En una entrevista, publicada en 1995, el crítico y teórico francés
George Steiner contestaba, con la firmeza y convicción que dan los años, sobre
algunas de las aficiones a las que todavía no había renunciado.
-
…no soy un
aficionado a la democracia de las playas. La montaña efectúa una ruda
selección; cuanto más se escala, menos gente se encuentra.
El pasado 11 de marzo, upado sobre el vértice
geodésico de El Pendón, el caminante, cautivado por el cordal dibujado hacia el
septentrión, incluyó en el capítulo de los asuntos pendientes de resolución el
regreso a la vieja cima de El Mondalindo, esta vez por la cara meridional.
Aquel día de marzo tuvo ocasión de visitar, y también gustar, alguno de los
manaderos de los que el ayuntamiento bustareño tiene a gala presumir. Hoy,
primer miércoles de abril, volverá a encontrarse con un buen número de fuentes
y veneros que, en esta época, manan con fuerza de la rocosa ladera.
Ha transcurrido casi un mes y, para realizar su
propósito, el caminante regresa a Bustarviejo. Esta vez se apea en la parada
que el autobús tiene, ya camino de Valdemanco, junto a la Ermita de la Soledad.
Al otro lado de la carretera, junto a una vieja fuente hundida en el terreno,
el camino se inicia y avanza por la parte exterior de una urbanización. Tras la
última edificación, descarnado por la erosión de las lluvias, el camino se
empina en busca del primer resalte rocoso de la ladera: la Peña de las Monjas.
A la altura de tan curiosas formas, en el lugar donde la exigente subida obliga
al caminante a aligerarse de ropa, el sendero abandona su querencia boreal para
orientarse hacia levante. Rasgando la ladera, a medio camino entre la divisoria
de aguas y el camino del Puerto del Medio Celemín, la senda se abre paso entre
rocas, piornos y atochares hasta llegar a la Fuente del Agua Fría.
La fuente, que no ceja en su constante manar ni
en época de calores, sirve como excelente coartada para hacer una nueva parada.
A la espalda del caminante, en una apacible imagen, el caserío de Bustarviejo
se extiende en el fondo del valle. Y la naturaleza, que no entiende de lindes,
presenta el mismo paisaje ahora que el camino ha entrado en el término de
Valdemanco. Con la Sierra de La Cabrera en el horizonte, por una ladera en la
que el piorno es dueño y señor, el camino se descuelga en busca del carril que
sube del puerto. En el descenso, en la solana de un cancho rocoso, una nueva
fuente sacia la sed del caminante. Antes del pinar, vuelve la pajiza atocha a
tapizar el zopetero.
El carril, dando una tregua al caminante, avanza
a media ladera hasta el lugar donde otra fuente mana bajo una arboleda. Antes
de entrar en el pinar, donde perderá toda referencia visual, se asoma a la
última panorámica sobre el puerto, por donde, comunicando los valles del Lozoya
y del Guadalix, corre la Cañada Real Segoviana. La sombra del pinar es el único
consuelo de una subida en la que, por segunda vez, se pondrá a prueba el fuelle
del caminante. A la siniestra, siempre en ascensión, toma una primera
bifurcación, que también dejará, para
seguir por una senda que se pega a la raya de Lozoyuela, y que supone el último
esfuerzo intenso de la jornada. Una vez arriba, sobre el cordal todavía con
nieve, el camino serpea en busca del tinglado de antenas instalado sobre la
cima rocosa del Regajo, desde donde las vistas resultan grandiosas. Hacia el
saliente, colocados en orden de proximidad, Valdemanco, la Sierra de la Cabrera
y el embalse de El Atazar; hacia el norte, al resguardo de los Montes
Carpetanos, el albo refulgir de las poblaciones que se asientan en el valle del
Lozoya, y que contrasta con el vistoso azul del embalse de Riosequillo; al
mediodía la inmensa llanura madrileña. Y con dirección al poniente, con el
mismo rumbo que seguirá el caminante, en una sucesión de viejas cumbres y
espaciosos collados, el cordal que se pierde en la lejanía hasta llegar al
Puerto de Canencia.
