martes, 5 de agosto de 2014

LOS ESCARPES CARPETANOS

El caminante, frágil de memoria, recurre a los libros de texto que actualmente sufren los educandos, pero, como se temía, no encuentra lo que busca. A la postre, ha tenido que ayudarse de una antigua edición de la enciclopedia Álvarez, para llegar al redundante titulo de ésta crónica. Hace ya más de veinte siglos, el geógrafo griego Estrabón -del que apuntan escribía por referencias de otros, pues nunca estuvo en la península-, seguramente como consecuencia de la costumbre de agruparse sobre los cerros dominantes, llamaba karpetanoi a los habitantes de estas tierras. De tal modo que el nombre Carpetania parece que no tiene su origen en una unidad social, y sí en la unidad geográfica. Para griegos, cartagineses y romanos, los carpetanos eran los que habitaban en los escarpes

La de los Montes Carpetanos es una alineación montañosa, perteneciente a la Sierra de Guadarrama, que arranca, siempre en dirección NE, en el lugar donde el macizo de Peñalara comienza a perder sus amenazadoras alturas. Desde el Collado de Quebrantaherraduras, coincidente con la divisoria de aguas y de términos de las provincias de Segovia y Madrid, comienza una línea de alturas, con una longitud cercana a las diez leguas, que llega hasta el Puerto de Somosierra. El cordal, practicable en su totalidad, va enhebrando cotas y collados con altitudes entre los mil setecientos y los dos mil doscientos metros. Además de los ya mencionados, su traza recorre históricos puertos de montaña: Los Poyales, El Reventón, Las Calderuelas, Malagosto, Navafría -el único asfaltado-, Linera, Peña Quemada, La Acebeda,…
    
En el día en que da comienzo la segunda quincena del mes de junio, con una previsión meteorológica de cuarenta grados para el valle del Guadalquivir, Braojos recibe al caminante con una temperatura mañanera de ocho grados. Hace tiempo que amaneció, pero la luna, suspendida sobre la vertical de Peñalara, se resiste a abandonar el paisaje. 


Abandonada la máquina infernal junto a la cancela de un negocio rural, comienza una tendida subida hacia el cordal carpetano.


A media legua de iniciado el camino, hace un alto para tomar referencias sobre el paisaje: hacia el sur quedan el extenso valle del Lozoya, los campos de Gascones, Villavieja y el embalse de Riosequillo; hacia el norte el Puerto de Somosierra. Cuando tiene el caserío de La Acebeda a algo más de media legua, abandona la monótona pista y tomando como referencia el añoso muro de la dehesa boyal braojeña, progresa por una desdibujada senda perdida entre santolinas y escobas en flor.


Tras la bucólica estampa, el cruce de caminos al que llega podría poner alguna duda en la ruta; pero no. El camino evita rodeos y se marca sobre la traza del cortafuego que asciende hasta la Peña de la Muela. Los continuos toboganes van acercando al caminante hasta la divisoria. Con la solitaria compañía del ganado que tranquilamente pasta en las húmedas praderías, llega hasta la redondeada cima de Peña Quemada, donde un vértice geodésico deja constancia de sus más de mil ochocientos metros de altura. En ese punto, catorce kilómetros separan al caminante del Puerto de Somosierra y, en sentido contrario, casi cuarenta del macizo de Peñalara.



A algo menos de un kilómetro, en dirección hacia el ocaso, entre pinos achaparrados por la adversa climatología, toma un olvidado camino carretero que desciende a media ladera. El desdibujado camino le obliga a poner atención en su seguimiento, hasta llegar a la limpia corriente del arroyo de La Trocha, cuya compañía no abandonará hasta el final de la ruta. Junto a la corriente el verde helechal da cobijo a varias familias de acebos, algunos de grandioso porte. Durante el descenso, en un recodo del carril, el caminante tiene que lidiar con varias vacas que han hecho del camino su sestil particular. Pasado el trance, caminando a la vera del cauce, va desechando lugares para el descanso, con la seguridad de que siempre hallará uno mejor que el anterior. Una vez tomada la decisión, asienta los reales bajo la difuminada sombra de un fresno. En el verde calvero come y descansa durante media hora.







Tras el oportuno remojón de pies, sin camino definido, sigue el curso del arroyo hasta llegar a un antiguo molino, hoy rehabilitado como casa de campo, desde donde se avista la torre de la iglesia de San Vicente y, más allá, recortadas sobre las nubes, las inconfundibles siluetas del Mondalindo y de la dentada Sierra de la Cabrera.




Antes de entrar al caserío bajo la vía del tren, el sobrante del depósito de aguas, en forma de fresco y abundante caño, se ofrece al caminante como último regalo de la tarde. 



DOR

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