Tras hora y media de recorrido,
llegan, autobús y caminante, al caserío de Cadalso. Trescientos metros más
arriba de la parada, junto al monumento al cantero, sale la carretera que va a
Cenicientos, lugar donde se encuentran dos de los monumentos más interesantes
de la población. En un sosegado rehoyo, escoltada por algunos ejemplares de
plátano de Indias, la Fuente de los Álamos, seguramente la más antigua del
pueblo, cuyo manantial está cubierto por una construcción de piedra, que
combina un arco de medio punto al frente y dos apuntados en los laterales. Al
otro lado de la carretera, la perfecta alineación de matacanes de la sólida
pared del jardín del Palacio de Villena, hoy propiedad privada y que, según los
cronistas, sirvió, en su construcción original, como dote al duque de Frías en
su boda con Juana de Aragón, hija de Fernando el Católico. La finca, que en su
origen tenía cinco hectáreas de terreno, hoy comparte con el municipio la mitad
de su superficie. Tras una recia cancela de hierro, un camino terrizo se
adentra en el parque municipal hasta llegar hasta el inmenso estanque que,
además de surtir agua al jardín palaciego, servía para asueto y recreo de sus
dueños. Un estanque construido sobre una lancha granítica de siete metros de
profundidad, lo que garantizaba su estanqueidad. El caudal necesario para
llenar los cincuenta y seis metros de largo por treinta de ancho, llegaba,
mediante una conducción de atanores de barro, desde la Fuente Techada (Fuente Techá, dicen los cadalseños),
manantial que se encuentra, a unos tres quilómetros del municipio, sobre la
umbrosa ladera septentrional de Lancharrasa. El caminante, antes de abandonar
tan magnífico ejemplo renacentista de obra hidráulica, recorre, durante unos
minutos, su enlosado paseo perimetral.
De nuevo en el
asfalto, dos centenares de metros más adelante, en el sitio en que la carretera
inicia una curva, un carril terrizo se separa por la derecha. Tras un tramo en
el que se suceden los vallados de huertos y praderías, al llegar a la linde de
una viña, el camino se abre en dos. El que toma a la izquierda, y que, en clara
subida, se adentra en el castañar que tapiza la ladera, es el que sigue el
caminante. Es, según los viejos mapas, el itinerario de la conducción de agua
de Fuente Techá. Cuando llega el
momento en que el camino se pierde bajo la hojarasca del desnudo castañar, la
brújula es el único método fiable para avanzar por el laberinto de troncos. Y
por si no fueran suficientes los impedimentos de la naturaleza, el caminante,
como Dios le da a entender, debe salvar las cercas de alambre de una propiedad.
Superado el último obstáculo, termina el castañar y comienza el monte bajo,
donde abundan los chaparros y las retamas. Es entonces cuando un carril,
recientemente desbrozado, inicia la subida hacia el cordal.
Lancharrasa es
una sucesión de tesos de altura media, cuyo punto más alto es un tosco vértice
geodésico, que se upa sobre los 1204 metros de un risco rocoso. Por el cordal,
en dirección NE-SO, con la Peña de Cenicientos como guía, un marcado carril
avanza sobre la divisoria de aguas que sirve de separación entre la umbría y la
solana. Sobre ésta última, anclada sobre la pinosa ladera, se distingue la
azulada lámina de agua de La Alberca, pequeña presa, sin utilidad actual, que,
según las últimas noticias, será demolida en 2019.
Tras el descenso
por la suave ladera, en el sitio donde acaba el término municipal de Cadalso y
comienza el de Cenicientos, el caminante se encuentra con una puerta metálica,
y con la sorpresa de haber quedado encerrado en un recinto, en el que no tiene
constancia de haber entrado. Un sólido muro, complementado por una adosada
valla de alambre cuya altura dobla a la de aquél, va a poner a prueba su
voluntad. Sin resultado, recorre el vallado hacia uno y otro lado de la puerta,
tratando de encontrar un paso salvador. No queda otro recurso que encaramarse
sobre la puerta, pasar sobre el machón y, desde éste, saltar sobre el muro de
mampuestos. Un último salto y se encuentra sobre la pista que, bajo el pinar,
sube hasta el piedemonte de la Peña de Cenicientos. La pista termina en un
cartelón informativo que da explicación del lugar, de su fauna y de su flora.
