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Puede beber el agua del río.
Al caminante, al
escuchar la sugerencia, se le debió quedar tal cara de desconcierto que el
lugareño, ya entrado en años, recalcó:
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Puede beberla, no está contaminada.
El cansancio
acumulado durante la jornada no le permite cavilar con presteza. Por un momento
queda pensativo observando el lento caminar de aquel buen hombre, alejándose hacia
la plaza. El caminante, que ha visto el resurgimiento del río Mesa a la altura
de la ermita de San Pascual Bailón, y ha acompañado su discurrir hasta el
pueblo, regresa al puente para volver a observar la corriente. No puede decirse
que sea un río turbio, pero no tiene la cristalina claridad de un arroyo de
montaña. Definitivamente, mientras en el reloj de la iglesia suenan las
campanadas de las seis de la tarde, resuelve no hacer caso a la proposición, y
decide beber y hacer sus abluciones en una fuente de cuatro caños, que se
encuentra un par de metros por debajo del nivel de la carretera.
El río Mesa tiene
la particularidad, compartida con el río Piedra del que es afluente, de nacer
en la provincia de Guadalajara y, por causa de la orogénesis, desdeñar su
muerte en la cuenca del Tajo y hacerlo en el Jalón, tributario del Ebro. Ambos
discurren por terrenos calizos, conteniendo sus aguas una elevada concentración
de carbonato cálcico. El Mesa, de caudal irregular durante el verano, lleva
miles de años apareciendo y desapareciendo a su antojo, labrando cañones y
hoces sobre aquellos terrenos calcáreos. El caminante, en una extensa jornada,
va a recorrer parte de esos escarpados cañones.
Llega a Mochales,
en el tercer día del mes de octubre, tras atravesar un océano de sabinas.
Estaciona la máquina infernal en la soledad de la inmensa plaza, en la que se
conjugan todos los poderes fácticos del municipio: el religioso, en la forma de
la iglesia de la Virgen de los Remedios; un ruinoso edificio, en cuyo balcón
ondea la bandera nacional, y que el caminante entiende representa el poder
municipal; el verdoso frontón, en el centro de la plaza, representación del
poder popular; y sobresaliendo por encima de todos ellos, en lo alto del otero,
los últimos sillares de lo que fue un castillo roquero propiedad del poder
feudal. La plaza está dedicada a la memoria de Antonio Alba, alcalde de la
localidad que fue ahorcado por las tropas francesas, acusado de suministrar
bastimentos a la Junta de Defensa de Molina de Aragón.
Decir que se sale o
entra a Mochales por un barranco resulta, a la vez, obvio y redundante. Su
situación a la orilla del río y rodeada de cerros, obliga a los mochaleros a
buscar la salida aprovechando los barrancos que rodean a la población. Por uno
de ellos, el de los Moledores, inicia el caminante su andadura. Un minúsculo
San Cristóbal enrejado en la picota de un sencillo humilladero, que aquí, en el
Señorío de Molina, se conoce como pairón, despide al caminante. Orillada al
camino la pertinaz rivalidad entre sabinas y nogueras, siendo estas últimas,
abandonadas por sus dueños, las que van perdiendo la batalla por el terreno.
Avanza por el que en los antiguos mapas figura como camino de Mochales a
Amayas, hasta que llega a un sólido muro de contención construido para
controlar imprevistas avenidas del barranco. En ese momento abandona el camino
y toma una senda que va ganando altura a la vera de una arroyada. Sale de la
barranquera por unos labrantíos resguardados en las faldas de dos cerros
simétricos, y avanza unos metros más hasta llegar a un lugar desde el que se
divisa la ermita de Santa Bárbara, perteneciente al municipio de Amayas.
El caminante, un
tanto tibio en lo religioso, entiende el miedo atávico hacia las tormentas y
comprende que, desde antiguo, el hombre haya buscado protección ante sus
devastadores efectos. Para hacerse una idea del terreno protegido por el manto
protector de la santa, sube, campo a través, hasta la sencilla ermita para
recrearse en la visión del inmenso sabinar. Por la ladera opuesta a la de
subida, ahora por el camino natural, baja hasta la carretera. Al otro lado del
asfalto se inicia un ancho camino al que, un par de máquinas, están dejando
como una pista de aterrizaje. Afortunadamente, cuando comienza a estar harto de
tanta lisura, su camino se desvía hacia unas viejas corralizas. Junto a ellas,
una vieja construcción para albergar ganado llama su atención. La rústica
cubierta de troncos y ramas queda sustentada por un muro de altura variable, y
por el seco tronco de una recia sabina que sirve como pilar central.
