En septiembre del pasado, y ya casi olvidado, año
2012, el caminante empleó dos días en recorrer la garganta de Bohoyo y la de
Gredos, con paso obligado por las Cinco Lagunas y la Laguna Grande. Para
realizar la travesía, necesitó de los servicios de Antonio, taxista y alcalde
de Bohoyo, para enlazar esta localidad con la de Navalperal de Tormes. Ahora,
casi tres años después, cuando el caminante vuelve a insistir en las agrestes
gargantas occidentales de Gredos, el cómplice de antaño se encuentra con el
hecho incuestionable de la jubilación. Curiosamente, en estos días coincidentes
con las elecciones municipales, Antonio ha terminado con su actividad de
taxista,… y de alcalde.
El segundo día del mes de junio, el caminante,
muy de mañana, sale de la Corte. Ha concertado el apoyo de un taxista de El
Barco de Ávila, que le servirá como apoyo a la travesía que lleva varios días pergeñando.
El asunto consiste en dejar la máquina infernal en Nava del Barco y, con el
concurso del taxista, comenzar en Navalguijo.
Todo resulta de acuerdo con lo planeado; a las
nueve en punto, con un día que se presume fresco en las alturas y caluroso en
los bajíos, el taxista deja al caminante junto al pilón de Navalguijo, lugar
donde comienza la ruta. Procura no hacerse demasiadas ilusiones con el mirífico
arranque del camino, pues, aunque se inicia bajo la fresca sombra de pinos y
robles, sabe que la práctica totalidad del recorrido será sin el amparo de vegetación
de porte alto. A la media hora del inicio, al tiempo que sale a la cegadora luz
de la mañana, el camino pierde su condición de carretero para convertirse en
senda. Escobas y cantuesos acompañan al caminante en su voluntad para acercarse
al sonoro rumor de la Garganta de los Caballeros.
A media ladera, como si quisiesen escenificar algún
desafecto ancestral, senda y agua se mantienen distantes. Sobre los diferentes
tonos verdes de herbazales y matojos, la espaciosa garganta ofrece al caminante
un variado surtido de colores: el morado de los cantuesos, el rabioso amarillo
de las escobas, el blanco roto y el sofocado carmín de los brezos y, como
tonalidad predominante, el radiante dorado del piorno serrano. De repente, la
suavidad del paisaje se altera con la mole granítica de La Camocha. De sus
verticales paredes, desde unos ochenta metros, la corriente del arroyo del
Horco se despeña en busca de la garganta, en lo que se conoce como Chorrera del
Lanchón. Tras la visita al lugar donde rompe el agua, vuelve el caminante a la
querencia de la garganta; sale de la vereda y, entre la vegetación, se aproxima
a la cercanía de la corriente para observar la lisura de las rocas, originada
por la fricción de la lengua de hielo del primitivo glaciar.
Tras la chorrera el valle se vuelve agreste. Las
amenazadoras paredes encajonan la corriente de agua que, en busca de su salida
natural, se torna rebelde formando infinidad de pozas y cascadas. El camino,
con la evidente intervención del hombre, progresa cosido a los cortados de la
garganta. Es la parte más angosta y áspera de la primera parte del recorrido. Terminado
el entretenido tramo rocoso, el valle vuelve a abrirse en praderas y pastos
cervunos.
Y de repente, el silencio. El agua, en un alarde
de prestidigitación, desaparece entre las blancas rocas de la garganta. El
caminante, con la duda si será así en el tramo que queda hasta la laguna,
avanza hasta el lugar donde se encuentran los restos de una antigua mina de
blenda. Allí, entre los herrumbrosos restos de la antigua maquinaria, el
caminante vuelve a reencontrarse con el ronco murmullo de la corriente. El
agua, de la misma insólita forma que despareció, vuelve a hacerse visible. En
el profundo tajo que la torrentera lleva tallando miríadas de años, se
encuentra, en una placentera composición de serbales, frondosos abedules y
algún tejo disperso, el último oasis de sombra de la subida a la laguna. Vuelve
el caminante a la senda que, unos centenares de metros más adelante, cruza a la
otra orilla al encuentro del vivificante frescor de la fuente de la Majá Baera,
donde repone agua,…y resuello. Enseguida, enmarcado en el accidentado paisaje, el
último refugio de la garganta. Junto a él, sobre una roca, quizá como forzado
tributo a las penalidades sufridas, las botas abandonadas de algún andariego de
pies maltrechos.
