Durante trayecto de vuelta, cuando el día 23 de
octubre regresaba a Madrid, al ir repasando las vivencias de la jornada, me resultó
imposible definir que faceta de la ruta había resultado más gratificante. Si en
un principio, además del lógico contacto con la naturaleza, solo buscaba el
aspecto histórico en la figura del castillo de Zafra, el inesperado entorno
geológico resultó tanto o más interesante.
El caminante, aunque está allí desde el siglo
XII, nunca había oído hablar de Hombrados. La población se encuentra integrada
el llamado Señorío de Molina, y más concretamente en la Sexma del Pedregal, y se
ubica en el extremo oriental del prodigio geológico que es la sierra de
Caldereros.
Tras pasar bajo la desafiante fortaleza de Molina
de Aragón, se llega a Hombrados por una carretera cuyo asfalto, unas veces
negro y otras rojo, va dejando sonoros nombres en el camino. Como bienvenida,
sin cansarse de manar desde tiempos pretéritos, una fresca fuente-abrevadero de
dos caños. A su vera un sencillo humilladero, que en la zona llaman pairón. El
caminante rúa por las estrechas calles hasta que llega a una bermeja plaza, que
además es el frontón. Junto a tan curiosa solución urbanística, aparca el
vehículo y se dispone al disfrute. Cerca de una original edificación de pacas
de paja, a los pies de un segundo pairón, saca el mapa para orientarse sobre el
camino que le ha de llevar hasta el castillo. Un joven agricultor, afanado en
cargar de semilla la sembradora, se ofrece a indicarle el camino, y le da pie
para platicar sobre la población. El libro Gentilicios
Españoles asigna a los naturales del pueblo dos muy diferentes: uno
demasiado simple y previsible: hombradenses; otro más extraño y atípico:
franceses. Éste último por estar a uno de los lados de la sierra de Caldereros,
a la que popularmente se conoce como Los Pirineos. El joven agricultor disiente
de esta versión, y se inclina por la que se refiere a la prolongada ocupación, soportada
y consentida, de la soldadesca francesa a principios del siglo XVIII. Me
informa, además, que la sierra fue declarada monumento natural en el año 2005,
hecho que la ha preservado de la instalación de los horrísonos aerogeneradores
tan de moda en la actualidad. El caminante agradece los minutos de charla e
información, y se pone en camino.
En el horizonte, el primer objetivo: la ermita de
San Segundo. A diferencia de las rojizas areniscas utilizadas en el caserío del
pueblo, la ermita se presenta blanca como una paloma posada sobre la cima del
cerro. Por un rorado camino comienza la cómoda ascensión al otero, donde
aparecen los primeros cantos rodados. ¿Cantos rodados? ¿Cómo es posible en
medio de aquellas parameras? Desde la puerta de la ermita, con la vista puesta
en el NO, el perfil de la sierra, de medianas alturas, se presenta nítido y
accesible. El caminante, ávido por descubrir el misterio orogénico, toma el
cordal y se dirige hacia la Peña del Vaquero, donde una pared vertical le da la
primera pista para aclarar el enigma. Todo indica que la sierra está formada
por areniscas y conglomerados, y que la erosión ha hecho el resto.
Intenta proseguir por la parte septentrional,
bajo los cortados escarpes, pero el marojal le impide la progresión. Regresa
sobre sus pasos y, por la parte meridional, más suave y andadera, avanza sin
senda definida. Las masas de conglomerados le recuerdan el opus caementicium romano,
a las que la erosión ha configurado aquellas caprichosas formas. Tras un
verdugón rocoso aparecen las torres del castillo de Zafra. Continúa por la
cuerda, con la vista puesta en el punto más alto de la ruta: el pico del
Lituero (1457 m .),
dejando siempre la presencia del castillo a la siniestra. No hay pérdida
posible, el vértice geodésico se presenta desafiante, y el caminante acepta el
envite. Antes de comenzar la subida, el cartelón de una ruta geológica
recientemente balizada abunda en lo que imaginaba. La sierra se encuentra sobre
una falla que ha partido el terreno en dos grandes bloques, y el movimiento de
aproximación y deslizamiento provocó la elevación de la sierra, que en su
momento formaba parte de un fondo fluvial, o quizá marino. Del triásico son las
areniscas y los conglomerados, o sea que aquella formación tiene la friolera de
250 millones de años. En lo alto del Lituero, oteando hacia el norte, el claro
día permite ver el Moncayo y el fulgor de la lámina de agua de la laguna de
Gallocanta. Le cuesta abandonar aquel privilegiado balcón, pero tiene que
continuar. El camino, ahora en dirección a Hombrados, desciende por un raquítico
melojar hasta llegar a un trillado camino que le va a acercar a las
inmediaciones del castillo.
La fortificación se encuentra upada sobre un
alargado risco de arenisca, y adaptada a su evidente inclinación. El caminante,
asombrado por su esbeltez, da un par de vueltas alrededor del castillo, y se
sienta en una peña para admirar tan admirable reconstrucción. A principios de
los años setenta del pasado siglo, un molinés compró los ocho siglos de ruinas
y, con la colaboración de un maestro albañil, comenzó la restauración de tan
históricas piedras. El acceso a la fortaleza, según cuentan las crónicas, se
realizaba con la ayuda de un sofisticado ingenio de poleas y escaleras
levadizas; hoy, la subida se realiza por mediación de una escalera metálica
adosada a la pared de la roca. En un sillar sobrante de la rehabilitación, el
caminante da buena cuenta del avío. Al abandonar el lugar descubre, horadado en
la roca, el acuífero de donde se proveían de agua en los prolongados asedios.
Entre agostados prados, que habrá que ver en
primavera, regresa a Hombrados por un cómodo camino que serpentea entre melojos
y chaparros. Antes de entrar en su caserío, hace una parada en el manadero de
la Fuente del Ojo, donde una familia de chopos canadienses acompaña a un
imponente desmayo cuyas ramas cuelgan hasta el suelo. Echa la vista atrás y
atisba las rodenas torres del castillo de Zafra iluminadas con los últimos
rayos de sol de la tarde.
Al entrar en el pueblo, se reencuentra con el
agricultor mañanero al que saluda desde la lejanía. Antes de coger la máquina
infernal que lo devolverá a Madrid, realiza la última visita de la jornada: la
barroca ermita de La Soledad, cuya imagen está custodiada por cuatro guerreros
indios que se encuentran primorosamente labrados bajo los aleros de los muros
exteriores.
Lo dicho,… habrá que volver en primavera.
DOR
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