Madrid, miércoles 7 de septiembre, 24
grados a las siete de la mañana. Siete días después, a la misma hora, el
termómetro acaricia los 10 grados. Aprovechando el drástico cambio del oraje,
el caminante, en el ecuador del mes, saca del arca los avíos invernales y, con
la ilusión del inicio del nuevo curso, se dirige hacia la localidad serrana de
Lozoya. Al pasar por La Cabrera las nubes, negras y amenazadoras, comienzan a
arremolinarse sobre el horizonte inmediato. Todo hace suponer que puede ser un
día lluvioso.
Al entrar en el valle de río, el barrunto
se hace realidad; comienza a caer una débil lluvia que, de continuar así, podría
llegar a condicionar la jornada. Al llegar a Lozoya, justo a la altura del
camposanto, toma la carreterilla asfaltada que conduce hasta unas instalaciones
deportivas. A la vera de un tinglado de pasarelas de madera, lianas y puentes
oscilantes, apea la máquina infernal. Mientras Peñalara permanece oculta entre
las nubes, una brisa salvadora comienza a desbaratar los negros nubarrones que
cubren la ladera de los Carpetanos, y unos tímidos rayos de sol comienzan a dar
color a la fría mañana. En la trasera de una gasolinera, la carreterilla deja
atrás la civilización para, ya como camino terrizo, tomar dirección hacia
Navarredonda. El caminante, poco amigo de pistas de buena traza, toma el primer
camino que, encajonado entre dos viejos muros, se inicia a su derecha. A ambos
lados, entre zarzales y escaramujos, se suceden las cancelas de entrada a prados
agostados, hasta llegar a una última donde se acaba el camino. Franqueada ésta
sin problema, con el sotobosque del arroyo del Villar como referencia, avanza
entre el húmedo herbazal. Al otro lado del cauce, un vallado de alambre de
espino lo entretiene durante unos minutos, hasta encontrar el lugar más
apropiado para saltarlo. Superado el trance, una vereda, apenas dibujada,
progresa bajo el bosque de ribera donde medran alisos, álamos temblones y majuelos.
Tras casi una legua de confortante paseo entre el rebollar y el espeso
sotobosque, sin esfuerzo notorio, el caminante llega hasta la raya que separa
los términos de Lozoya y Navarredonda. Unos trescientos metros más atrás de una
barrera que impide el paso a vehículos a motor, en la pista que abandonó a primera
hora de la mañana, en un trivio algo difuso, se inicia un camino carretero que
sube entre el robledal que cubre la ladera. Antes de internarse en él, el
caminante se recrea en el paisaje que se alarga hasta el embalse de Pinilla.
Durante media hora, el carril, levemente marcado
por las rodadas de los ganaderos, va ganando altura entre el espeso robledo,
hasta que la vegetación se apodera de él. Ahora, entre musgosos peñascos, el
caminante debe poner toda su atención para no perder la débil marca de la
vereda. Se trata del lugar más escabroso de la jornada, coincidente con la
confluencia de dos arroyos que bajan del cordal: el Reajo Hondo y el Reajo
Sastre. Tras cruzar el primero de ellos, algunos hitos marcan el camino hasta
llegar a un viejo muro. Pegado a él, el caminante desciende hasta llegar al
hondón tallado por el segundo arroyo. Desde allí, no hay camino que valga.
Para salir del rocoso vallejo hay que
armarse de paciencia. En un resumen quizá algo simplista, abandonar el lugar
consistiría en subir unos centenares de metros orientado hacia el poniente;
pero la naturaleza no lo pone fácil. Tras varios intentos, el caminante logra
abrirse paso entre los riscos y la vegetación hasta llegar a la fuente de
Reajocil, la cual, tras un verano sin lluvias, todavía tiene arrestos para
llenar el pilón donde abreva el ganado. Junto a la fuente, la clara traza del
camino que baja hasta Lozoya, marca la linde entre el robledo y el pinar. Se
trata del camino que tiene marcado en su ruta, pero que, como era de esperar, el
caminante va a modificar ante la nueva e interesante opción que se le presenta.
A cien metros de la fuente, a manderecha,
un viejo camino se adentra en el pinar. El caminante revisa los mapas para
comprobar como la variante recorre la cota 1650, hasta llegar hasta la cabecera
del arroyo de la Mata del Tirón, quinientos metros por encima del camino que
tenía marcado. Y, quizá como premio al atrevimiento, la decisión resultó ser el
acierto de la jornada. Entre el espeso pinar de repoblación, salpicando la
ladera, ahogados entre el bosque de troncos, el caminante va encontrando a los
últimos supervivientes de lo que fue un centenario robledal. Sorprendido por el
encuentro, zigzaguea por la ladera de un ejemplar a otro, con la congoja de no
poder encontrarlos a todos. Por encima de la rumorosa corriente del arroyo,
recostado sobre el musgoso tronco de uno de aquellos añosos robles, el
caminante cierra los ojos tratando de imaginarse la estampa de aquella misma
ladera hace un par de siglos, antes de que llegasen el carboneo y las talas
para la fabricación de traviesas.
Tras la bucólica y el descanso, entre el
melojar, el caminante, sin camino definido, sigue el curso descendente del
arroyo, hasta llegar a un carril que abandona la compañía del arroyo y se
encajona entre muros de piedra que parcelan pequeñas praderías. Es la señal
evidente que la civilización está a tiro de piedra. Tras la última imagen del
embalse, llega al camino de Navarredonda donde inició la jornada. De nuevo las
vaquerías, la gasolinera, el rocódromo y las tirolinas.
Y Peñalara sigue perdida entre las nubes.
DOR
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