A principios de los sesenta del siglo pasado, los
cronistas de las Cortes recogieron una sabrosa anécdota parlamentaria. El
cordobés José Solís Ruiz, entonces Ministro Secretario General del Movimiento,
defendía la ampliación de horas dedicadas al deporte en detrimento de otras disciplinas
que, según el ministro, eran poco provechosas. “Más deporte y menos latín”, era el remoquete varias veces
utilizado durante sus intervenciones. Concluyó sus argumentos con una pregunta
que consideró sería el broche irrebatible de su intervención: “… ¿pues, en definitiva, para qué sirve hoy
el latín? La llamada sonrisa del régimen quedó petrificada cuando, sin
esperarlo, Adolfo Muñoz Alonso, vallisoletano de Peñafiel, que llegó a ser
rector de la Complutense y que atesoraba más conocimiento que la media del
resto de procuradores, contestó: “Por de
pronto, señor ministro, sirve para que a ustedes, los de Cabra, les llamen
egabrenses y no otra cosa”
Con la evocación de este recuerdo, el caminante intenta
argumentar las diferentes maneras de construir los topónimos de las poblaciones
de nuestra geografía. Unos, atendiendo al origen de su fundación, evolucionan
desde el fenicio, el latín, el árabe…; otros, tomando para sí el nombre de un
río o de cualquier otro accidente geográfico: picos, collados, navas, etc. Pero
existen algunos a los que resulta difícil encontrar un origen claro de su
nombre. Tal es el caso de las dos poblaciones que el caminante va ha visitar
tres días antes de las amenazadoras elecciones municipales y autonómicas:
Urraca-Miguel y Ojos-albos. De ninguna de las dos ha logrado encontrar
explicación fiable para tan curiosos nombres.
Llega a Urraca-Miguel cuando el escaso vecindario
comienza a salir a sus quehaceres. En el transcurso de los preparativos para el
comienzo de la ruta, un lugareño entrado en años, utilizando el plural
sociativo, como si estuviese preparado para hacer la ruta, se interesa por el forastero y su impedimenta:
-
¿Adónde vamos?
El caminante, que gusta de esos encuentros, levantando
la voz, pues ha observado que el buen hombre gasta sonotone, le explica, sobre
los mapas, el recorrido del día. El paisano, gran conocedor de los lugares y
caminos, sentencia:
-
Pues sí que nos vamos a dar un buen tute.
Tras más de un cuarto de hora de amena
conversación, el interlocutor, de parcos estudios pero eximio conocimiento,
cuando ya parece que está en la despedida pregunta:
-
¿Va usted a votar?
El caminante que, en el transcurso de la
conversación, viene notando un cierto resquemor contra la clase política, e
intuyendo que se trata de uno de los prosélitos del partido más multitudinario,
o sea, la abstención, responde a la gallega:
-
¿Y usted?
Es entonces cuando arde Troya. Sus cuitas
arrancan cuando el pueblo perdió su condición de municipio para, por decisión
administrativa, convertirse en pedanía de Ávila capital. Para colmo de
desgracias, más tarde, la Junta les adjudicó la instalación de un vertedero
mancomunado, que recoge la basura de unos sesenta municipios, incluida la
capital.
-
Nunca nos tocó la lotería, pero sí un
vertedero.
El caminante, que ya tiene seguro que aquel buen
hombre no va a perder el tiempo en buscar su mesa electoral, se despide de él y
comienza la tarea.
Sale del caserío con rumbo NE, por un camino que
va tomando altura sobre la población. Media hora después, el camino pierde la
traza en los verdes herbazales de un pequeño collado, donde un bóreas helador
obliga al caminante a sacar guantes y cortavientos. Eludiendo los tramos
alagados por los manaderos, baja por la ladera en busca del camino carretero
que, a contracorriente, acompaña al río Voltoya. En el horizonte, sobre la
cuerda de la sierra, docenas de aerogeneradores que, quizá por la distancia,
giran en silencio.
