El caminante,
cuando se cumplen algo más de dos años desde que conoció el lugar, cumple la
promesa que se hizo en aquel momento: volver para perderse en la agreste
soledad de aquellos paisajes. Fue en junio de 2012 cuando, en compañía de otros
catorce orates, hizo una primera aproximación desde Mijares. Si en aquella ocasión
la ruta nunca rebasó la cota 1400, ahora se trataba de trataba de caminar sobre
los cordales de las sierras de la Centenera y del Artuñero. Los insensatos de
entonces, ahora con un criterio más prosaico y quizá más acertado, han
recuperado la cordura y prefieren darse un chute proteínico -chuletillas,
panceta y patatas al calderillo- bajo las frescas sombras del área recreativa
del Horcajo. Tras algunas jornadas de duda sobre la decisión a tomar, el
caminante, que siempre ha entendido que hay que comer para vivir y no lo
contrario, se decide por aceptar el reto que en su momento le propusieron
aquellos altivos picos, y se lanza a la aventura.
Llega al área
recreativa a primera hora de la mañana. Antes ha recorrido una estrecha y
sinuosa carretera, con las cunetas recamadas de alcornoques, cuyos rojizos
troncos recién pelados refulgen bajo los primeros rayos del sol, haciendo un
extraño contraste con los verdes erizos de los castaños. Nadie ha llegado
todavía. Mientras prepara la impedimenta solamente escucha el sordo susurro del
arroyo que se descuelga desde las faldas del Artuñero.
De la cuarta curva
del camino de tierra que se inicia junto al área recreativa, sale una
desdibujada senda que, con dirección hacia poniente, inicia un recorrido
ascendente. Con la cuerda de la sierra siempre a manderecha, la vereda se abre
camino entre las sombras del pinar, hasta que, después de una media hora, abandona
la vegetación de porte alto para salir a la luminosa claridad de canchales,
escobas y piornos. Bajo los amenazantes 2051 metros de La
Peluca, el caminante sigue tomando altura hasta llegar a las praderas de La
Centenera.
A pesar del
agostador verano, las praderas -praeras,
dicen por aquí- mantienen el verdor de los pastos, donde tranquilamente sestean
los animales. El caminante, agobiado por la subida y por la soleada mañana, va
encontrando consuelo y refresco en cada uno de los manaderos que encuentra a su
paso. Se sitúa sobre unas rocas y, en aquel privilegiado mirador, se detiene
durante unos minutos para intentar, si ello es posible, retener y no olvidar
aquel paisaje.
Ahora, sin camino
definido, el caminante se orienta hasta el rústico muro de piedra que separa
los términos de Mijares y Gavilanes. La cerrada vegetación hace tan dificultosa
la ascensión que, como un aprendiz de funámbulo, utiliza el inestable muro para
progresar hasta el cordal. Cuando llega a terreno abierto, ya sin dificultad,
se dirige hasta la cima del techo de la ruta: El Cabezo.
En lugar del
vértice geodésico -destrozado por el vandalismo-, los visitantes han ido
construyendo el gigantesco hito de piedras que corona la cima. Desde allí, a 2187 metros de altitud,
en una visión cuasi cenital, el caminante domina los valles del Alberche, al
norte, y del Tietar, al sur. Es entonces cuando debe orientarse hacia el
saliente, para regresar al punto de inicio. La marcada senda recorre la línea
divisoria de aguas, que coincide con la linde de los municipios de Serranillos
y Navarrevisca.
Tras media hora de
ondulado camino, llega a la cima de Cabeza Santa donde encuentra varios hitos
de piedra, colocados de tal forma que parece que alguien, con un poder
privilegiado, estuviese jugando una gigantesca e intemporal partida de ajedrez.
En mitad del imaginario tablero, hace un alto para cotejar el camino recorrido
desde El Cabezo, y el que todavía le queda por delante. Distingue claramente el
vértice geodésico sobre La Peluca, y la sucesión de picos y collados que se
alinean hasta el Puerto de Mijares. Parece un camino dificultoso, pero la
realidad es que solamente hay que seguir el muro de piedra que sirve de
separación entre los términos municipales. La senda continúa dejando el Risco
del Artuñero a la derecha y la Peña de la Bandera a la izquierda. En este
punto, en una pradera colgada sobre el balcón del Tietar, hace un nuevo alto y
trata de acercarse, sin resultado, a una manada de asustadizos caballos. En la
lejanía, por el camino que el caminante debe seguir, una pareja de andariegos
avanza hacia el puerto.
