lunes, 6 de octubre de 2014

LA SENDA DE LA SOTELA Y EL CAMINO VIEJO DEL PAULAR

Cuando, en los albores del siglo XX, el noruego Birger Sörensen se deslizaba por la nevada pendiente, desde el Alto de Las Guarramillas hasta el Puerto del Paular, nunca hubiera imaginado que su solitaria distracción iba a rebautizar aquella despoblada loma. Lo que en los antiguos mapas solamente figuraba como Peña del Águila, pasó a conocerse como Loma del Noruego. El personaje, obligado por el negocio familiar de la calle Argumosa, visitaba con frecuencia el aserradero de la Sociedad Belga de los Pinares del Paular, cerca de Rascafría. Por una de esas paradojas que tiene la vida él, que era tan aficionado a los deportes relacionados con las bajas temperaturas, murió de fiebres tifoideas a la los treinta y tres años de edad. Está considerado como el introductor de un nuevo deporte desconocido en España: el esquí.

El caminante, aprovechando que las temperaturas remiten un tanto, lía el petate y, cuando el mes de agosto va a consumir dos tercios de su sofocante vida, se dirige hasta el Puerto del Paular. Y nada mejor, y más tranquilo, que hacerlo en el tren de montaña que inicia su recorrido en Cercedilla. A pesar de ser miércoles la afluencia de senderistas es considerable, aunque muchos de ellos optan por apearse en la estación del Puerto de Navacerrada. 
   
Han pasado más de tres horas desde que el sol se desperezó por encima de La Cuerda Larga, cuando el caminante inicia el ascenso con dirección al tinglado de antenas y remontes de La Bola del Mundo. Durante la subida hace un alto sobre los 2004 metros de la Peña del Águila. En aquel privilegiado mirador, se imagina a aquel pionero del esquí bajando a toda velocidad, guardando el equilibrio con los brazos extendidos. Y también se lo imagina, con las tablas al hombro, volviendo a subir, una y otra vez, hasta Las Guarramillas. De improviso, el ciclo imparable de la vida. Tumbada en el suelo, al resguardo de los enebros rastreros, una vaca que acaba de parir, protege al desvalido ternero que rila a causa del frío relente de la mañana.




Antes de bajar al Puerto de Navacerrada se asoma al muro de piedras del Ventisquero de la Condesa, en cuyas verdes praderas toma vida el río Manzanares. Regresa a la cima, desde donde observa el trazado de las encementadas zetas que descienden hiriendo la ladera. Para evitarlas, desde el lugar donde una imagen de una Virgen esquiadora mira hacia Siete Picos, hace un vertiginoso descenso por una de las pistas de la estación invernal. Ya en el puerto, el caminante se orilla a la cuneta de la carretera que baja a San Ildefonso, y cuando ésta entra en la provincia de Segovia salta el quitamiedos metálico y se deja caer por la pendiente, en busca de la senda de La Sotela. Bajo la sombra inmensa del Pinar de Valsaín, entre helechos reverdecidos por la humedad, el camino desciende hasta un claro en el que se acumulan varios troncos recién talados, y donde el característico olor a resina se adueña del ambiente. Dos centenares de metros más adelante, tras cruzar un arroyo escaso de caudal, el camino carretero se convierte en pista asfaltada. El caminante, que para asfalto ya tiene el de Madrid, se orilla al arroyo de Las Pintadas. Por su verde ribera, pasando de una orilla a otra cuando así le conviene, va descendiendo sin otro acompañamiento que el murmullo de la corriente. Las cristalinas pozas, donde las lancurdias van y vienen con rapidez, le incitan a quedarse como un hereje adamita y darse un baño; pero la fresca brisa y la baja temperatura del agua aconsejan dejarlo para mejor ocasión.










Tras un cuarto de legua de disfrute por la orilla, el arroyo entrega sus aguas al del Paular cerca del lugar donde éste último, ya con una considerable corriente, pasa a ser el río Eresma. Es en ese momento donde al caminante abandona el rumbo norte que ha traído desde el Puerto de Navacerrada y, ahora con dirección al saliente, inicia la subida por el Camino Viejo del Paular. El camino, que todavía conserva algún tramo con el antiguo empedrado, va tomando altura culebreando entre centenarios albares. Con su destino casi a tiro de honda, el caminante para a comer en un idílico lugar. Resulta un contrasentido, pero las límpidas aguas del arroyo del Infierno resultan una beatífica bendición para sus ardorosos pies. Al terminar la bucólica, repasa el horario de trenes y autobuses; si se apresura puede tomar el autobús de las 16:35.


Durante el trayecto hacia Madrid, momentos antes de perder la consciencia y quedarse azorrado, se imagina una montaña sin remontes, y se pregunta cuantos conservarían la afición si tuvieran que subir, con las tablas al hombro, como hacía el noruego Birger Sörensen. Cuando al fin despierta del letargo vespertino, y se localiza a la entrada de la Corte rodeado por la ¿civilización?, no le queda otro consuelo que recordar la gloria infinita del arroyo del Infierno y de sus redores.

DOR

No hay comentarios:

Publicar un comentario