En armoniosa equidistancia, tendido sobre el valle
que forman la peñascosa ladera meridional del Mondalindo y la verde pinada de
Cabeza Arcón, Bustarviejo se resguarda del traicionero bóreas que, tras airear
el valle que riega el río Lozoya, llega desde los nevazos que blanquean el
cordal de los Montes Carpetanos. Y no es solamente protección lo que recibe de
las cumbres; la especial configuración del terreno dota a la población de una
gran cantidad de fuentes y manaderos –algunos de ellos estacionales-, que un censo
municipal, quizá excedido, estima en más de doscientos. El caminante, en el día
de hoy, segundo viernes de marzo, tendrá ocasión de visitar algunas de esas
surgencias. Queda aplazada para una próxima ocasión el encuentro con El Mondalindo,
para, en el día de hoy, realizar el cumplimiento que se merece el macizo, algo
más modesto pero también interesante, formado por El Pendón y Cabeza Arcón.
Dual, y por lo tanto incierto, es el origen
concreto del topónimo del municipio. En la provincia de Segovia -a la que
Bustarviejo perteneció administrativamente hasta 1833-, la localidad de
Carbonero el Mayor venera a la Virgen del Bustar, nombre de origen latino que
hace referencia al lugar donde se quema,
ya que Carbonero adquirió gran fama por la fabricación de carbón de encina. Es
una hipótesis que podría aplicarse a Bustarviejo, pues en el piedemonte del
cerro del Pendón existe una importante mancha de encinar, que bien pudo ser más
amplia, y que todavía se extiende por los municipios colindantes. Pero,
resultando interesante la anterior, la teoría más aceptada es que dimana de bostar, desusado vocablo que el DRAE asimila
al término boyera: corral o establo donde
se recogen los bueyes. Y así, dando por buena ésta última, el pleno de la
corporación acordó el diseño del escudo del municipio, cuyo significado queda
explicado por la heráldica con su habitual jerga: Escudo Partido. Primero, cortado encajado de plata y de gules, cargado
con dos bueyes de lo uno en lo otro. Segundo, de gules, un acueducto de dos
órdenes sobre rocas, moviente de los flancos, todo de plata. Al timbre, Corona
Real Española. La pareja de bueyes por lo antedicho, y la figura del
acueducto como recuerdo a la antigua subordinación a la Comunidad de Villa y
Tierra de Segovia.
La mañana está fría. El caminante, que ha llegado
desde La Corte en autobús, al apearse siente de inmediato el fustigante cambio
de temperatura. En el poyo de granito que abraza y engalana el remozado pilón
de la Fuente Grande, al tiempo que prepara los arreos necesarios para la
jornada, se conforta bajo los tímidos rayos de sol que comienzan a asomar sobre
los tejados. Por debajo del nivel del terreno, a los pocos metros de la
anterior, en la calle del mismo nombre, la fuente de la Cañita sigue manando desde
tiempos que se pierden en la memoria de los bustareños.
Con la referencia visual de los muros del
camposanto y, sobre todo, de una moderna antena de telefonía, el caminante,
orientado hacia el meridión, comienza una llevadera subida. El camino, descarnado
por el uso incontrolado de los vehículos a motor, serpea, entre bolos
graníticos y manaderos helados, en busca de la parte alta de un extenso pinar.
Tras un par de quilómetros de subida, el collado presenta, además de la
recorrida, otras tres alternativas diferentes. Mientras recupera el aliento, plantado
en el cuadrivio por el que tendrá que pasar en una segunda ocasión, sopesa la
decisión a tomar. A la siniestra, los desafiantes 1545 metros de la cresta
rocosa del Pendón despejan la duda inicial del caminante. Una senda, apenas
marcada, va hilvanando pedregosos mogotes hasta llegar al vértice geodésico de
la cima rocosa. Sobre la peana del cipo, con la única compañía del helador
viento que llega desde las cercanas nieves, el caminante trata de poner orden
al rimero de nombres que le vienen a la mente. Al saliente, más allá del Puerto
del Medio Celemín, las inconfundibles crestas quebradas de la Sierra de la
Cabrera, con la Sierra de Ayllón en el perdido horizonte; al septentrión, sobre
el caserío de Bustarviejo, el ya nombrado Mondalindo y la Cabeza de la Braña;
hacia poniente, con la apariencia de una tarjeta postal, una cohorte de
deleitosas imágenes que comienza con la Cuerda de la Vaqueriza, continúa con la
rotunda cima nevada de La Najarra y termina, en un fondo difuminado de grises,
con la abrupta línea de canchos de La Pedriza.
