El pasado 14 de
junio, durante el recorrido consumado sobre la cuerda de la Sierra del Cabezo,
el caminante llevó, siempre a la siniestra, la compañía de la quebrada silueta
de la Sierra de la Paramera. Una rotunda imagen de su ladera meridional, que,
aunque separada por el grandioso valle del Alberche, parecía estar al alcance
de la mano. Pero no era la primera vez que se encontraba con tan inconfundible
cordal. Va para cinco años, en concreto el 26 de septiembre de 2013, en una
aproximación a su ladera septentrional, el caminante subió desde el castillo de
Manqueospese, en el término de Mironcillo, hasta el fresco manadero de Aguas
Frías, desde donde sintió la sugestiva influencia de la inmediata línea de
cumbres. Aquella jornada no dio para más, pero ya había prendido en él la idea
de volver.
Han corrido tres
días del mes de julio, trece desde que el verano echó a andar, y el oraje más
parece de primavera que de estío. Un tiempo apropiado para el empeño, teniendo
en cuenta la inexistencia de vegetación de porte alto, y por ende la ausencia
de sombra. El caminante, que ha dedicado el tiempo preciso al conocimiento de terrenos
y recorridos, al poco de la amanecida, toma el petate y se dirige a la
localidad de Navandrinal que, junto a Villarejo, forman pedanía (unidad
poblacional, dicen ahora) de San Juan del Molinillo, provincia de Ávila. Desde
San Juan se llega a Navandrinal por una carreterilla que no tiene continuidad.
Tras ruar por las estrechas callejas del caserío, busca un lugar donde manear
la máquina infernal, decidiéndose por la cerrada sombra de un olmo solitario
que medra junto al asfalto.
Las calles de
Navandrinal no son aptas para espíritus dengosos. Recostado sobre la ladera del
cerro de La Cabezuela, su trazado presenta desniveles considerables en su
entramado de viales encementados. Durante el recorrido, el caminante encuentra algunas
fuentes de abundante caño. Ya en las afueras, tras volcar al otro lado del
cerro, el camino presenta dos alternativas, siendo cualquiera de ellas válida
para llegar al collado que, por aquí, es conocido como Portacho del Zapatero.
El caminante, que ya tiene resuelta la elección, desdeña el camino que serpea
por la ladera del Cogote de Zarramalejo, optando por el que, tras vadear la
corriente, sube por la margen izquierda de la Garganta del Zapatero. Un camino
conocido antiguamente como Camino de los Barreros y que, tras salvar el
collado, seguía hasta el Valle de Amblés, por donde discurre la corriente del
río Adaja.
Bajo la
inquietante imagen del rocoso cordal, el camino pierde su condición para
devenir en una senda que, en un continuo ejercicio de contorsionismo, se sujeta
a la pina ladera. Y es entonces cuando el caminante, fiel a su rutina, baja
hasta la orilla del agua, por donde seguirá, siempre que la naturaleza se lo
permita. La corriente, confinada por los tolmos y berruecos rodados desde lo
más alto de las laderas, va buscando su salida natural dibujando un hermoso
muestrario de espumosos saltos y pozas cristalinas. A mitad de la garganta, la
mano del hombre separa parte de la corriente en un azud, al que sigue una
acequia que baja por la margen derecha. Ahora, con todo su caudal y sobre un
terreno más empinado y escabroso, el arroyo quiebra su rumoroso fluir para
convertirlo en resonante torrentera. Sorteando peñascos, y saltando de una
orilla a otra, el caminante llega a una zona de verdes pastos, donde el ganado
dormita en un soleado sestil. En un último esfuerzo, llega al camino que
desdeñó un par de horas atrás y que, como quedó dicho, sube por la ladera del
Zarramalejo. Por él llega a la divisoria de aguas, por donde corre
la valla de alambre que separa los términos de San Juan del Molinillo y
Sotalbo. Antes de perderse entre bolos graníticos de equilibrios milagrosos, el
caminante mira por última vez la panorámica del valle recorrido. En sentido
opuesto, el Valle de Amblés donde se asientan: Robledillo, Solosancho,
Villaviciosa, Riatas, Bandadas, Palacio, Mironcillo,…
La línea de la
sierra es un inmenso batolito granítico, del que afloran los riscos que
conforman tan imponente cordal. Por la parte meridional de la valla lindera, ya
por encima de la cota dos mil, una senda se abre paso, siempre hacia el
saliente, entre berruecos, piornos y enebros rastreros. No hay posibilidad de
error; pero si alguna vez la trocha desaparece entre la vegetación, la
inconfundible silueta de Risco Redondo servirá al caminante como guía. Sobre la
impresionante perspectiva de ambos valles, la senda se aproxima al techo de la
jornada: los 2158 metros del Pico Zapatero. A medida que se aproxima a tan
desmedido rimero de rocas, una duda momentánea se apodera de su voluntad. La
hesitación termina cuando atisba el primer hito que inicia la ascensión, y que
tendrá continuidad en otros muchos que señalizan el recorrido hasta la cima.
