Puerto Marchés, también
Marches, o Marchez, o Mathés, que de tan variadas formas puede encontrarse en
los textos que lo mencionan a lo largo de su historia, es un paso de montaña
que, desde antiguo, ha servido para comunicar, salvando la barrera de los
Montes de Toledo, las tierras al sur de la provincia de Toledo con las del
norte de la de Ciudad Real. Por él corre la Cañada Real Segoviana, aquella que
une los agostaderos burgaleses de la Sierra de la Demanda con los invernaderos
extremeños de Granja de Torrehermosa, siendo, además, el paso natural desde
Menasalbas, y San Pablo de los Montes, hasta Retuerta del Bullaque y la raña de
Cabañeros. Desde el descansadero de Las Navillas, la cañada inicia la subida
hasta el puerto por la margen derecha del arroyo Marchés, cuyo nacedero se
encuentra en las inmediaciones del puerto homónimo.
El subsuelo, rico
en minerales, fue explotado por los romanos, en el siglo III d.C. Así lo atestiguan
las escombreras y otros restos de las minas que se localizan junto al puerto.
También, la abundancia de vegetación, bravos arroyos y manaderos de aguas
salutíferas, hicieron de estas tierras un lugar de abejares, molinos harineros
y balnearios, algunos de éstos últimos todavía en uso.
La trascendencia
histórica del lugar, y de su entorno, ha quedado reflejada en una gran cantidad
de reseñas escritas. En la primera mitad del siglo XIV, el Libro de la Montería
facilita no pocas referencias de los Montes, así como testimonio de la
abundancia de osos y jabalíes en sus parajes. Entre otros muchos topónimos
fácilmente identificables en la actualidad, aparece Puerto Mathés (sic) como uno de los lugares donde se iniciaban los
ojeos de las monterías. Pero, como era común en cualquier proceso de
repoblación, el accidentado relieve y la soledad de caminos y pasos de montaña propiciaron
la aparición de los salteadores de caminos, originarios de diferentes partes de
la península, y que fueron conocidos como los golfines. Los colonos y habitantes de las poblaciones del entorno,
comenzaron a formar grupos armados que fueron el antecedente de las
Hermandades. Con anterioridad al Libro de la Montería, un documento dejaba
constancia de la preocupación por la vigilancia de los caminos: "Los vecinos de Toledo que han algo en
los montes veyendo los muchos males et estragamientos que los golfines et los
otros omes malos facen ne lo suyo et en las nuestras cosas, et entendiendo que
era servicio de Dios et de nuestro señor el rey don Fernando, et pro et guardo
de Toledo et de su término, acordaron de catar y manera de como se pudiese esto
escarmentar, et ficieron hermandad entre sí en tal manera que doquiera que
supieren que andan los golfines e otros omes malos en la nuestra tierra que
vayan en pos de ellos et que los prendan et los tomen tambén a ellos como a los
que los encubieren porque so faga en ellos escarmiento et la tierra sea
guardada".
En el siglo XVI,
Felipe II da orden para la confección de una obra estadística conocida como Relaciones Topográficas de los Pueblos de
España. En ella, en la entrada referida a la localidad de San Pablo de los
Montes, se anota: “Se localiza junto a
unas sierras altas, llamadas Morra Alba, Morrilla y Morrón del Collerón. Dichas
sierras vienen de Consuegra y van a dar a Portugal, pasando por el Puerto
Marchez (sic). En este término se
localiza el referido puerto, por él va el camino real, vigilado por la Santa
Hermandad Vieja, porque en él se producen asaltos de los ladrones, que son
prendidos por ésta”. Por las crónicas se conoce que la financiación
de la Santa Hermandad se realizaba a través de la asadura, tasa que pagaban los dueños de los rebaños, en una
relación de una res por cada cierto número de cabezas. Cuando, en las Relaciones
Topográficas de los Pueblos de España, se habla de la localidad de Menasalbas, se dice: “Pagan, por cada cien ovejas o cabras, una
asadura; cuando pasan de esa cantidad pagan dos ovejas una parida y otra vacía;
cuando no pasan de veinte no pagan nada”. Además de la vigilancia de
caminos y puertos, la Hermandad perseguía, con todos los medios a su alcance, a
los incendiarios que ponían en peligro el importante patrimonio apícola, cuya
economía era uno de los fundamentos de la institución. Conviene resaltar, y así
lo recogen las crónicas de la época, que uno de los gremios cofundadores de la
Hermandad era el de los colmeneros, al que preocupaba el cuidado del manto
vegetal aprovechable por las abejas. De ahí que otro ingreso, aunque de menor
importancia, era el pago que colmeneros debían hacer, siempre dependiendo del
número de colmenas.
