Fue el 10 de julio del pasado 2014, cuando, sentado
sobre la base del vértice geodésico del Ocejón, el caminante se impuso el reto.
El envite provenía de una curiosa leyenda, que ahora, aunque pueda resultar
iterativa, conviene traer a la memoria para explicar el desafío: “Harto de discusiones, disputas y peleas, un
padre decidió acabar con las continuas pendencias de sus tres hijos. Pidió
ayuda a los dioses, y estos, atendiendo a sus invocaciones, le concedieron
poderes necesarios para solucionar la cuestión. Dotado de aquellos divinos
privilegios, convirtió a los tres hijos en tres elevadas montañas separadas
entre sí por una cierta distancia, de tal forma que pudieran verse, pero nunca
tocarse. Al mayor lo trocó en el Mocayo, al mediano en el Ocejón y al pequeño
-al que colocó entre los mayores- lo convirtió en el Alto Rey”. El reto
consistía en subir a las tres cimas de la leyenda. Dieciséis meses después, el
caminante va a cumplir la segunda parte de aquel desafío.
En el día de San Martín, en la mitad del
veranillo en el que la municipalidad de la Corte, como consecuencia de la
acumulación de gases nocivos, nos ha puesto a circular a paso de carreta boyal,
sale el caminante en busca mejores aires. En Guadalajara abandona la N-II, para
tomar dirección norte, rumbo que ya no abandonará hasta llegar a su destino. Tras
el paso por Hiendelaencina, la carretera, en un sinfín de revueltas, se recrea
sobre los cortados del río Bornova. Superado el sombrío cañón, una carreterilla,
estrecha pero de buen andar, llevará al caminante hasta el final del trayecto:
Prádena de Atienza.
Es Prádena una pequeña población encajonada en un
vallejo, cuya actualidad difiere en pocas magnitudes de la recogidas, en 1886,
por el Nomenclátor descriptivo, Geográfico y Estadístico del Obispado de
Sigüenza: “Es un pueblo, que dista diez
leguas de Guadalajara, su provincia; dos de Atienza, su partido, veinte de
Madrid, su Capitanía general, y seis de Sigüenza, su audiencia de inscripción.
Se halla situado en terreno áspero y estéril, con clima frío, formándolo unos
80 vecinos, feligreses todos de una sola Iglesia parroquial, y habitantes en
otras tantas casas construidas y cubiertas con pizarra. El curato posee casa
rectoral y huerto y el término confina con los de Albendiego, Atienza, Robledo
de Corpes, Gascueña de Bornova y
Hiendelaencina; su terreno, que participa de quebrado y valle, es de mediana
calidad, no obstante que lo bañan dos ríos: el Bornova y el Pelagallinas, que
desagua en aquél. Comprende monte bajo y estepas, y produce granos, legumbres,
judías, patatas, algunas frutas y pastos para la ganadería, especialmente para
el cabrío que es bastante numeroso. Su industria es la agrícola, varios molinos
harineros y, antiguamente, trabajaban en las minas de plata de Hiendelaencina,
las cuales tienen en Prádena, una hermosa fábrica para la fundición del metal,
propiedad de una compañía inglesa”. Lo que no dice el nomenclátor es que
sus asombrosos paisajes son dignos de dedicarles una jornada.
Antes de cruzar el puente sobre el Pelagallinas,
el caminante manea la máquina infernal en un pulido aparcamiento, que la
municipalidad tiene habilitado para evitar el tránsito por las estrechas
callejas. Del estacionamiento sale por una pista hacia poniente, que, tras unos
doscientos metros, abandona para buscar un camino de herradura que, en subida
constante, se dirige hacia el collado que se dibuja en el horizonte. Avanza el
camino entre pimpollos de jara y brezo, que, con renovadas ansias, comienzan a
romper la tierra tras el incendio sucedido en julio del pasado 2014. Solamente
algunos chopos, junto a la húmeda orilla de una arroyada, se salvaron de la
catástrofe que obligó a evacuar a todos los vecinos de la localidad.