Para llegar a la cima de la peña, una senda, orientada hacia poniente, comienza
a subir por la ladera entre pinos y berruecos. Un cuarto de hora de constante
subida, cuyo final es una meseta granítica donde se encuentran el vértice
geodésico y una caseta de vigilancia contra incendios. Las vistas desde los
1252 metros de la Peña Buvera, que junto a la de la Silla del Caballo componen
la Peña de Cenicientos, resultan espectaculares.
Tras volver por
el mismo camino, otra vez junto al cartel informativo, el caminante no logra
dar con la senda que lleva marcada en la ruta, y que debería llevarlo hasta
Cenicientos. A punto de la renuncia, y de tomar la alternativa de la pista que
lo trajo hasta allí, en un último intento, entre los zarzales, localiza lo que
parece es la senda que busca. Indeciso, la sigue durante unos metros hasta que
encuentra unos carteles clavados en el tronco de un pino. En ellos se prohíbe
el paso al ser, eso dice el texto, una zona de especial protección. La duda le
asalta durante unos instantes; aquello le parece tan extraño que toma la
decisión de continuar. Unos metros más adelante, una banda amarilla, marcada
con el número seis, cuelga de una encina. Es la explicación a la prohibición:
se trata de un cazadero en el que no quieren intrusos. La senda continúa
descendiendo por la intrincada ladera, donde la pretendida especial protección
consiste en haber talado decenas de encinas, con la intención de, abatidas
sobre el estrecho camino, complicar el paso a los extraños. Es, sin duda, una
enmarañada senda, en la que algunos pasos hay que hacerlos de rodillas para
evitar quedar enganchado en las zarzas. Tras salvar una de las encinas que los
pretendidos ecologistas han tumbado sobre la senda, una nube de moscas se eleva
al paso del caminante. Junto a un chaparro, decapitado por algún desaprensivo,
un magnífico ejemplar de jabalí ha terminado sus días para que su cabeza, o sus
colmillos, sean exhibidos como trofeos. Es la demostración palpable de que el
espeso breñal es, además de cazadero, un lugar propicio para el furtivismo.
Termina la
fragosa senda en un camino carretero que corre paralelo al arroyo de la
Zapatera. Es una zona de viejas viñas, desde donde echa el último vistazo al
quebrado cordal de La Peña. El camino, tras cruzar el arroyo, llega hasta la
carretera que entra en Cenicientos por la parte de poniente. Tras ochocientos
metros de travesía, un cartelón anaranjado indica la dirección de una zona
deportiva. Es un vial que conduce al caminante hasta la puerta del campo de
futbol de la localidad, donde termina el asfalto y, de nuevo, da comienzo la
naturaleza. Es un exuberante camino, cuyas lindes están marcadas por unos
toscos muros de piedra, por el que, en algunos tramos, corre el agua de los
veneros en busca del arroyo de Los Molinillos. El caminante salva la corriente
por una pontana de lajas de piedra y, pegado a la orilla diestra, llega a las
ruinas del molino de Meléndez, donde aún se conservan, en su emplazamiento
original, las piedras solera y volandera.
Regresa el
caminante al anegado camino, en busca de la última visita de la jornada. Tras
cruzar un camino de mayor entidad, el carril continúa en busca del soto del
arroyo donde, confinada en un pequeño recinto vallado, se encuentra una
roulotte blanca guardada por un perro que ladra al paso del caminante. Tras
salvar la briosa corriente del arroyo por un puentecillo de cemento, llega
hasta un zarzo, de burda construcción, que impide la entrada. De los alambres
cuelga un cartel plastificado en el que se informa de que el acceso a la finca
está prohibido, con la excepción de las visitas guiadas, que deben concertarse
en el número de teléfono indicado en la nota. El impedimento de lo escrito se
concreta con una recia cadena y un sólido candado, que impiden descolgar el
zarzo. Es la segunda prohibición del día, y el caminante, aunque harto de tanta
restricción, va a tratar de respetarla buscando alguna solución alternativa. Es
en ese momento de consulta en los mapas, cuando nota que alguien observa sus
movimientos desde el interior de la roulotte. En el pensamiento de que el veedor
tiene alguna relación con la prohibición, vuelve al carril y, por encima de los
estentóreos ladridos del perro, clama con insistencia. Al instante aparece un
barbado, de mediana edad, que manda callar al perro.
