El caminante, frágil de memoria, recurre a los libros de texto que
actualmente sufren los educandos, pero, como se temía, no encuentra lo que busca. A la postre, ha tenido que ayudarse de una antigua edición de la
enciclopedia Álvarez, para llegar al redundante titulo de ésta crónica. Hace ya
más de veinte siglos, el geógrafo griego Estrabón -del que apuntan escribía por
referencias de otros, pues nunca estuvo en la península-, seguramente como
consecuencia de la costumbre de agruparse sobre los cerros dominantes, llamaba karpetanoi a los habitantes de estas
tierras. De tal modo que el nombre Carpetania parece que no tiene su origen en
una unidad social, y sí en la unidad geográfica. Para griegos, cartagineses y
romanos, los carpetanos eran los que
habitaban en los escarpes.
La de los Montes Carpetanos es una alineación montañosa, perteneciente
a la Sierra de Guadarrama, que arranca, siempre en dirección NE, en el lugar
donde el macizo de Peñalara comienza a perder sus amenazadoras alturas. Desde
el Collado de Quebrantaherraduras, coincidente con la divisoria de aguas y de
términos de las provincias de Segovia y Madrid, comienza una línea de alturas, con
una longitud cercana a las diez leguas, que llega hasta el Puerto de Somosierra.
El cordal, practicable en su totalidad, va enhebrando cotas y collados con
altitudes entre los mil setecientos y los dos mil doscientos metros. Además de
los ya mencionados, su traza recorre históricos puertos de montaña: Los
Poyales, El Reventón, Las Calderuelas, Malagosto, Navafría -el único
asfaltado-, Linera, Peña Quemada, La Acebeda,…
En el día en que da comienzo la segunda quincena del mes de junio, con
una previsión meteorológica de cuarenta grados para el valle del Guadalquivir,
Braojos recibe al caminante con una temperatura mañanera de ocho grados. Hace tiempo que amaneció, pero la luna,
suspendida sobre la vertical de Peñalara, se resiste a abandonar el paisaje.
Abandonada la máquina infernal junto a la cancela de un negocio rural, comienza una tendida subida hacia el cordal carpetano.
A media legua de iniciado el camino, hace un alto para tomar referencias
sobre el paisaje: hacia el sur quedan el extenso valle del Lozoya, los campos
de Gascones, Villavieja y el embalse de Riosequillo; hacia el norte el Puerto
de Somosierra. Cuando tiene el caserío de La Acebeda a algo más de media legua,
abandona la monótona pista y tomando como referencia el añoso muro de la
dehesa boyal braojeña, progresa por una desdibujada senda perdida entre santolinas y escobas en flor.
Tras la bucólica estampa, el cruce de caminos al que llega podría
poner alguna duda en la ruta; pero no. El camino evita rodeos y se marca sobre
la traza del cortafuego que asciende hasta la Peña de la Muela. Los continuos
toboganes van acercando al caminante hasta la divisoria. Con la solitaria
compañía del ganado que tranquilamente pasta en las húmedas praderías, llega
hasta la redondeada cima de Peña Quemada, donde un vértice geodésico deja
constancia de sus más de mil ochocientos metros de altura. En ese punto,
catorce kilómetros separan al caminante del Puerto de Somosierra y, en sentido
contrario, casi cuarenta del macizo de Peñalara.
A algo menos de un kilómetro, en dirección hacia el ocaso, entre pinos
achaparrados por la adversa climatología, toma un olvidado camino carretero que
desciende a media ladera. El desdibujado camino le obliga a poner atención en
su seguimiento, hasta llegar a la limpia corriente del arroyo de La Trocha,
cuya compañía no abandonará hasta el final de la ruta. Junto a la corriente el
verde helechal da cobijo a varias familias de acebos, algunos de grandioso
porte. Durante el descenso, en un recodo del carril, el caminante tiene que
lidiar con varias vacas que han hecho del camino su sestil particular. Pasado
el trance, caminando a la vera del cauce, va desechando lugares para el
descanso, con la seguridad de que siempre hallará uno mejor que el anterior. Una
vez tomada la decisión, asienta los reales bajo la difuminada sombra de un
fresno. En el verde calvero come y descansa durante media hora.
Tras el oportuno remojón de pies, sin camino definido, sigue el curso
del arroyo hasta llegar a un antiguo molino, hoy rehabilitado como casa de
campo, desde donde se avista la torre de la iglesia de San Vicente y, más allá,
recortadas sobre las nubes, las inconfundibles siluetas del Mondalindo y de la
dentada Sierra de la Cabrera.
Antes de entrar al caserío bajo la vía del tren, el sobrante del
depósito de aguas, en forma de fresco y abundante caño, se ofrece al caminante como
último regalo de la tarde.
DOR
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