Una vez en el desértico collado, vuelve a tomar
rumbo hacia poniente. Sin dejar la divisoria de aguas, el caminante va tomando
altura sobre el riscal hasta llegar a las primeras rampas del Alto Rey. Sin
camino definido asciende hasta el lugar donde debería encontrarse el cipo del
vértice geodésico. Los vándalos campestres -que los hay a capazos-, se han
encargado de echar al suelo lo que es patrimonio del Instituto Geográfico
Nacional, y por tanto del procomún. Y da igual que esté penado por la ley;…que
se empieza destrozando un hito y, degenerando, se puede, por poner un ejemplo,
terminar exigiendo la independencia de la parte oriental de la Hispania
Citerior Tarraconensis. Sobre la cima, a pesar de la distancia, y trazando una
casi perfecta línea recta, distingue con claridad las cumbres del Ocejón (SO) y
del Moncayo (NE) que, como dice el encantamiento referido en la leyenda, sigue
manteniendo muy distantes a aquellos hermanos discutidores. Algo más de dos
leguas separan al Alto Rey del Ocejón y casi veinticuatro del Moncayo. Más
cercana, casi a tiro de hondero, erigida sobre un esbelto mogote rocoso, se
encuentra la ermita del Santo Alto Rey de la Majestad. Los habitantes de los siete
pueblos, que suben en romería conjunta el primer sábado de septiembre, han
preferido lo práctico a lo espiritual, aceptando que la ermita sea rodeada de
unas horrísonas antenas de TV. Con toda seguridad habrán mejorado la señal,
pero han echado a perder un paisaje
único.
Entre afilados riscos y profundos miraderos,
llega el caminante a la ermita que, como es natural visto el calamitoso estado
del mojón del Alto Rey, se encuentra cerrada con una cancela metálica. La
oscuridad del interior le impide comprobar la existencia de las trenzas de pelo
que, para el cumplimiento de promesas, dicen que cuelgan de las paredes del
altar. Con la salvaguarda de un quitamiedos metálico que, para evitar caídas al
barranco, rodea la edificación, el caminante va examinando los paisajes con
deleite. En el horizonte más inmediato, bajo la protección salvadora de la
ermita y la influencia de una señal perfecta de las antenas, una legión de
pequeñas poblaciones festonea el paisaje: Cantalojas, Galve de Sorbe, Condemios
de Arriba, Condemios de Abajo, Albengiego, Somolinos, Hijes, El Ordial, Arroyo
de las Fraguas, Semillas, La Nava, Bustares, Las Navas de Jadraque Cabezadas,
Hiendelaencina, Zarzuela de Jadraque,… Más allá, perdidas entre la calina y la
polución, las inconfundibles torres de Madrid.
Por un camino jalonado de balizas para la nieve,
lo que da idea de los inviernos que deben cuajar en el lugar, el caminante se
dirige hacia una instalación militar con apariencia de abandono. De la puerta
del tinglado de edificaciones y antenas, una senda, en claro descenso, se
adentra en el pinar. Tras media hora de umbroso caminar sale a una nava con un
cruce de caminos. Es el punto más a poniente del día, y el lugar donde comienza
el regreso hacia Prádena. Por la excelente pista que discurre por la margen
izquierda de un arroyo, el caminante llega hasta la Loma de los Cabezos. Desde
allí, tras otra media hora de continuo descenso, llega a las vistosas praderías
de la orilla diestra del Pelagallinas. Entre abedules cruza a la otra orilla,
que ya no abandonará hasta la finalización de la ruta.
Paralela al curso de la corriente, avanza la
senda por la solana. Al otro lado de la corriente, bajo una pared de cuarcitas,
se encuentra una espelunca que los lugareños conocen como la Cueva del Oso, topónimo
de origen cierto, según atestigua el Libro de la Montería en su capítulo XIII:
“La Sierra de la Mageftad es buen monte
de puerco en verano, e algunas vezzes ay offo en inuierno e es la bozeria por
cima de la cumbre de la Sierra. E fon las armadas, la vna en el collado de
Gafcueña, e la otra en Pradana”. Bajo un implacable sol, impropio de la
época, la senda, encajonada en el valle, avanza entre jaras y rocas. En la
refrescante sombra del muro que cobija un abejar, el caminante planta los
reales para terminar con el bastimento.
Tras el descanso, con renovadas fuerzas, continua
el caminante por el solejar en busca del caserío de Prádena. Entre el río y las
verticales paredes de cuarcita, donde se dibujan añosos colmenares a los que
parece imposible acceder, el camino continúa entre viejas tainas de pizarra.
Antes de entrar en la población dos sorpresas con la que el caminante no
contaba: el antiguo puente de piedra del Batán, situado en un idílico lugar en el
curso del Pelagallinas y, como remate, la recia presencia de un añoso fresno,
que, a juzgar por el grosor de su tronco, tendrá conocidas a varias
generaciones de pradenses.
Al llegar al lugar del estacionamiento, ya con el
sol perdido tras la sierra, una fría brisa, cargada de humedad, corre por el
barranco del río. A la vuelta se detiene ante las azules aguas del embalse de
Alcorlo y allí, el caminante, satisfecho por la jornada, se emplaza para vencer
el tercer y último hito de la leyenda: el Moncayo.
DOR
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