- ¿Es usted el dueño de la finca?
Después de unos
instantes de silencio, ante la insistencia del caminante, se aviene a razones:
- No tengo nada que ver con la
piedra, ni con las visitas. Vivía muy tranquilo hasta que las coordenadas fueron
puestas en conocimiento general. Ahora el camino se ha convertido en una
romería de gentes que, en muchos casos, no saben respetar el sosiego ajeno.
Además, aún admitiendo el valor de la Piedraescrita, son más interesantes las
tumbas antropomorfas que se encuentran diseminadas por los cerros de los
alrededores.
El caminante,
descolocado ante la competencia histórica del personaje, y al que le parece
admirable la voluntad de vivir en medio de la nada, vuelve a llevar el agua a
su terreno:
- Tras la caminata desde
Cenicientos, sería una decepción regresar sin entrar. ¿Sabe usted si hay
inconveniente en saltar el zarzo?
El eremita evita
pronunciarse con claridad, y, quizá entendiendo las razones del caminante, le
apunta otra posibilidad:
- Puede hacer lo que quiera, pero
antes inténtelo por otra puerta que hay cien metros más adelante, y que hace
dos días dejaron abierta. Volverá a encontrarse con el arroyo.
Efectivamente,
una puerta metálica sin candar da acceso al recinto, donde vuelve a encontrar
la corriente del arroyo. Una excesiva corriente que podría salvarse con un
tablón de madera que, deliberadamente, alguien ha puesto en la otra orilla,
fuera del alcance de cualquiera que quisiera hacer uso de él. Descartada la
posibilidad de descalzarse para vadear la corriente, y un tanto harto de tanto
impedimento, vuelve sobre sus pasos y salta el zarzo prohibitorio. Tras él un
carril se adentra en una mancha de bravía vegetación, donde no resulta
complicado localizar el monumento romano de Piedraescrita.
Abundando en lo
que ya quedó apuntado, se trata de un tolmo granítico, de unos cinco metros de
altura, con un relieve en la cara del saliente. Un relieve mil veces estudiado
en su contenido, pero que sigue concitando la duda de su solitaria ubicación, y
de su relación con las tumbas de las que hablaba el eremita. Acabada la visita,
continúa por el mismo carril, hasta que éste se difumina entre las viejas cepas
una viña. Tras los lances del día, y con la ruta a punto de llegar a su final,
la aparición de un nuevo vallado, que ya hace el número cinco de la jornada, le
parece un juego de niños. Al otro lado del obstáculo ya no existe camino visible,
y el afán del caminante será avanzar hacia el septentrión, en busca de la
carretera de Almorox. Tras veinte minutos de recorrido campo a través, llega al
asfalto que, sin otra solución aparente, tiene que recorrer durante un
quilómetro, hasta llegar a un carril terrizo que ataja en dirección a
Cenicientos.
Llega a la
población cuando la verde trasera del autobús se aleja por la Avenida de
Madrid, en dirección a Cadalso. Por un par de minutos deberá esperar cuarenta y
cinco hasta el próximo servicio; tiempo suficiente para hacer una visita a la
iglesia de San Esteban Protomártir, en la que algunos coruchos trabajan en la
preparación de las nuevas andas del Cristo Nazareno, los cuales, amablemente,
facilitan la visita del caminante, iluminando el interior del templo. Tras la
conversación, no resulta aventurado deducir su especial orgullo por el
baptisterio donde, como oro en paño, guardan una pila bautismal, tallada en
piedra de granito, que los cronistas datan del siglo XVI.
Con las últimas
luces de la tarde perdiéndose entre el caserío, sale el autobús en dirección a
La Corte. Antes, el caminante, ha rendido visita a uno de los dos bares que, compartiendo
medianería y soledad, se encuentran frente a la parada.
DOR
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