Enseguida se percata que en algunos pasos, sin ser peligrosos, necesitará de
las manos para superarlos. Guarda en la mochila mapas y bastón, que más que
ayuda serán un estorbo, y continúa en su afán de llegar a la cima. Antes de
ésta, cuando ya se intuye el final, una gran roca pone el último impedimento.
Encajada sobre otras dos, el único paso resulta tan angosto que hay que hacerlo
reptando… y sin mochila.
Sobre el rústico
vértice, al que el vandalismo ha desmochado echando al suelo dos de sus
sillares, las vistas resultan deslumbrantes. Hacia el ocaso, el tramo de cordal
ya recorrido; al norte, el valle del Adaja o Valle de Amblés; al sur, el valle
del Alberche; y al saliente, la sucesión de cimas que, aunque continúa hasta el
puerto de Navalmoral, para el caminante seguirá con el Risco del Sol y
terminará en la Peña Cabrera.
La ladera
oriental del Zapatero resulta más breve y hacedera que la de poniente. Queda la
cima a su espalda, y ahora el próximo jalón es la curiosa figura del Risco del
Sol, que el caminante, siguiendo la línea de hitos que señalan el camino, pasa
por su ladera meridional. Al frente un quebrado cuchillar, de complicado
acceso, que la vereda evita pasando a la parte septentrional de la divisoria de
aguas. A media ladera, con el cuchillar a manderecha, el caminante pone proa
hacia el Portacho del Cuchillo, en cuyas verdes praderías sestea el ganado. Y
elevándose sobre el horizonte, la imponente mole granítica de la Peña Cabrera.
Llega de nuevo a la valla medianera, que cruza por un portillo metálico. Cañada
abajo, con la reconocible imagen de la Sierra del Cabezo al fondo del paisaje,
el insólito perfil de El Cuchillo se dibuja en el horizonte próximo. Una
extraña formación rocosa, cincelada por la gelifracción, y que mantiene, al
contrario que las rocas de su entorno, unas inusuales formas rectilíneas y
angulosas.
Partiendo a la
mitad la distancia entre El Cuchillo y Peña Cabrera, un verde hocino, que bien
podría servir para regresar a Navandrinal, inicia el descenso hacia el fondo
del valle. Pero el caminante se decide por una pedregosa senda que, al sesgo, entre
esbeltos albardines y violáceos cantuesos, recorre la ladera en dirección al
ocaso. Antes de que la rocosa ladera se transforme en húmedo helechal, el
caminante termina con las provisiones. Tras el merecido descanso, entre los
viejos muros que encierran prados y huertos abandonados, un antiguo camino
lleva al caminante hasta el mismo vado que, en la mañana, cruzó para salvar la
corriente de la Garganta del Zapatero.
Terminado el
tránsito por la naturaleza, de nuevo las refrescantes fuentes y las pinas
calles de Navandrinal,…ahora cuesta abajo. Al llegar al sitio de la máquina
infernal, un paisano se acerca al caminante para, entre otras cosas, ensalzar
las cualidades salubérrimas del lugar y de sus aguas: “Yo, con ochenta y un años cumplidos, ni voy al médico, ni tomo
pastillas”.
DOR
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