Rogelio no era un campesino al uso. Su asistencia a la escuela fue
corta, pero provechosa. En cuanto tuvo edad para manejar un trillo, su padre lo
dejaba arreando a las mulas bajo el inmisericorde sol de agosto. Eran otros
tiempos. Don Efraín, el maestro, sabedor de la facilidad innata de Rogelio para
aprender, trató de convencer a su padre para que tomara estudios. Pero fue en
vano; la hacienda necesitaba todos los brazos útiles de la casa.
Don Efraín, derrotado en su porfía, solamente pudo conseguir que el
muchacho adquiriese conocimiento a través de la lectura. Rogelio leía todo lo
que el maestro ponía a su disposición. A la tenue luz de una candileja,
quitando horas al descanso, leyó todo lo que cayó en sus manos.
Pasado el tiempo, había adquirido una más que aceptable erudición. Pero
nunca hacía alarde de su saber; entendía que el conocimiento, de no dedicarte a
la docencia, era una satisfacción personal. En cualquier conversación detestaba
sobresalir por encima de los demás. De hecho, aún sabiendo de su mal uso,
seguía utilizando todos los palabros que había oído de sus mayores, y que eran
de uso frecuente durante las disputadas partidas de dominó. Eran aquellas expresiones
que, a fuerza de decenios de mal uso, se habían ido retorciendo como las cepas
que podaba cada mes de febrero.
Como casi todos los años, a últimos del verano recibió la visita de su
nieto. Mediante una previa llamada telefónica, supo que esta vez no vendría
solo; unos compañeros de estudios lo acompañarían. Como siempre, acepto de buen
grado. El saber acumulado en sus años de lectura, y por desgracia en sus años
de calendario, le hicieron intuir que aquellos muchachos seguían un trayecto
equivocado. Hablaban de sus estudios, no como el único medio de instrucción, sino
como una pesada obligación, considerándolos un mal vivir en vez de un porvenir.
Mal camino, pensó para sí. Durante la comida, puso una fuente de fruta en medio
de la mesa.
-
Comed de
estos malacatones, que ahora están en
sazón.
No tuvo que levantar la vista para darse cuenta de las descaradas risas
de aquellos muchachos. Lo que más le dolió fue que, arrastrado por la deficiente
educación de sus amigos, aquél que llevaba su misma sangre también participó de
aquella chanza. Prudente como siempre, no hizo ningún comentario; diez días
después envió una breve carta a su nieto, en la que decía:
Espero que vuestro viaje de
regreso resultase bien. Yo, halagado por vuestra visita, sigo con mis menesteres.
Las lluvias de antier han alagado el eriazo sativo del cornijal de La
Calzadilla, por lo que he de aguardar para encetar a conrearlo.
Estas letras no tienen la
intención de sosañar tu proceder, sino hacerte ver que el conocimiento de una
persona es una conmixtión, en la que la crianza y la veneración a los mayores,
son sus partes más importantes. Debes tener en cuenta que, en la vida, nada
debe ser gratisdato; todo necesita de esfuerzo y tesón; solamente así te
sentirás en avenencia contigo, y no tendrás la sensación de ser un simple
cristobita. No quiero que te sientas trasloado con mis palabras, pero sé,
porque te he visto crecer, que tú no eres como los cuadrúmanos que te
acompañaron en tu visita. Aún recuerdo cómo, tumbados sobre los niales, veíamos
caer las estrellas fugaces; la manera en que te aplicabas en la baquía de estos
soros parajes; de que forma aprendiste a hacer pipiritañas con los tallos duros
del alcacer; cómo llegaste a conocer el trisar de las alondras y el nervioso
arruar de los espantados jabatos rastrando a su madre; cómo te asustaba la
batahola de los alanos esperando el escamocho del día; tu cara de susto ante el
amenazador arrufar de la Yoli, cuando, en la yacija, amamantaba a su camada…
En fin, no quiero, como decís
ahora los jóvenes, darte la charla. Solamente quiero que recuerdes a tus
compañeros el antiguo apotegma latino: “Risus
abundat in ore stultorum”
Besos para ti y para tus padres.
Necesitó la ayuda de un diccionario, para entender la mayoría de las
palabras de aquella carta, y el concurso de un profesor de la universidad para
comprender el significado de aquella frase latina. Fue entonces cuando se dio
cuenta de la lección que había recibido de su abuelo, aquel hombre de campo del
que, días atrás, se habían reído.
Pudo haber salido del paso con una simple llamada telefónica, pero,
para dejar eterna constancia de su error, escribió una sentida carta pidiendo
perdón. Rogelio, satisfecho por la positiva reacción de su nieto, conservó
aquella carta hasta el día de su muerte.
DOR
Me ha gustado muchísimo papá!!
ResponderEliminar