Entre realidades y ensueños se encuentra el
caminante cuando, tras el riscal, aparece un menguado hato de cabras. Nada de
particular si no fuese porque, de entre aquellas, saltan dos mastines que más
que canes parecen ponis. De inmediato le viene al magín la sentenciosa conseja
de Alonso Quijano: “Paréceme, Sancho, que
no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la
mesma experiencia, madre de las ciencias todas, especialmente aquel que dice…” Y
el caminante, por su conveniencia y provecho, cambia el refrán “Donde una puerta se cierra, otra se abre”,
con el que don Quijote termina aleccionando a Sancho, por aquel que espera
sea más cierto que ningún otro: “Perro
ladrador, poco mordedor”. Los mastines, con evidente mala baba y unos
colmillos como barberas, ladran y arrufan alrededor del caminante, mientras el
pastor, probablemente resguardado en su trascacho, se estará descojonando con
la escena. Ésta se termina cuando el caminante, a la manera de Moisés antes de
cruzar el Mar Rojo, amenazante, levanta el bastón por encima de su cabeza. Por
suerte ahí terminó todo.
El siguiente hito de la ruta es el vértice geodésico
del Modalindo. Caminar en círculo alrededor el cipo significa pisar cuatro
términos municipales diferentes: Bustarviejo, Canencia, Garganta de los Montes
y Valdemanco. Tras el interesante lugar, el camino avanza por el luminoso
cordal. En un imperceptible descenso, el caminante va enhebrando oteros y
collados hasta llegar al Collado Abierto o de Hernán García, lugar donde los
ganaderos, sirviéndose de dos viejas bañeras, han aflorado una fuente de fresco
caño. En ese lugar, donde se forma el Arroyo del Valle, el regreso a
Bustarviejo presenta dos alternativas: continuar por el vallejo, siguiendo el
curso del agua o, entre el olor del ládano, progresar por el sendero que parte
en dos la ladera. Por desconocida, el caminante se decide por la última hasta dar
con el lugar donde se encuentra la Mina del Indiano.
Galerías abandonadas, herrumbrosa maquinaria y,
sobre todo, la rehabilitada torre del antiguo molino, son los vestigios de un
pasado esplendor que, en busca de plata y otros minerales, se mantuvo desde mediados
del XVII hasta los años setenta del pasado siglo. Olvidado en los cajones de la
administración, puede que por desidia o quizá por falta de dinero, duerme un
estudio para poner en valor las instalaciones. El proyecto contempla el drenaje
y consolidación de las galerías que minan la ladera, con la intención de
hacerlas visitables. El conjunto se completa con un surtido de paneles
informativos que, de forma amena, dan cumplida crónica del sus orígenes y del
funcionamiento de la explotación.
Desde la torre, el camino, ahora de buena traza,
se dirige hacia Bustarviejo. Antes de llegar al campo de deportes un nuevo
manadero con pilón para el ganado: el Manantial de la Gregoria. Al otro lado de
la carretera, como colofón a una jornada rica en frescas aguas, se encuentra el
área recreativa El Collado donde, a juzgar por los coches que pararon a llenar
damajuanas y botellas, la esbelta fuente de cinco caños sigue manteniendo su
antigua reputación de frescura y calidad.
A la parada que tiene frente a la fuente, a la
hora prevista, llega el autobús que viene de Valdemanco. Durante el trayecto de
regreso, el caminante repasa la jornada y sobre todas las estampas del día
destaca dos: los colmillos de los mastines guardeses del ganado y, con menos
peligro, el sinfín de fuentes y veneros que ha encontrado en el camino. En
buena lógica, el grato recuerdo de esta última le hace preguntarse: ¿será
cierto el censo del ayuntamiento bustareño, que cifra en doscientos los
afloramientos del lugar?
DOR
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