Aunque la
dedicación de la Hermandad, la reinserción social y los perdones reales por los
servicios de armas prestados como mercenarios, hicieron disminuir la delictiva
actividad de los golfines, todavía en
1832, el Diccionario Geográfico Universal
hace una referencia, realista y poética a partes iguales, de la pedanía de Las
Navillas: “Aldea de 12 vecinos, parroquia
de Menasalbas, de la que dista dos leguas, provincia y arzobispado de Toledo.
Situada en el gran valle que forma el puerto Marchez (sic), que es de los más
frecuentados de esta sierra, por dar paso al camino que, desde Toledo, se
dirige a Andalucía y Extremadura, cuya situación requiere una población más
numerosa, por ser el puerto uno de los más expuestos a los malhechores. El
terreno que circunda a Las Navillas, está sembrado de gruesísimas moles de
piedra berroqueña, cuyas extravagantes formas y posiciones embelesan la vista e
imaginación del caminante, haciéndole olvidar, por algunos momentos, sus
molestias y privaciones…”
Todo aparentaba
estar tan controlado que, el 15 de enero de 1835, se suprimen las hermandades
del reino, desapareciendo la Hermandad Vieja de Toledo. Pero no fue así; en
1874, ante el nuevo aumento de los casos de bandolerismo, se declara un estado
de excepción en los Montes de Toledo y provincias limítrofes. En 1875 es tal el
incremento de actos de bandidaje que, el 9 de julio se reúnen en Menasalbas diecisiete
de los alcaldes de las poblaciones de la zona. En esa reunión se crea la
llamada Fuerza de Escopeteros de los
Montes, cuya financiación ya no era en especie, sino con el pago de una
tasa de un real por habitante de cada uno de los pueblos firmantes. Adquirieron
fama las bandas de El Castrola, Los Purgaciones, Los Juanillones y la del bandido Moraleda. Todo fue apaciguándose con las ejecuciones de los últimos
cabecillas y, sobre todo, al asignar la vigilancia de puertos y caminos a la
Guardia Civil, que había sido creada en 1844.
El último día del
mes de mayo, día de la celebración del Corpus toledano, después de que las
tormentas la pospusieran en varias ocasiones, el caminante aprovecha la clara
concedida por un mes borrascoso para hacer realidad la visita a tan renombrado
lugar. Como era previsible, el transporte público existente no llega al lugar
de inicio del recorrido, por lo que, de nuevo, se ve obligado a depender de la
máquina infernal.
Quizá por aquello
de la proximidad, o tal vez por intereses administrativos, resulta un tanto
extraño llegar a Las Navillas desde San Pablo de los Montes, y no desde
Menasalbas, de la que aquella es pedanía. El lugar, que ya aparece en algunos
documentos del siglo XVII, podría tener su origen en un descansadero de la Mesta,
última parada de los rebaños antes de superar el cordal de los Montes de
Toledo. Ante el presentimiento de que el sol calentará durante las horas
centrales del día, deja la máquina infernal bajo la cerrada sombra de una
morera. Vuelve el caminante hasta el lugar donde la carretera entra en el
caserío, desde donde un amplio camino terrizo enfila, siempre hacia en SO, con
dirección a la cadena montañosa. Un camino que avanza sobre las noventa varas,
fielmente respetadas, de la cañada Real Segoviana.
Por la margen
derecha de la cañada, alejada del camino principal, una vereda se abre paso
entre gamones y cantuesos hasta llegar al robledal. Bien marcada sobre el
pradal, la vereda lleva al caminante hasta la orilla del arroyo Marchés, cuyas
claras aguas tienen su origen en las proximidades del puerto del mismo nombre. Bajo
el bosque de ribera, con los rayos del sol perdidos sobre las copas, comienza
un gratificante recorrido donde, admitida de la supremacía del roble, también
medran fresnos, majuelos, quejigos, arces de Montpellier, cerezos…, y algunos
otros que el caminante lamenta no conocer. Tras vadear el arroyo en varias
ocasiones, el caminante abandona tan grata compañía ochocientos metros antes
del puerto.
Varios son los
caminos que convergen en Puerto Marchés; tantos que el caminante, aún
consultando los mapas, pierde la noción de sus destinos y orígenes. Lo que sí
tiene claro es que ninguno de ellos será el que siga cuando abandone el lugar.