El camino termina
en el lugar donde se encuentra el último corral. Ahora, el caminante tiene que
avanzar por el campo abierto hasta llegar a un barranco que, de seguirlo, lo
llevaría hasta el río. Pero ese no es su camino. Cruza el barranco por el lugar
más practicable, en busca de la ancha pista que bordea el cañón del Mesa por su
parte aérea. Al llegar a Peñacova, como si la pista tuviese miedo de los hondos
barrancos, se distancia del cañón para llegar, ya entre labrantíos, hasta la
población de Anchuela del Campo. Llega a Anchuela al mismo tiempo que las
nubes. Es algo más de mediodía y el único atisbo de vida que encuentra es el de
unos operarios reparando la cubierta de un viejo caserón. Le hubiera gustado
ruar por sus calles, pero aún le quedan casi tres leguas de camino, y
desconociendo las dificultades que puede encontrar en el cañón, prefiere ganar
tiempo y pasar de largo.
Tras dejar a la
siniestra la sólida iglesia de San Miguel, el caminante busca el barranco del
arroyo Concha. Durante el descenso, las paredes del barranco van tomando altura
y el camino batalla con el seco arroyo cruzándolo en varias ocasiones. Tras
media hora de agradable paseo, el caminante llega al río Mesa, cuya exigua
corriente vadea en un par de ocasiones hasta llegar a las ruinas de un antiguo
molino harinero que, según las crónicas, funcionó hasta mediados del siglo XX.
En sus inmediaciones, como si se hubiera producido un sortilegio, la escasa
corriente del río desaparece entre las rocas kársticas del fondo del cañón. El
caminante avanza a favor de la desaparecida corriente, siguiendo las marcas
blancas y rojas del GR-66 y las blancas y azules de una senda local.
Al dejar atrás las
ruinas de un segundo molino, llega a una zona de hoces angostas y pronunciadas,
donde parece que el camino va a quedarse cortado en alguna de aquellas paredes
verticales. Llega a un punto en que el río, encajonado entre los cortados,
pierde las orillas. La señalización, ante la imposibilidad de seguir en las
épocas en las que el río lleva agua, comienza a elevarse sobre el cañón. El
caminante se detiene durante unos instantes con objeto de solventar la duda que
le produce la nueva situación. Lo seguro: continuar siguiendo las marcas del
GR; lo aventurado: arriesgarse a continuar por el profundo cañón, caminando
sobre las albas piedras del seco cauce. Aún sopesando la posibilidad de que,
más adelante, la corriente volviera a aparecer dificultando la marcha, el
caminante no lo duda y elige la opción más comprometida.
Avanza con
precaución, salvando los troncos y la maleza arrastrados durante la crecida de
la pasada primavera. El profundo silencio, solamente roto por el sordo y pesado
alear de los asustadizos buitres elevándose hacia el cielo, hace recordar al
caminante el impagable oxímoron incluido en un verso de San Juan de la Cruz: la música callada / la soledad sonora.
Ha tenido suerte.
Ha podido salir de las hoces sin encontrarse con el agua. Es en ese punto donde
se reencuentra con las marcas del GR que abandonó media legua atrás, y que
ahora vuelven a la orilla del río. El cañón se ensancha un tanto al llegar al
Tormo Melero. El Tormo de Mochales, que también se conoce por este nombre, es
una formación rocosa, a la que la erosión ha modelado de forma curiosa. Bajo su
ojo de cíclope, la huella del hombre vuelve a hacerse presente. Vuelven las
nogueras y, adosado a su base, un curioso abejar cuyo zumbido se escucha varios
metros a la redonda. A cierta distancia, el caminante hace la parada de la
comida bajo la tamizada sombra de una vieja sabina. Esta vez el menú habitual
se completa con algunas nueces que parece ya nadie cosecha, y con las moras de
los zarzales que se ofrecen a ambos lados del camino carretero que ahora se
inicia.
El camino vadea el
río en varias ocasiones. Para cruzarlo en la época que lleva agua, el municipio
colocó unas pesadas pasaderas de roca caliza, que la fuerza de la corriente se
ha encargado de desperdigar por el cauce. Los altos paredones calcáreos se van
alejando del río y las tierras de labor van ganando terreno a los eriazos. Pero
aún, en la distancia, es posible disfrutar del verde paisaje, con el
contrapunto de las rojizas manchas de los arces de Montpelier en su fase
otoñal. Como quedó dicho, a la altura de la ermita de San Pascual, el Mesa
aflora de nuevo, y el camino, orillado al río, entra en Mochales entre huertos
y girasoles.
Durante el regreso
a la Corte, el caminante, ahora sobre la máquina infernal, recuerda la placa
adosada a uno de los muros de la iglesia, en la que se rinde homenaje al
alcalde Antonio Alba. Y se imagina el escenario: unos fantoches, de brillantes
corazas y embetunadas botas, que habían hecho una revolución para librarse de
un poder absoluto, obligando, por la fuerza, a varias naciones europeas, entre
ellas España, a asumir un poder absoluto. En su esfuerzo por emular a aquellos
revolucionarios, que envolvían el pescado con las hojas de los incunables de
las abadías y catedrales, no dudaron en asesinar, saquear y destruir. Pero
nunca pensaron en que encontrarían gentes como el valiente alcalde mochalero
homenajeado, con toda justicia, por sus paisanos.
DOR
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