viernes, 15 de noviembre de 2013

INDIOS Y FRANCESES EN EL SEÑORÍO DE MOLINA

Durante trayecto de vuelta, cuando el día 23 de octubre regresaba a Madrid, al ir repasando las vivencias de la jornada, me resultó imposible definir que faceta de la ruta había resultado más gratificante. Si en un principio, además del lógico contacto con la naturaleza, solo buscaba el aspecto histórico en la figura del castillo de Zafra, el inesperado entorno geológico resultó tanto o más interesante.

El caminante, aunque está allí desde el siglo XII, nunca había oído hablar de Hombrados. La población se encuentra integrada el llamado Señorío de Molina, y más concretamente en la Sexma del Pedregal, y se ubica en el extremo oriental del prodigio geológico que es la sierra de Caldereros.

Tras pasar bajo la desafiante fortaleza de Molina de Aragón, se llega a Hombrados por una carretera cuyo asfalto, unas veces negro y otras rojo, va dejando sonoros nombres en el camino. Como bienvenida, sin cansarse de manar desde tiempos pretéritos, una fresca fuente-abrevadero de dos caños. A su vera un sencillo humilladero, que en la zona llaman pairón. El caminante rúa por las estrechas calles hasta que llega a una bermeja plaza, que además es el frontón. Junto a tan curiosa solución urbanística, aparca el vehículo y se dispone al disfrute. Cerca de una original edificación de pacas de paja, a los pies de un segundo pairón, saca el mapa para orientarse sobre el camino que le ha de llevar hasta el castillo. Un joven agricultor, afanado en cargar de semilla la sembradora, se ofrece a indicarle el camino, y le da pie para platicar sobre la población. El libro Gentilicios Españoles asigna a los naturales del pueblo dos muy diferentes: uno demasiado simple y previsible: hombradenses; otro más extraño y atípico: franceses. Éste último por estar a uno de los lados de la sierra de Caldereros, a la que popularmente se conoce como Los Pirineos. El joven agricultor disiente de esta versión, y se inclina por la que se refiere a la prolongada ocupación, soportada y consentida, de la soldadesca francesa a principios del siglo XVIII. Me informa, además, que la sierra fue declarada monumento natural en el año 2005, hecho que la ha preservado de la instalación de los horrísonos aerogeneradores tan de moda en la actualidad. El caminante agradece los minutos de charla e información, y se pone en camino.

             




En el horizonte, el primer objetivo: la ermita de San Segundo. A diferencia de las rojizas areniscas utilizadas en el caserío del pueblo, la ermita se presenta blanca como una paloma posada sobre la cima del cerro. Por un rorado camino comienza la cómoda ascensión al otero, donde aparecen los primeros cantos rodados. ¿Cantos rodados? ¿Cómo es posible en medio de aquellas parameras? Desde la puerta de la ermita, con la vista puesta en el NO, el perfil de la sierra, de medianas alturas, se presenta nítido y accesible. El caminante, ávido por descubrir el misterio orogénico, toma el cordal y se dirige hacia la Peña del Vaquero, donde una pared vertical le da la primera pista para aclarar el enigma. Todo indica que la sierra está formada por areniscas y conglomerados, y que la erosión ha hecho el resto.




Intenta proseguir por la parte septentrional, bajo los cortados escarpes, pero el marojal le impide la progresión. Regresa sobre sus pasos y, por la parte meridional, más suave y andadera, avanza sin senda definida. Las masas de conglomerados le recuerdan el opus caementicium romano, a las que la erosión ha configurado aquellas caprichosas formas. Tras un verdugón rocoso aparecen las torres del castillo de Zafra. Continúa por la cuerda, con la vista puesta en el punto más alto de la ruta: el pico del Lituero (1457 m.), dejando siempre la presencia del castillo a la siniestra. No hay pérdida posible, el vértice geodésico se presenta desafiante, y el caminante acepta el envite. Antes de comenzar la subida, el cartelón de una ruta geológica recientemente balizada abunda en lo que imaginaba. La sierra se encuentra sobre una falla que ha partido el terreno en dos grandes bloques, y el movimiento de aproximación y deslizamiento provocó la elevación de la sierra, que en su momento formaba parte de un fondo fluvial, o quizá marino. Del triásico son las areniscas y los conglomerados, o sea que aquella formación tiene la friolera de 250 millones de años. En lo alto del Lituero, oteando hacia el norte, el claro día permite ver el Moncayo y el fulgor de la lámina de agua de la laguna de Gallocanta. Le cuesta abandonar aquel privilegiado balcón, pero tiene que continuar. El camino, ahora en dirección a Hombrados, desciende por un raquítico melojar hasta llegar a un trillado camino que le va a acercar a las inmediaciones del castillo.








La fortificación se encuentra upada sobre un alargado risco de arenisca, y adaptada a su evidente inclinación. El caminante, asombrado por su esbeltez, da un par de vueltas alrededor del castillo, y se sienta en una peña para admirar tan admirable reconstrucción. A principios de los años setenta del pasado siglo, un molinés compró los ocho siglos de ruinas y, con la colaboración de un maestro albañil, comenzó la restauración de tan históricas piedras. El acceso a la fortaleza, según cuentan las crónicas, se realizaba con la ayuda de un sofisticado ingenio de poleas y escaleras levadizas; hoy, la subida se realiza por mediación de una escalera metálica adosada a la pared de la roca. En un sillar sobrante de la rehabilitación, el caminante da buena cuenta del avío. Al abandonar el lugar descubre, horadado en la roca, el acuífero de donde se proveían de agua en los prolongados asedios.




Entre agostados prados, que habrá que ver en primavera, regresa a Hombrados por un cómodo camino que serpentea entre melojos y chaparros. Antes de entrar en su caserío, hace una parada en el manadero de la Fuente del Ojo, donde una familia de chopos canadienses acompaña a un imponente desmayo cuyas ramas cuelgan hasta el suelo. Echa la vista atrás y atisba las rodenas torres del castillo de Zafra iluminadas con los últimos rayos de sol de la tarde.

Al entrar en el pueblo, se reencuentra con el agricultor mañanero al que saluda desde la lejanía. Antes de coger la máquina infernal que lo devolverá a Madrid, realiza la última visita de la jornada: la barroca ermita de La Soledad, cuya imagen está custodiada por cuatro guerreros indios que se encuentran primorosamente labrados bajo los aleros de los muros exteriores.



Lo dicho,… habrá que volver en primavera.

DOR

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