Por la parte opuesta a la que subió, inicia el
descenso. Terminado el riscal, las jaras se apoderan del terreno, y es entonces
cuando el caminante debe poner toda su atención para no quedar encerrado entre
la vegetación. Tras rectificar en varias ocasiones, ya en el fondo del valle, logra
salir de la enmarañada ladera. Aventurado y pretencioso sería considerar el
lugar como el circo de un antiguo glaciar, pero se asemeja bastante. Se trata
de un profundo hondón, conocido por los bustareños como El Badén, que se
encuentra enclaustrado en la herradura montañosa que, con una forma casi
perfecta, dibujan las elevaciones mencionadas del Pendón y Cabeza Arcón en los
costados, y la Peña del Rayo en el cierre de la cabecera. Una inmensa nava, alagada
por los incontables manaderos de las laderas, queda encerrada dentro de un
rústico muro de colosales dimensiones. Y dentro de la quietud de aquel
perímetro de más de un quilómetro de mampuestos pacientemente colocados, una
solitaria yegua va y viene por el herboso pradal. Casi en el centro geométrico
de la nava, como atraídas por una fuerza invisible, las aguas se agrupan en un
arroyo de claras aguas que, de forma natural, huye por la parte meridional de
la herradura, y al que los lugareños, para evitar innecesarios debates
semánticos, tienen bautizado con el más que sensato nombre de Arroyo de
Navacerrada.
Mientras el arroyo, con un recorrido de apenas
una legua, se escapa del cercado en busca del Guadalix, el caminante, en
sentido contrario, reinicia la marcha por el camino que se inicia junto al
muro, y al que acompaña durante unos metros. Con el collado a la vista, y ante
las dos alternativas que presenta la ladera, se decide por la senda que se
confunde con el hilo de agua que baja de la Fuente de la Víbora. Como tiene por
costumbre en los casos de veneros poco visitados, el caminante dedica unos
minutos a limpiar de ovas y ajomates el caño del manadero.
Al pie de la Peña del Rayo, de nuevo en el cruce
de caminos por el que pasó horas antes, ahora con dirección a poniente, el
caminante, alternando el bosque de albares con el de bolos graníticos de extrañas
formas, inicia la subida hacia la cota más alta de la jornada. El excelente miradero
de Peña Arcón añade, a los ya conocidos, el paisaje de la vista casi cenital
del vistoso valle que une las poblaciones de Bustarviejo y Miraflores, y que ya
aparece en el Libro de la Montería con el definitorio nombre de Val Fermoso. Por el umbroso valle transitan,
en aparente buena comunión, el arroyo que se forma en el collado de Hernán
García, la Cañada Real Segoviana, el GR-10 y la carretera M-610. En un continuo
subir y bajar, ahora con el rumbo orientado hacia el sur, el caminante va
superando las alturas que conforman el cordal, hasta llegar a la zona herbosa
donde se encuentra la Fuente del Mostajo. Al igual que en la de la Víbora,
procede a la oportuna limpieza de caño y buzón, pues será la última ocasión de
refrescarse en lo que queda de recorrido. Desde la fuente, siempre hacia el
mediodía, la senda se abre en dos; y cualquiera de las dos opciones es buena
para llegar a la vía férrea de la línea Madrid-Burgos. El caminante, que ha
elegido el vallejo que se forma a los pies de la fuente, comienza un decidido
descenso hasta llegar a una zona de praderas y corralizas. Tras cruzar la vía
por el único lugar habilitado para el menester, orientado hacia el saliente, un
camino de excelente traza se va aproximando a los tejados de Navalafuente, que
ya comienzan a aparecer en el horizonte. Ahora, encerrado por vallados y cercas,
el camino vecinal entretiene a los visitantes con una batería de tablillas
explicativas, donde el municipio, con criterio docente, señala las
particularidades de algunas de las especies botánicas que crecen en los
linderos. Entretenido con la acertada y cuidadosa explicación dendrográfica de
fresnos, sauces, encinas, quejigos, abedules, robles y chopos, el caminante,
que ha empleado más tiempo del previsto en la lectura, llega a Navalafuente con
el tiempo justo de tomar el autobús que lo devolverá a La Corte.
Durante el regreso, en ese placentero duermevela
que, a partes iguales, provocan el cansancio, el runrún del motor y los tibios
rayos de sol que entran por la ventanilla, una imagen aparece de forma
recurrente sobre las demás: la infinita soledad de la yegua cuatralba, retenida
sobre el pardo herbazal de la majada de El Badén.
DOR
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