Es el último domingo del mes de enero, día
ciertamente desacostumbrado para las andanzas del caminante. Tan extravagante
elección no tiene más misterio que el de disponer de más tiempo para realizar
la travesía prevista. La diferencia horaria en la salida del autobús de
Rascafría hacia La Corte, según sea laborable o festivo, es de hora y media. El
día feriado hace más probable la realidad de encontrar masificados algunos de
los puntos del recorrido; pero es esa hora y media la que proporciona el margen
de tranquilidad que el caminante necesita para terminar la empresa sin apuros,
teniendo en cuenta el largo y enmarañado camino que le espera y, sobre todo, conociendo que no existe otro servicio de transporte hasta el día siguiente.
A primera hora de la mañana, el intercambiador de
Plaza de Castilla presenta una apariencia tranquila. Algunos mochileros y,
sobre todo, grupos de jóvenes soñolientos que regresan a sus casas, aguardan
pacientemente la salida escalonada de los autobuses. En un laberinto de
niveles, islas y dársenas, el caminante localiza el que lo llevará hasta
Miraflores de la Sierra, donde, tras algo menos de una hora de camino, se apea
en la primera parada de la población.
El vial adoquinado culebrea entre los muros de
piedra de una heterogénea urbanización que, a tan temprana hora, encierra el
silencio de numerosas edificaciones. Al llegar a la vera de la rumorosa
corriente del Guadalix, acabado el caserío, en el lugar nombrado Fuente del
Cura, el camino, ahora terrizo, comienza una perseverante subida que ya no dará
respiro al caminante hasta coronar el Puerto de la Morcuera. Encajonado entre
el murmullo del río y la sombra del pinar que baja de las estribaciones de la
Najarra, el carril llega hasta el embalse que abastece a la población. Desde
allí, siguiendo las difusas marcas de un PR, el camino, ahora tenue senda,
progresa sobre las verdes praderas a las que riegan los arroyos de la Vejiga y
de la Media Luna. Tras un último esfuerzo por un terreno recientemente removido
por las máquinas, llega el caminante al aparcamiento del puerto, donde un
sinnúmero de niños y adultos libran sonoras disputas con los escasos restos de
la última nevada.
Tras la batahola, después de sobrepasar el inicio
del PR que recorre la divisoria de aguas de la Cuerda Larga, el caminante, arrimado
al pinar, se deja llevar por el sendero que corre paralelo al recién formado
arroyo de La Najarra, el cual, a pesar de su mocedad, presenta un considerable
caudal por mor del deshielo de la ladera septentrional de la línea de cumbres.
En no más de un cuarto de hora de camino, llega el caminante a la pista
forestal que desciende del refugio de La Morcuera. Allí, en vista de la
impetuosa crecida de la corriente y para evitar complicaciones posteriores, decide
continuar por la margen derecha del arroyo. Con la gratificante compañía del
agua, el caminante se deja llevar por la bondad de un terreno andadero como
pocos. En un continuo muestrario de verdes praderas, saltos de agua, pozas
cristalinas y blancas espumas, la corriente fluye ruidosa hasta su encuentro
con el arroyo del Aguilón. Antes, en la trasera de las antiguas instalaciones
de un vivero, en un bucólico entorno, dos pequeños refugios permiten la
pernocta a los andariegos que así se lo propongan.
El Aguilón, que ya baja abundante de aguas desde
su nacimiento en la ladera de la cumbre de Navahondilla, toma la apariencia de
un río de montaña cuando recibe el saltarín caudal del arroyo de La Najarra, y
de otros de menor entidad. Es en ese lugar cuando el terreno pierde la
afabilidad mostrada hasta entonces. Las rocas y barranqueras se apoderan del
paisaje, y la corriente brama en cada salto,… en cada recodo. Ha llegado a la
apabullante fragosidad del Hueco de los Ángeles; y es entonces cuando el
caminante se ve obligado a despedirse de la cercanía del agua. Orientado por el
lejano coruscar de la corriente que discurre sobre el fondo del cañón, a través
de un continuo tobogán de escarpes rocosos, con la intuición como única
consejera, busca en cada risco la mejor opción para superarlo. Y como no hay
esfuerzo sin premio, en el último recodo de la profunda barranquera, el
estruendo del agua recompensa el tesón del caminante.
Empequeñecido por tan increíble entorno, el
caminante no sabe adonde prestar atención. Hacia el norte, en el sentido de la
corriente, colgado de la falda meridional de los Montes Carpetanos, el lejano
caserío de Rascafría; a sensu contrario el valle por el que ha discurrido tan
impagable recorrido; sobre su cabeza, sostenidos por las térmicas que se
generan en el cañón, una docena de buitres muestran la serena majestuosidad de
su vuelo; y abajo, en el fondo de la profunda garganta, quizá sustentada por
una legión de ángeles a los que hace referencia el topónimo, la primera de las
Cascadas del Purgatorio. Acezante, va y viene tratando de encontrar la forma de
llegar al fondo de la falla donde rompe el chorro. Tras unos minutos de
búsqueda localiza una trocha terriza que desciende ceñida entre las rocas. Con
precaución el caminante se descuelga por la pendiente hasta llegar a la orilla
del agua, donde, por desgracia, un saliente rocoso tapa la visión completa del
chorro. A los pocos metros, en una segunda falla del terreno, la corriente
vuelve a dar un salto al vacío. Es el rompiente de una segunda cascada, de
menor altura, que es el destino final de todos los andariegos que llegan allí
desde el Monasterio del Paular. La humedad de las rocas le hace desistir de
intentar el paso directo entre los dos lugares. Para salvar el obstáculo,
vuelve a servirse de la trocha por la que bajó. Superado el trance, otra vez
sobre la atalaya rocosa, al caminante no le queda más solución que bajar al
entablado instalado junto a la corriente para, a su pesar, sumarse a la legión
de visitantes que se agolpan en el lugar. Es el peaje de un día festivo. Con
denuedo, entre un sinfín de cabezas, logra el encuadre del chorro que,
indiferente ante tanto admirador, rompe a escasos metros del miradero.
A la estimulante soledad de la mañana, se opone
ahora la desabrida algarabía de todos los que van y vienen por el concurrido
camino. De tal forma que, durante más de un cuarto de hora, podría haber hecho
el camino con los ojos cerrados, guiado por la conversación del grupo que va
delante. Harto de caminar como la procesionaria del pino, el caminante abandona
el camino y la compañía, y vuelve a orillarse a la margen derecha de arroyo,
donde retornan las praderas y las pozas cristalinas. Más allá del lugar donde
el Aguilón entrega sus aguas al Lozoya, antes de llegar al Puente del Perdón, ataja
entre el robledal con dirección a Rascafría, adonde llega con el suficiente
tiempo de hacer una somera visita.
A la hora prevista, con casi lleno hasta la
bandera -otro lógico y previsible inconveniente de un día festivo-, sale el
autobús que, tras casi tres horas de viaje y de dar servicio a casi todas las
poblaciones del Valle del Lozoya, y a muchas del corredor de la N-1, entra en
La Corte bajo las amenazadoras siluetas de las cuatro torres del Paseo de la
Castellana. Aunque, a esa última hora de la tarde, el ajetreo es claramente
superior al del inicio de la jornada, el intercambiador no ofrece una sensación
tan agobiante como la que el caminante sintió en el concurrido mirador del
Purgatorio.
DOR
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