jueves, 28 de marzo de 2013

LA RANA Y LA LIBÉLULA


Aunque el arranque pueda parecer el de una de las muchas fábulas de Esopo, no es así. Simplemente se trata de una nemotécnica medida de tiempo; del que va desde que un puntero láser, a eso de la medianoche del día 8 de marzo, señaló la escondida rana de la fachada de la Universidad de Salamanca, hasta el mediodía del día 10, hora en que, en la modernista Casa Lis, apareció ante nosotros un hermoso prendedor en forma de libélula. Entre las dos visiones, una apretada visita a Las Batuecas y a la capital salmantina.

Las previsiones no eran las idóneas para pasar el fin de semana pateando las calles. He llegado a pensar si contamos con un gafe en el grupo, pues, siguiendo la norma de las últimas visitas, el tiempo volvía a mostrarse amenazador, y Zeus así lo confirmó empeñándose en acompañarnos durante el trayecto hasta Salamanca.

Llegamos al hotel entre dos luces. Como de costumbre, el habitual reparto de habitaciones y la cena. A las 22,30, el grupo, casi al completo, salía a las calles de la antigua Helmántica. En un ejercicio de amagar y no dar, la lluvia respetó nuestro paseo nocturno, que, para abrir boca, comenzó en la abarrotada Plaza Mayor. Magnificentemente iluminada, el continuo trasiego de gentes, entrando y saliendo por sus calles, daba la impresión que todos los salmantinos se habían citado allí. Después el plateresco de la historiada fachada de la Universidad donde, como quedó dicho, algunos se afanaron en encontrar la rana sobre la calavera, hasta que el láser salvador los sacó del desconcierto.
Al día siguiente, con Las Batuecas en el horizonte, nuestro camino avanzaba dejando a uno y otro lado la inmensa soledad de dehesas y alcornocales. Allí, tomando el testigo de las extintas ganaderías de bravo, las piaras de cerdos sainan sus cuadriles para deleite de nativos y foráneos. El autocar, después de pasar sobre la tumultuosa corriente del río Francia, nos dejó en la plaza de armas del desvencijado castillo de Miranda del Castañar. Los mirandeños se jactan de que el recinto es el coso taurino más antiguo de España, en dura competición con los de Béjar y Ronda. Un didáctico paseo por su interesante trazado urbano, nos mostró las signadas casas de judíos conversos, y el resultado de los curiosos acuerdos entre el poder civil y el eclesiástico, sobre la ubicación y uso de las campanas de la iglesia.
 
Cuando, en La Alberca, entramos al restaurante, el cielo se abrió en una catarata de agua. Al salir – de nuevo amagar y no dar -, la lluvia se retiró, permitiéndonos la visita. Tras las idas y venidas por sus empedradas calles, el regreso a Salamanca, otra vez, pasado por agua. Al llegar a la capital, un tímido sol doraba las piedras del casco viejo. El paso del Tormes por el Puente Romano sirvió para observar la clara diferencia entre la puente vieja, y la rehabilitación –puente nueva- realizada en el siglo XVII, cuando una riada se llevó once de los veintiséis prístinos arcos.
    

        
Antes de la anochecida, una interesante visita a las cubiertas de la Catedral Nueva, desde donde la ciudad nos mostró estampas poco habituales: el Palacio de Anaya, uno de los escasos ejemplos de neoclásico de la ciudad; las descomedidas Torres de la Clerecía; la recoleta iglesia de San Sebastián; y, sobre todo, la vida de la ciudad materializada en la Rúa Mayor.     

Tras la cena, el ajetreo del día dejó a muchos en sus habitaciones. Del completo de la noche anterior, solamente cuatro noctívagos se atrevieron a echar barzones. Entramos al agobiante gentío placero por la calle Toro, y salimos de él por la escalinata que da a la plaza del Poeta Iglesias, donde los salmantinos, agradecidos, homenajean, con una escultura de bronce, a Alberto de Churriguera y al conde de Francos, artífices de la Plaza Mayor. Desde allí, con dirección hacia el río, un continuo frenesí de edificios civiles y religiosos: el Palacio de la Salina, que, aunque la leyenda lo atribuya a una barragana arzobispal, debe su nombre a que fue, hasta últimos del XIX, el Estanco de la Sal; la Torre de los Anaya, antigua de Abrantes, y que tras la rebelión comunera fue desmochada por Carlos I; la barroca Iglesia de San Pablo, que formó parte del convento de los Trinitarios; la curiosa Torre del Clavero, del siglo XV, que arranca en forma cuadrada y, a los veinte metros, en un vistoso alarde de prestidigitación arquitectónica, se transforma en octogonal. Y como digno colofón al paseo, el Convento de San Esteban. Frente al Convento de las Dueñas, conforma con éste uno de los lugares más interesantes de la ciudad. La municipalidad, en un claro acierto, eleva al ensimismado visitante, por medio de una rampa, sobre el incesante ir y venir de los vehículos de la plaza. Al contemplar la iluminada fachada plateresca de San Esteban, el espectador tiene la sensación de que alguna fuerza sobrenatural acaba de sacar el retablo a la calle.
           
El domingo, que amaneció bajo un cielo limpio de nubes, fue tomando el color plomizo de los días anteriores. Comenzó la mañana con la visita, esta vez a la luz del día, a la Plaza Mayor. Enseguida, y como era de esperar, la comparación con su homónima de Madrid. ¿Más alta? ¿Más bonita? ¿Más grande? Yo, que creo que la belleza es una percepción personal, entiendo la disparidad de pareceres sobre la decoración, armonía, y otras consideraciones arquitectónicas, pero ante la frialdad de los números no valen criterios subjetivos. La de Salamanca, de lados irregulares, tiene una superficie aproximada de 6.400 metros cuadrados. La madrileña, con 129 metros de largo por 94 de ancho, arroja una extensión de más de 12.000 metros cuadrados.

Nuestro recorrido, en una sucesión de imborrables experiencias, continuó saliendo por el arco de la Plaza del Corrillo: la románica Iglesia de San Martín de Tours; la pugna pétrea entre el gótico tardío de la Casa de las Conchas y el barroco del Real Colegio del Espíritu Santo (vulgo La Clerecía); la armonía exterior del conjunto catedralicio y su esplendor interior; la filigrana plateresca de la fachada de las Escuelas Mayores de la Universidad;…       

Durante el recorrido por el interior de la Universidad, otra vez la porfía. Dos bandos enfrentados en la identificación del solitario árbol que, ajeno a las visitas, crece en el centro del patio. Los que apostamos por que era una secuoya, en oposición a los que defendían que era un tejo, acertamos. Tiene 135 años, y se sabe que el plantón fue donado por un catedrático de literatura española. En el primer piso, tras subir por la escalera, cuyas imágenes y su significado siguen enfrentando a los estudiosos, el tronío de la Antigua Biblioteca, en evidente contraste con la espartana sencillez del Aula Fray Luis de León, que habíamos visitado el la planta baja.


En una clara ruptura con lo hasta ahora visto, terminamos nuestra visita a Salamanca en la modernista Casa Lis. Interesantes: la fachada norte, su transformado interior y, sobre todo, las colecciones expuestas – vidrios, bronces, muñecas, criselefantinas, relojes, abanicos, muebles y pinturas-, en un conjunto sencillo y equilibrado.


La comida, frente al también modernista Mercado de Abastos, obra del mismo arquitecto de la recién visitada Casa Lis. El regreso a Madrid,…pasado por agua. 

DOR

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