Regresa a la margen izquierda de la corriente y,
ya con la vista puesta en las paredes del circo glaciar, afronta los últimos repechos
antes de llegar a la primera laguna de la jornada. Bajo los amenazantes 2383 metros de los
peñascos de El Juraco, aproximadamente en la cota 1950, el encuentro con la
Laguna de los Caballeros deja perplejo al caminante. Una vez repuesto de la
impresión de tan desmedido paisaje, consulta los mapas para constatar que al
otro lado, en la parte meridional de la cuerda, se encuentra la provincia de
Cáceres. Pero su camino es justamente el contrario.
Ha tardado casi cinco horas en llegar hasta allí
y calcula, si todo se da bien, que le quedan otras tantas de camino. Escruta la
ladera que, por su parte norte, cierra la laguna, con el ánimo de encontrar el
paso más favorable entre el cerrado piornal. Aunque con la pendiente más
acusada, al fin se decide por aprovechar una lengua de piedras que se descuelga
desde el cordal. Poco a poco, ante la mirada sorprendida de las cabras, el caminante
va tomando altura sobre la laguna. Una vez arriba, abandona el verde
espectáculo de las aguas, para adentrarse, sin ninguna otra posibilidad visible,
en el dorado océano de piornos que se presenta ante él. Enredado entre la
vegetación, buscando las trochas abiertas por los animales, el caminante llega
a la cornisa del segundo circo glaciar de la jornada.
A los pies de los 2366 metros del Alto
del Corral del Diablo, tan solitaria como la anterior, aparece la Laguna de la
Nava. El caminante, que ha salido con bien del piornal, afronta una fascinadora
bajada entre bloques de piedra. Pausadamente, siempre con la vista en la lámina
de agua, llega hasta un arroyo que vierte sus aguas a la laguna. Antes de
llegar a la orilla, en medio de un verde pradal, el caminante acaba con las
provisiones. Durante el merecido descanso repasa las evidentes diferencias
entre las dos lagunas. Si la de los Caballeros es natural y de esmeraldinas
aguas, la de la Nava presenta una tonalidad turquesa y, para acumular más volumen
de agua, la intervención del hombre ha cerrado la salida natural de sus aguas
con un recio muro de piedras de doble pared.
Baja el caminante hasta el cerramiento artificial
de la laguna. Parado frente a la pared rocosa del Corral del Diablo es cuando entiende
la ajustada descripción que tiene leída sobre el lugar: el circo perfecto. Y a
su espalda, siguiendo la huída natural del agua, la rocosa garganta que baja
hasta Nava del Barco.
La senda, marcada de hitos, sortea riscos y
cascajeras. Al salir de un primer tramo de rocas, el caminante vuelve la mirada
hacia el profundo hondón donde, ya invisible, se encuentra la laguna. El
camino, en una clara adaptación a la escabrosa orografía, serpea junto a
profundos cañones y pozas cristalinas. En una de ellas, ya con las sombras
ganando terreno al solejar, hace una parada para refrescarse en sus aguas.
Tras pasar el último refugio del recorrido, a la
vera de una acequia que hurta sus aguas de las de la garganta, una cancela de
color verde marca la linde entre lo bravío y lo domeñado. El brazal que el
caminante vio nacer en libertad, se encajona ahora entre los muros de las
praderías, a las que riega por riguroso turno. Ya cerca del pueblo, en una
fuente a la que le quedan un par de semanas para perder la vida, el caminante
hace las últimas abluciones de la jornada.
Por un camino, en principo terrizo y luego cementado, entre viejos robles y
algún castaño casi en floración, llega el caminante al lugar donde dejó, casi
once horas antes, la máquina infernal. El resto: más de dos horas de camino
hasta la Corte, en cuyo caserío entra cuando la noche ha ganado la batalla a
las últimas luces de la tarde.
DOR
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