Hacia el saliente, difuminada sobre un cortafuego, al que la vegetación está
haciendo perder su condición de tal, una senda se eleva hacia la cima del
cordal de Las Majadillas. Antes abandonar tan histórico lugar, toma nota de la explicación
contenida en un cartelón informativo, que abunda en lo señalado anteriormente
en relación con los bandoleros y salteadores de caminos, y que por su curiosa información
merece ser transcrita: “[…a finales del
siglo XII, aparecieron los golfines,
que al amparo del monte cometieron toda clase de fechorías…] [El puerto fue el
lugar donde se celebraban los juicios…] [Únicamente el hombre, en pleno uso de sus facultades, fue quién supo instalar en
su mismo centro un lugar para el patíbulo…] […después de celebrar una suculenta comida, los reos eran atados a los
árboles, o colgados de ellos, para ser asaeteados…] [Terminado el
ajusticiamiento los dejaban allí para servir de comida a las aves de rapiña.
Pasado algún tiempo, cuando los huesos caían al suelo, se depositaban en el arca, osario de forma cuadrada, de tres
metros de lado, que estaba ubicado en las inmediaciones del puerto…]”
A mitad de la
ascensión, sobre una morra rocosa, el caminante vuelve la vista hacia poniente,
desde donde se divisa el puerto, bajo el dominio de la imponente silueta de
Cerro Vicente. Vuelve a la senda en busca del riscal que conforma la parte más
alta del cordal. Entre el laberinto de cuarcitas, el afán del caminante consiste
en buscar el lugar idóneo para contemplar el polícromo paisaje de la raña de
Cabañeros, y la espejada lamina de agua del embalse Torre
de Abraham. Entre un mar de cantuesos y peonías llega a la última cota, desde
donde se divisa el tinglado de antenas de una estación de control ambiental.
Por la suave ladera, entre jaras, brezos y santolinas, la vereda desciende
hasta el puerto del Robledillo. Por el lugar, además de un sinfín de caminos,
corre la carretera que comunica San Pablo de los Montes con el balneario de
Robledillo y Retuerta del Bullaque. Tras saludar a varios ciclistas, el
caminante comienza el descenso por la ladera septentrional de Los Montes. Tras
desdeñar una excelente pista y un camino de herradura, se decide por tomar una
pedregosa vereda que se adentra en el coscojal con dirección al profundo valle,
por donde corre el arroyo de Los Molinos. En quince minutos, vereda y caminante
llegan a las instalaciones de los Baños del Sagrario, lugar de recreo a los que
ahora, de forma un tanto rimbombante, llaman de turismo activo. Superada la
instalación por su parte exterior, el caminante acomete las rampas que suben,
en dirección a poniente, por el vallejo del arroyo. Un arroyo cuya corriente ha
sido canalizada para dar servicio a las instalaciones y piscina del complejo,
pero que en su momento movió la maquinaria de una docena de molinos. Famosos
fueron: el de La Rondeña, el del Rubio, el de Valentín, el de Rambaila, el de
Heredia, el del Tío Monedas, el de Quijada, el de Pascual y el de Santiago.
Bajo un imponente
robledal, recamado por algunos ejemplares de castaño, la vereda insiste en la
subida hasta llegar al collado formado por las laderas de Las Majadillas y la
que será la última subida de la jornada: Peña Gorda. Desde el collado, entre
una espesa vegetación, no resulta sencillo encontrar la senda que sube hasta la
cima. Localizada ésta, su traza recorre el otero desde donde el caminante
vuelve a dominar el valle del Marchés. Comienza, entonces, el descenso por la
margen izquierda del arroyo de La Chaparra, que, entre un frondoso coscojal, lo
llevará hasta el fondo del valle, por donde corren, a la par, camino y cañada
real.
Por el camino, el
caminante retrocede unos metros hasta llegar al sugerente lugar donde se
encuentra la fuente de La Canaleja, manadero de salutíferas aguas conocido, y
reconocido, por todas las poblaciones de los alrededores. Es el lugar perfecto
para refrescarse, reponer agua y terminar con el abasto. Por delante, sólo queda
recorrer algo más de media legua hasta llegar a Las Navillas. Un recorrido
entre berruecos, vistosas encinas, añosos robles, centenarios fresnos e
imponentes quejigos, que le hacen recordar lo atinado de la referencia que el
Diccionario Geográfico Universal hace del sitio: “El terreno que circunda a Las Navillas, está sembrado de gruesísimas
moles de piedra berroqueña, cuyas extravagantes formas y posiciones embelesan
la vista e imaginación del caminante, haciéndole olvidar, por algunos momentos,
sus molestias y privaciones…”
De nuevo en el
caserío, antes de sacar la máquina infernal de la sombra de la morera, el
caminante visita la pequeña iglesia del lugar, que a esa hora se encuentra
cerrada. De escaso valor arquitectónico, su mérito destacable es el de guardar
una imagen de la Virgen, dizque románica, y del siglo XII, que el caminante
debe conformarse con ver a través de uno de los ventanucos de la puerta.
DOR
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