En la amanecida, al salir de Madrid, el termómetro de la máquina
infernal marca doce grados, lo que no está nada mal para tener ya arrancadas
nueve hojas del mes de julio. El caminante, al que solamente le queda memoria
selectiva -o sea, se acuerda de lo que le viene en gana-, evoca el principio de
verano del año 2009, que resultó tan fresco como el actual. Entonces, en una
ascensión a Cabezas de Hierro, un gélido bóreas le hizo tirar de cortavientos
para poder aguantar unos minutos sobre la cima.
Ya mucho antes de llegar a Tamajón, la atezada imagen del Ocejón se
hace dueña del paisaje. De inmediato,
ante la impactante visión, al caminante se le viene a las mientes la vieja
historia de tres pendencieros hermanos, a los que el padre, harto de disputas
entre aquellos, hechizó. El embrujo consistió en que pudieran verse, pero no
hablarse. Para tal fin los convirtió en tres montañas: el Moncayo, el Ocejón y
el Alto Rey. Cuentan los andariegos que a las tres han subido que, en los días
claros, desde cualquiera de ellas son visibles las otras dos. El caminante, que
desconoce su destino e ignora si alguna vez podrá completar la tríada, comienza
por la subida al Ocejón.
Llega a Valverde de los Arroyos cuando han pasado diecisiete días desde
que los danzantes coronados celebraron la Octava del Corpus. Es día de diario y
está permitida la circulación por las calles del pueblo; pero el caminante, por
aquello de evitar la contaminación visual, aparca en un amplio espacio
habilitado para el menester. Deambula durante unos minutos por las calles
enlosadas, dedicando especial atención a la plaza. Acostumbrado a manidas
denominaciones: de España, de la Constitución,…, queda sorprendido con el
llamativo nombre: plaza de María Cristina, seguramente en homenaje a la reina
regente, esposa de Alfonso XII y madre de Alfonso XIII.
Para llegar a Despeñalagua, solamente tiene que seguir, a
contracorriente, la cristalina azacaya que toma su caudal de la misma poza de
la chorrera. A la querencia de la corriente, sin apenas esfuerzo, el camino
progresa entre huertos y sombras de castaños y rebollos, hasta que se abre en
claridad cegadora de brezos y chaparros. Junto a la cascada, una inmensa
noguera extiende sus ramas sobre la humedad del arroyo. Enfrentado a la pared
vertical, el caminante observa la forma en que la sierpe de agua se descuelga
desde casi cien metros, adaptándose al roquedo en tres tramos bien
diferenciados.
El camino más asequible para subir a lo alto del chorro, supone
retroceder unos trescientos metros y, junto a un afloramiento rocoso, buscar una
trocha que lleva al viejo camino de Majaelrayo y el Ocejón. El caminante, al
que retroceder siempre le pareció una pérdida de tiempo, se decide por una
senda hitada que, con esfuerzo pero sin peligro, sube por la margen derecha de
la corriente. Una vez arriba, con el Ocejón en el horizonte, avanza junto a un
pinar de repoblación. Consulta el mapa y repara que seguir por aquel camino
supondría acortar el recorrido y el disfrute, por lo que decide cruzar el pinar
y llegar hasta el arroyo de la Pineda.
Al salir del pinar, retoma la senda que sube hasta la cuerda de la
sierra. Una vez en el cordal, comienza una sucesión de picachos y collados,
desde los que no resulta difícil distinguir Majaelrayo, Campillo de Ranas y,
más hacia poniente, la azulada lámina de agua del embalse del Vado. El
caminante, aunque sabe lo que todavía le espera, desdeña el trillado camino, y progresa
por los crestones pizarrosos del Ocejoncillo. Parado junto al mojón de piedras
de la cima, observa los casi cien metros de desnivel que lo separan del vértice
geodésico del Ocejón. Como siempre ha pensado, y así lo tiene comprobado, la superación de ciertos retos es más una
cuestión de tesón y amor propio que de esfuerzo. Pone la marcha reductora y, con
parsimonia, comienza a seguir las zetas señaladas con las marcas de un PR,
hasta llegar a la cumbre.
La cima es un espinazo rocoso de algo más de cien metros, donde,
además del vértice geodésico, varias placas recuerdan a algunos montañeros
fallecidos -no en la ascensión, sino porque les llegó su hora-. En el extremo
opuesto al geodésico, un sencillo monumento de piedra guarda en su interior los
restos de un misterio, en el que faltan la mula, el buey y alguna figura más.
Pero lo importante no son los recuerdos de los que ya no están, ni el misterio
devastado por los vándalos. Lo importante es el paisaje. El caminante intenta
localizar a alguno de los hermanos a los que el padre encantó, pero, aunque es
un día soleado, la calina impide una limpia visión del lejano horizonte. Sí
distingue, además de los ya mencionados Majaelrayo y Campillo de Ranas, la
oscura mancha del bosque autóctono de la pedanía de Palancares.
Ahíto de la exhibición paisajística que el lugar ofrece, inicia el
descenso por las mismas zetas de la subida. Ahora deja el cordal a poniente y se
deja envolver por las verdes praderas de gayuba, hasta llegar al vallejo donde
inicia su curso el arroyo de La Pineda. En su compañía camina durante un cuarto
de hora, hasta que arroyo y caminante llegan al arroyo de La Chorrera. Desde el
privilegiado balcón de la parte opuesta a la que inició la subida, contempla el
vertical desplome de las aguas. Después de varios intentos para atravesar la
cerrada vegetación, la salvadora disposición de un viejo muro medianero le
permiten llegar hasta la límpida corriente. Encerrado entre el brezal, con la
única compañía del rumor de la menguada corriente, se solaza junto a una
refrescante poza donde descansa durante unos minutos. Tras el consuelo a sus
ardorosos pies, regresa al camino y, con los plateados tejados de Valverde ya a
la vista, sube a un riscazo sombreado por un chaparro. Allí, con la espléndida
vista de la eterna inmolación del arroyo, se considera tocado por la ventura.
Saboreando el paisaje, y gustando de los frutos de un cerezo cuyos
coloridos dídimos cuelgan sobre el camino, regresa a la vera de la acequia que
riega los huertos de la localidad. El ador de cada regante está reflejado en un
estudiado cuadrante que permanece, a la vista de todo el que quiera
consultarlo, en la puerta del ayuntamiento. De tal forma, sabiendo el día se
sabe que vecino está haciendo uso de su turno. Bajo las losas de la plaza, una
red de tubos –en la actualidad de material plástico- distribuye la benéfica
corriente de agua. El caminante, que no quiere imaginarse como será el trajín
forastero en un fin de semana, vuelve a disfrutar de la soledad de sus
callejas.
En resumen, un día perfecto, al que solamente le ha faltado la
disposición de un segundo vehiculo, en cuyo caso podía haber terminado en
Majaelrayo, Campillo de Ranas,… o en Almiruete. Otra vez será.
DOR
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