miércoles, 27 de agosto de 2014

DESPEÑALAGUA Y EL OCEJÓN

En la amanecida, al salir de Madrid, el termómetro de la máquina infernal marca doce grados, lo que no está nada mal para tener ya arrancadas nueve hojas del mes de julio. El caminante, al que solamente le queda memoria selectiva -o sea, se acuerda de lo que le viene en gana-, evoca el principio de verano del año 2009, que resultó tan fresco como el actual. Entonces, en una ascensión a Cabezas de Hierro, un gélido bóreas le hizo tirar de cortavientos para poder aguantar unos minutos sobre la cima.

Ya mucho antes de llegar a Tamajón, la atezada imagen del Ocejón se hace dueña del  paisaje. De inmediato, ante la impactante visión, al caminante se le viene a las mientes la vieja historia de tres pendencieros hermanos, a los que el padre, harto de disputas entre aquellos, hechizó. El embrujo consistió en que pudieran verse, pero no hablarse. Para tal fin los convirtió en tres montañas: el Moncayo, el Ocejón y el Alto Rey. Cuentan los andariegos que a las tres han subido que, en los días claros, desde cualquiera de ellas son visibles las otras dos. El caminante, que desconoce su destino e ignora si alguna vez podrá completar la tríada, comienza por la subida al Ocejón.

Llega a Valverde de los Arroyos cuando han pasado diecisiete días desde que los danzantes coronados celebraron la Octava del Corpus. Es día de diario y está permitida la circulación por las calles del pueblo; pero el caminante, por aquello de evitar la contaminación visual, aparca en un amplio espacio habilitado para el menester. Deambula durante unos minutos por las calles enlosadas, dedicando especial atención a la plaza. Acostumbrado a manidas denominaciones: de España, de la Constitución,…, queda sorprendido con el llamativo nombre: plaza de María Cristina, seguramente en homenaje a la reina regente, esposa de Alfonso XII y madre de Alfonso XIII.  



Para llegar a Despeñalagua, solamente tiene que seguir, a contracorriente, la cristalina azacaya que toma su caudal de la misma poza de la chorrera. A la querencia de la corriente, sin apenas esfuerzo, el camino progresa entre huertos y sombras de castaños y rebollos, hasta que se abre en claridad cegadora de brezos y chaparros. Junto a la cascada, una inmensa noguera extiende sus ramas sobre la humedad del arroyo. Enfrentado a la pared vertical, el caminante observa la forma en que la sierpe de agua se descuelga desde casi cien metros, adaptándose al roquedo en tres tramos bien diferenciados.



El camino más asequible para subir a lo alto del chorro, supone retroceder unos trescientos metros y, junto a un afloramiento rocoso, buscar una trocha que lleva al viejo camino de Majaelrayo y el Ocejón. El caminante, al que retroceder siempre le pareció una pérdida de tiempo, se decide por una senda hitada que, con esfuerzo pero sin peligro, sube por la margen derecha de la corriente. Una vez arriba, con el Ocejón en el horizonte, avanza junto a un pinar de repoblación. Consulta el mapa y repara que seguir por aquel camino supondría acortar el recorrido y el disfrute, por lo que decide cruzar el pinar y llegar hasta el arroyo de la Pineda.


Al salir del pinar, retoma la senda que sube hasta la cuerda de la sierra. Una vez en el cordal, comienza una sucesión de picachos y collados, desde los que no resulta difícil distinguir Majaelrayo, Campillo de Ranas y, más hacia poniente, la azulada lámina de agua del embalse del Vado. El caminante, aunque sabe lo que todavía le espera, desdeña el trillado camino, y progresa por los crestones pizarrosos del Ocejoncillo. Parado junto al mojón de piedras de la cima, observa los casi cien metros de desnivel que lo separan del vértice geodésico del Ocejón. Como siempre ha pensado, y así lo tiene comprobado, la superación de ciertos retos es más una cuestión de tesón y amor propio que de esfuerzo. Pone la marcha reductora y, con parsimonia, comienza a seguir las zetas señaladas con las marcas de un PR, hasta llegar a la cumbre.




La cima es un espinazo rocoso de algo más de cien metros, donde, además del vértice geodésico, varias placas recuerdan a algunos montañeros fallecidos -no en la ascensión, sino porque les llegó su hora-. En el extremo opuesto al geodésico, un sencillo monumento de piedra guarda en su interior los restos de un misterio, en el que faltan la mula, el buey y alguna figura más. Pero lo importante no son los recuerdos de los que ya no están, ni el misterio devastado por los vándalos. Lo importante es el paisaje. El caminante intenta localizar a alguno de los hermanos a los que el padre encantó, pero, aunque es un día soleado, la calina impide una limpia visión del lejano horizonte. Sí distingue, además de los ya mencionados Majaelrayo y Campillo de Ranas, la oscura mancha del bosque autóctono de la pedanía de Palancares.




Ahíto de la exhibición paisajística que el lugar ofrece, inicia el descenso por las mismas zetas de la subida. Ahora deja el cordal a poniente y se deja envolver por las verdes praderas de gayuba, hasta llegar al vallejo donde inicia su curso el arroyo de La Pineda. En su compañía camina durante un cuarto de hora, hasta que arroyo y caminante llegan al arroyo de La Chorrera. Desde el privilegiado balcón de la parte opuesta a la que inició la subida, contempla el vertical desplome de las aguas. Después de varios intentos para atravesar la cerrada vegetación, la salvadora disposición de un viejo muro medianero le permiten llegar hasta la límpida corriente. Encerrado entre el brezal, con la única compañía del rumor de la menguada corriente, se solaza junto a una refrescante poza donde descansa durante unos minutos. Tras el consuelo a sus ardorosos pies, regresa al camino y, con los plateados tejados de Valverde ya a la vista, sube a un riscazo sombreado por un chaparro. Allí, con la espléndida vista de la eterna inmolación del arroyo, se considera tocado por la ventura.





Saboreando el paisaje, y gustando de los frutos de un cerezo cuyos coloridos dídimos cuelgan sobre el camino, regresa a la vera de la acequia que riega los huertos de la localidad. El ador de cada regante está reflejado en un estudiado cuadrante que permanece, a la vista de todo el que quiera consultarlo, en la puerta del ayuntamiento. De tal forma, sabiendo el día se sabe que vecino está haciendo uso de su turno. Bajo las losas de la plaza, una red de tubos –en la actualidad de material plástico- distribuye la benéfica corriente de agua. El caminante, que no quiere imaginarse como será el trajín forastero en un fin de semana, vuelve a disfrutar de la soledad de sus callejas.




En resumen, un día perfecto, al que solamente le ha faltado la disposición de un segundo vehiculo, en cuyo caso podía haber terminado en Majaelrayo, Campillo de Ranas,… o en Almiruete. Otra vez será.

DOR

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