lunes, 4 de abril de 2016

EL NACEDERO DEL AGUISEJO

Por los Reyes, lo notan los bueyes;…”. El viejo refrán, sentencioso como pocos, alerta del modo en que, según avanza el calendario, la luz va ganando minutos a la oscuridad. Desde el solsticio de invierno, la distancia temporal entre orto y ocaso ha ido aumentando a razón de más de un minuto por día. Son quince los días transcurridos entre el solsticio y la Epifanía, y el refranero concede a los animales la capacidad de advertir los casi veinte minutos ganados a las tinieblas. Al hombre, el más torpe de los animales en un escenario natural, le otorga dicha capacidad cuando han pasado treinta días desde el solsticio, dando remate al refrán: “… y por San Sebastián, el gañan.” El caminante, justo en el miércoles intermedio entre los de la Epifanía y San Sebastián, con la luz vespertina en inexorable progresión, se propone saldar una vieja deuda con el manadero del río Aguisejo.

La roncadera de la máquina infernal, con la que no contó en las últimas salidas, parece sonar de forma distinta. ¿De júbilo por la andanza? ¿De hastío por el madrugón? Dada su condición inanimada, es seguro que nunca se sabrá, pero… suena diferente. Antes de la amanecida, con una temperatura más consonante con el invierno que las sufridas hasta ahora, el caminante pone rumbo hacia la lejana Sierra de Pela, lugar donde convergen las provincias de Guadalajara, Segovia y Soria.

Tras más de dos horas de viaje, llega el caminante a Villacadima. Abandonado en 2003, su caserío, con excepción de su recia iglesia, es la viva estampa de la desolación. En la actualidad, algunos de los antiguos habitantes, o quizá sus descendientes, han emprendido un lento regreso al lugar y, en esta pedanía de Cantalojas, las remozadas edificaciones comienzan a elevarse sobre las rojizas ruinas. Sobre una solera de cemento, a la vera de un viejo caserón, construido, según atestigua una inscripción, en 1917, y que ha resistido con dignidad los embates del tiempo, manea la máquina infernal. En el exterior, tres grados negativos.

Hacia poniente, junto al conjunto que forman el camposanto y la ermita de San Roque, se inicia una descarnada barranquera que se encajona entre cerradas pinadas de albares y paredes calizas de curiosas formas. Tras casi una hora de andadura, el sendero abandona la provincia de Guadalajara para entrar en la de Segovia. A la altura de unas tinadas que cuelgan de la ladera, el vallejo se abre y el camino se confunde con el seco cauce de la arroyada. Al pie de los verticales farallones calizos, junto a una instalación hospedera, se encuentra en manadero. La sosegada quietud del nacimiento confunde al caminante. No parece mucho el caudal que brota de la pequeña oquedad del suelo, pero es solo eso,… una impresión equívoca. Pocos metros más adelante, como por ensalmo, la corriente se muestra rápida, y con el caudal suficiente para dar servicio a un antiguo molino y alagar la dehesa boyal de Grado del Pico, pedanía de Ayllón que asienta su caserío a los pies de una curiosa elevación que, quizá para evitar disquisiciones semánticas, recibe el redundante nombre de Pico de Grado.







Cerca de media legua podría haber acortado tomando el camino que pasa junto al molino,  pero el caminante no tiene intención de perder la oportunidad de visitar la iglesia de San Pedro. De evidente origen románico, las modificaciones realizadas en épocas posteriores no empañan la sencilla elegancia de sus formas. Su galería porticada, perfectamente orientada al mediodía, cegada con posterioridad a su construcción quizá por necesidades del común, presenta un interesante trabajo de labra en sus capiteles. En uno de ellos, en el que se muestra una austera representación de la Epifanía, el maestro cantero resume el momento con un extraordinario alarde de naturalidad y belleza. Y es en ese momento, sin saber el motivo, cuando su magín compara aquella sobria imagen, de nueve siglos atrás, con otra, más reciente, perpetrada por la municipalidad de la Corte, donde los Reyes Magos presentaron un aspecto…desemejante.



Tras ruar unos minutos por las calles de la pedanía, vuelve el caminante a cruzar el Aguisejo y, ahora por un camino de excelente traza, enfila hacia el meridión para, a la altura de una vieja tenada todavía en uso, tomar un carril que sube por la ladera. Antes de perderse entre el breñal, vuelve su mirada hacia el ya lejano caserío. Ahora sin camino, sorteando pinos y enebros, el caminante avanza por el cordal de la muela, entre viejas tainas y verdes praderas, hasta llegar a la raya que separa Segovia de Guadalajara, lugar en el que la vegetación de porte alto desaparece del paisaje. Camina sobre la paramera hasta llegar al borde de la inmensa meseta, desde donde se divisa la tercera población de la jornada: Cantalojas. Sin camino definido, inicia un sosegado descenso por la abancalada ladera hasta llegar a la sencilla ermita de San Pedro, que, de igual forma que en Villacadima, forma conjunto con el camposanto de la localidad. En el lugar, al resguardo de un sencillo habitáculo, una fría laja de pizarra sirve para dar el último envión a aquellos que, hastiados de las dificultades de ésta, se disponen a comprobar la pregonada bondad de la otra vida.    











Después de reponer agua, ahora con dirección al septentrión, retoma el camino, en lo que será la última parte de la jornada. El carril asciende por un vallejo que taja en dos la ladera de la muela que recorrió con anterioridad. Tras el paso junto a otro conjunto de tainas, el pinar vuelve a ser el dueño del terreno. Bajo las copas, en este inicio de atípico invierno, majuelos y enebros ofrecen a las aves los últimos frutos de la temporada. Ahora, finalizado el pinar, ya con Villacadima en el horizonte, vuelve la fría desnudez del páramo, en el que, con inusitada fuerza, solamente crecen los aerogeneradores. Entre un laberinto de muros calizos, claramente vencidos por el tiempo y la desidia, entra el caminante en la uniformidad cromática del caserío, del que descuella la sólida torre de la iglesia de San Pedro, a la que rinde obligada visita. Junto con las de San Bartolomé en Campisábalos y la de Santa Coloma en Albendiego, está considerada como el mejor exponente del románico de la Sierra de Pela. Ante la ruina de la mayor parte de las edificaciones de la población, resulta gratificante comprobar el buen estado de conservación del templo y de su entorno. Sin duda lo más interesante es su portada románica, de influencia mudéjar, con sencillas arquivoltas, unas lisas y otras decoradas con motivos vegetales, destacando, por su originalidad, la del arco de ingreso que, de manera primorosa, está compuesto de dovelas con dentellones.







 

Con el ánimo recompuesto por tan deleitosa jornada, cuando las últimas candelas del día se van apagando a través de la espadaña de San Roque, el caminante solicita de la máquina infernal un último esfuerzo,… aunque sea para abandonar tan excelentes pagos. 


DOR

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