El 21 de noviembre, cuando el autobús recorría el corto trayecto que
hay entre Robledo de Chavela y Valdemaqueda, hice el intento sumergirme en el desquiciado
razonamiento de un pirómano, pero la tarea me resultó imposible. Por más que lo
intenté, no pude encontrar explicación a aquel sinsentido. Me resultó tan
quimérico como arar en el mar.
Orillados en la carretera, miles de troncos aburados, antes disfrute
de todos, ahora beneficio de unos pocos, aguardan a ser retirados. El 28 de
agosto del pasado año, seis focos diferentes, e intencionados, dejaron sin vida
a cerca de 1600
hectáreas de insólitos paisajes. El caminante,
angustiado por la desolación, se apea del autobús en una plaza abierta, donde
el edificio del ayuntamiento pone un horripilante contrapunto con el entorno.
Valdemaqueda es la última población de la provincia de Madrid, y linda con El
Hoyo de Pinares, ya en tierras de Ávila. La carretera, que discurre de saliente
a poniente, parte en dos el término municipal. En su parte norte la supremacía
corresponde al pino resinero, siendo la parte sur más proclive al piñonero.
En busca del camposanto, primera referencia de su camino, toma un quebrado
carril que, entre una mixtura de pinos, discurre paralelo a la carretera. La
línea del fuego llegó hasta allí, dejando el suelo calcinado y maldito. Oye
voces y, con dificultad a causa del eco, se orienta hasta descubrir de donde
provienen. Varios hombres, en una labor de equipo, se afanan en la recolección
de piñas de los pinos a los que, a Dios gracias, el fuego no llegó. Interesado,
se desvía de su ruta para acercarse hasta el lugar donde, a esa hora de la
mañana, ya tienen varios sacos llenos.
-
Hace más de veinte años que no se recogían en
esta zona libre; ahora, a causa de la situación en que se encuentra la
construcción, llevamos un par de años en los que tenemos que agarrarnos a lo
que salga.
La curiosidad le hace perder un buen rato observando la antigua
liturgia de la recolección. Una vez seguro en una rama fuerte, con la ayuda de
una larga pértiga, que termina en una afilada cuchilla, conocida como lata, el piñero echa al suelo las piñas
que están a su alcance; luego cambia de rama y comienza el mismo proceso. Así
un pino tras otro hasta terminar la jornada.
El caminante, que no ha hecho más que empezar su recorrido, se despide
de los piñeros, y uno de ellos, experto conocedor de la zona, le advierte de la
pedregosa subida que le espera. Pasado el camposanto toma orientación hacía el
norte, siempre a la orilla de un arroyo seco, cuyo nombre resulta un tanto
sarcástico para el lugar: arroyo de Valquemados. En su lenta progresión por el
pedregoso camino, comprueba la veracidad de la advertencia que le hizo el
piñero. Pero el esfuerzo queda justamente premiado con las vistas, que la
limpia mañana ofrece desde lo alto de aquel balcón granítico. A sus pies el
serpenteante valle del Cofio, y más allá, en el lejano horizonte, las nevadas
cumbres de Gredos.
Tras el recreo visual, comienza el descenso hasta un bucólico calvero
donde, orientadas a la solana, los maqueanos tienen erigidas dos ermitas. En
los pinares que rodean el lugar, descubre otra ocupación abandonada en los años
ochenta del pasado siglo, y que ahora, a causa de la crisis, vuelve a retomar actualidad:
el oficio de resinero. Dispersados estratégicamente, los grandes bidones donde
van depositando la pegajosa savia de cada uno de los pinos sangrados. Vuelven a
ponerse de moda palabras y menesteres tan en desuso como: desroñar, pica, rayón, miera, pote, remasa,…Un lugareño le da una
somera lección sobre los tiempos, usos y costumbres del renacido oficio. El
ayuntamiento, en este año 2013,
ha comenzado a conceder, por periodos quinquenales, la
explotación de los pinares municipales.
Satisfecha su curiosidad, el caminante inicia la subida a la cota más
alta de la ruta: el cerro de Santa Catalina. Desde las antenas de TV que
rematan la cima, la ladera oriental del cerro es la viva imagen de la
desolación. El voraz incendio acabó con todo lo que encontró a su paso. Ahora,
varias cuadrillas de obreros, con la ayuda de maquinaria pesada, trazan nuevos
accesos para llegar hasta las zonas de pinar que se salvaron del desastre.
Con los últimos rayos de sol de la tarde, un viento helador, igual al
que lo recibió por la mañana, despide al caminante antes de tomar el autobús de
regreso a Madrid. En la orilla de la carretera, como tétrica visualización de
la devastación, siguen amontonándose los ennegrecidos troncos.
DOR
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