Sin camino, atraído por el cerrado soto y el
rumor de la corriente, el caminante baja hasta la orilla del río, la cual, para
desgracia de los visitantes, está custodiada por una valla de alambre que
recorre las dos orillas. Varias son las veces que se arrastra bajo la alambrada
para entrar y salir del coto, hasta que llega a un punto donde las rocas
impiden el paso. Busca, entonces, la segura compañía del camino, que ya no
abandonará hasta el lugar donde aquél y el río se encuentran en un vado. Es
entonces cuando debe decidir si seguir la traza que se marca al otro lado de la
corriente, o continuar, como hasta entonces, por su margen izquierda. Es el
aspecto lodoso del vado, pisoteado por el ganado, lo que decide al caminante a
no vadear el río y seguir, sin camino definido, avanzando a media ladera.
Tras el último meandro, con el soto rodeado de negras
vacas, el caminante se encuentra con la pared de la presa de Serones. Por una
deteriorada escalera de cemento, sube hasta la altura del agua. Ahora, por una
estrecha pasarela metálica, pasa al otro lado del embalse. Desde allí, dejando
la lámina del embalse en el fondo del valle, la ruta prosigue por la parte
septentrional de la cuenca del Voltoya, sobre los caminos utilizados para una
reciente repoblación forestal. Hace un alto en la marcha para intentar contar
los molinillos que festonean la línea de cerros y que, ahora sí, bufan como
bestias heridas. El poder hipnótico del giro constante de las aspas le hace
perder la cuenta en dos ocasiones, y es entonces cuando entiende el lance de
Alonso Quijano con aquellos otros molinos, menos sofisticados, que él veía como
gigantes.
Es la hora de la comida. Al amparo generoso de la
Peña de la Mora, entre tomillos, cantuesos y peonías, monta el real y descansa
durante media hora. Antes de reanudar la marcha, revisa los mapas para
localizar el siguiente hito de la jornada. En la ladera, en la base de un
resalte de cuarcitas llamado Peña Mingovela, se encuentra un abrigo rocoso
utilizado por el hombre desde hace unos siete mil años, aunque las pinturas más
antiguas están datadas en el final de la Edad del Bronce. En el vallejo del
arroyo del Corral Hondo, a escasos novecientos metros de su encuentro con el
Voltoya, el caminante distingue con claridad la situación del yacimiento. Una
empinada senda se marca en la base del farallón rocoso.
Su orientación noroeste impide la entrada de los
rayos de sol dentro del abrigo rocoso, y quizá esta situación haya permitido
que las pinturas hayan llegado hasta nuestros días. Resulta dificultoso, a la vez
que estimulante, localizar, sobre los paños de las rojizas cuarcitas, las
figuras zoomorfas y antropomorfas pintadas con pigmentos rojizos, anaranjados y
ocres. Un cartelón apoyado en la roca explica sucintamente las características
esenciales de las pinturas. Al caminante, tras el paseo por la prehistoria, le
resulta triste abandonar el lugar, pero aún le queda media legua para llegar a
Ojos-Albos, y una más para llegar al final del recorrido.
En la plaza de Ojos-Albos, bajo la sombra nueva
de un pequeño jardín, incrustado en los sillares graníticos de una recia
fuente, la cabeza de un león de bronce calma la sed del caminante. Antes ha
tenido que retirar una cántara llena de leche, que algún ojoalbino, que no
apareció, tiene bajo las fauces del león para refrigerar el contenido. Tras
ruar por las solitarias calles, toca ahora, en dirección al meridión, bajar en
busca del Voltoya.
Por las herbosas parameras progresa el caminante
hasta el verde soto del río. Tras el paso por un vulgar puente de viguetas, una
pista derecha como el cordón de una lámpara lleva al caminante hasta la curiosa
excentricidad de la espadaña de la iglesia de San Miguel Arcángel, ya en
Urraca-Miguel. Entretanto Eolo, recalcitrante, sigue soplando sobre los cerros,
para que los roncos bufidos de los aerogeneradores se conviertan en energía
eléctrica.
DOR.
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