Cuando, en los albores del siglo XX, el noruego Birger Sörensen se
deslizaba por la nevada pendiente, desde el Alto de Las Guarramillas hasta el
Puerto del Paular, nunca hubiera imaginado que su solitaria distracción iba a
rebautizar aquella despoblada loma. Lo que en los antiguos mapas solamente
figuraba como Peña del Águila, pasó a conocerse como Loma del Noruego. El
personaje, obligado por el negocio familiar de la calle Argumosa, visitaba con
frecuencia el aserradero de la Sociedad Belga de los Pinares del Paular, cerca
de Rascafría. Por una de esas paradojas que tiene la vida él, que era tan
aficionado a los deportes relacionados con las bajas temperaturas, murió de
fiebres tifoideas a la los treinta y tres años de edad. Está considerado como
el introductor de un nuevo deporte desconocido en España: el esquí.
El caminante, aprovechando que las temperaturas remiten un tanto, lía
el petate y, cuando el mes de agosto va a consumir dos tercios de su sofocante
vida, se dirige hasta el Puerto del Paular. Y nada mejor, y más tranquilo, que
hacerlo en el tren de montaña que inicia su recorrido en Cercedilla. A pesar de
ser miércoles la afluencia de senderistas es considerable, aunque muchos de
ellos optan por apearse en la estación del Puerto de Navacerrada.
Han pasado más de tres horas desde que el sol se desperezó por encima
de La Cuerda Larga, cuando el caminante inicia el ascenso con dirección al
tinglado de antenas y remontes de La Bola del Mundo. Durante la subida hace un
alto sobre los 2004
metros de la Peña del Águila. En aquel privilegiado
mirador, se imagina a aquel pionero del esquí bajando a toda velocidad,
guardando el equilibrio con los brazos extendidos. Y también se lo imagina, con
las tablas al hombro, volviendo a subir, una y otra vez, hasta Las
Guarramillas. De improviso, el ciclo imparable de la vida. Tumbada en el suelo,
al resguardo de los enebros rastreros, una vaca que acaba de parir, protege al
desvalido ternero que rila a causa del frío relente de la mañana.
Antes de bajar al Puerto de Navacerrada se asoma al muro de piedras
del Ventisquero de la Condesa, en cuyas verdes praderas toma vida el río
Manzanares. Regresa a la cima, desde donde observa el trazado de las
encementadas zetas que descienden hiriendo la ladera. Para evitarlas, desde el
lugar donde una imagen de una Virgen esquiadora mira hacia Siete Picos, hace un
vertiginoso descenso por una de las pistas de la estación invernal. Ya en el
puerto, el caminante se orilla a la cuneta de la carretera que baja a San
Ildefonso, y cuando ésta entra en la provincia de Segovia salta el quitamiedos
metálico y se deja caer por la pendiente, en busca de la senda de La Sotela.
Bajo la sombra inmensa del Pinar de Valsaín, entre helechos reverdecidos por la
humedad, el camino desciende hasta un claro en el que se acumulan varios
troncos recién talados, y donde el característico olor a resina se adueña del
ambiente. Dos centenares de metros más adelante, tras cruzar un arroyo escaso
de caudal, el camino carretero se convierte en pista asfaltada. El caminante,
que para asfalto ya tiene el de Madrid, se orilla al arroyo de Las Pintadas.
Por su verde ribera, pasando de una orilla a otra cuando así le conviene, va
descendiendo sin otro acompañamiento que el murmullo de la corriente. Las
cristalinas pozas, donde las lancurdias van y vienen con rapidez, le incitan a quedarse
como un hereje adamita y darse un baño; pero la fresca brisa y la baja
temperatura del agua aconsejan dejarlo para mejor ocasión.
Tras un cuarto de legua de disfrute por la orilla, el arroyo entrega
sus aguas al del Paular cerca del lugar donde éste último, ya con una
considerable corriente, pasa a ser el río Eresma. Es en ese momento donde al
caminante abandona el rumbo norte que ha traído desde el Puerto de Navacerrada
y, ahora con dirección al saliente, inicia la subida por el Camino Viejo del
Paular. El camino, que todavía conserva algún tramo con el antiguo empedrado,
va tomando altura culebreando entre centenarios albares. Con su destino casi a
tiro de honda, el caminante para a comer en un idílico lugar. Resulta un
contrasentido, pero las límpidas aguas del arroyo del Infierno resultan una
beatífica bendición para sus ardorosos pies. Al terminar la bucólica, repasa el
horario de trenes y autobuses; si se apresura puede tomar el autobús de las
16:35.
Durante el trayecto hacia Madrid, momentos antes de perder la
consciencia y quedarse azorrado, se imagina una montaña sin remontes, y se
pregunta cuantos conservarían la afición si tuvieran que subir, con las tablas
al hombro, como hacía el noruego Birger
Sörensen. Cuando al fin despierta del letargo vespertino, y se localiza a la
entrada de la Corte rodeado por la ¿civilización?, no le queda otro consuelo
que recordar la gloria infinita del arroyo del Infierno y de sus redores.
DOR
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