El caminante, que
ha tenido que conformarse con fotografiar a los caballos desde la distancia,
comienza la bajada. Han desaparecido las escobas, y ahora son los lacerantes
piornos los que dificultan la progresión por la estrecha senda. Llega al puerto
casi a la par que la pareja que iba por delante y, como es de ley entre
senderistas, pega la hebra para comentar la jornada. Ellos ya han llegado a su
destino, pues tienen una maquina infernal en el lugar. En el maletero una
nevera con varias botellas de agua fresca que comparten con el caminante.
El mapa del IGN
señala una antigua fuente en la bajada del puerto, en sentido contrario al
camino marcado en la ruta. Aunque ahora no necesita agua, siempre resulta
interesante conocer los recursos del entorno. Orillada a la carretera que baja
a Villanueva de Ávila y Navarrevisca, la fuente parece haber conocido tiempos
mejores. Bajo la verde ladera que sube hasta la cima del Púlpito, con el
manadero prácticamente perdido entre pisadas de ganado, el exiguo caño no
merece la confianza del caminante para beber. Se refresca y vuelve al puerto
donde debe encontrar el camino de bajada.
Tras una cancela
metálica, sin esperarlo, la agradable sorpresa de la jornada. Un joven lugareño
se ha propuesto la restauración de otra fuente de abundante y fresco caño. Para
la reconstrucción ha movido piedras de más de setenta kilos, las ha canteado y,
lo que es más importante, las ha colocado sin más ayuda que el ingenio y el
esfuerzo. Aprovechando el desnivel del terreno ha hecho rodar una roca de
grandes dimensiones, con la que piensa construir el pilón para la fuente. El
mijariego, además de buen cantero, resulta un excelente conocedor de los
caminos de la zona. Durante un buen rato hablan sobre ellos, y sobre la
posibilidad de bajar por el marcado vallejo que baja en dirección a Mijares por
debajo de la carretera.
El caminante deja
al cantero con su entretenida faena y comienza el descenso. Sin camino definido,
siguiendo el reguero de agua que baja de la fuente, llega hasta una de las
cerradas curvas de la carretera. Allí, ahora más marcado, encuentra el viejo
camino del puerto que, como una serpiente, se va adaptando al desnivel del
terreno y cruza el arroyo -cada vez con más caudal- en un par de ocasiones. El
caminante, que de seguir por el camino llegaría al pueblo, en uno de esos
cruces, abandona la compañía del agua y, ahora sin camino, se orienta hacia
poniente con la intención de llegar al Horcajo. La cerrada vegetación le obliga
a avanzar lentamente por la ladera. Al llegar al punto que estima conveniente,
inicia la subida hasta la carretera, la cruza y, orientado por la brújula, se
interna en un cerrado pinar, por el que camina sobre una mullida alfombra de
pinocha hasta llegar al área recreativa. Cuando llega son más de las siete de
la tarde, y los comensales, ahora en la merienda, apuran las últimas
provisiones.
Más tarde, cuando
la luz comienza perderse, de nuevo la sinuosa carretera, los castaños, los
alcornoques y el agradable recuerdo de diez horas de caminos, trochas y
veredas.
Algunos días
después, cuando ya tenía prácticamente cerrada la crónica, la serendipia pone
en conocimiento del caminante un curioso suceso acaecido hace casi ocho décadas.
El ocho de diciembre de 1936, el Junkers JU-52 del teniente Werner Hornschuch,
de la Legión Cóndor, fue derribado sobre la ladera del Cabezo que baja hasta
Serranillos, y que en la zona se conoce como La Picota. El informador del
caminante, a la sazón nieto del alcalde de la población en el año del suceso,
asegura que todavía quedan restos del avión. Habrá que volver para constatarlo.
DOR
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