Desde antiguo, salvar la
barrera montañosa de Guadarrama ha sido objetivo y necesidad de viajeros y
gobernantes. Para tal fin, varios han sido los pasos que, a través de la
historia, han posibilitado la comunicación entre las dos mesetas. Unos, con el
paso del tiempo, han devenido en puertos de montaña con notable importancia
para la red de carreteras: Guadarrama, Navacerrada, Navafría, Somosierra,..
Otros, por sus
características, nunca llegaron a alcanzar la importancia de los anteriores y,
como era lógico, su uso se mantuvo durante el tiempo en que sirvieron para
comunicar pequeños núcleos de población de ambas vertientes. Las Calderuelas,
Malagosto, Linera, Peña Quemada y La Acebeda, están entre los más conocidos. Aún
existe otro grupo que el caminante, algo audaz, se atreve a agrupar bajo la
denominación: históricos de importancia
perdida, entre los que, en orden inverso a su cronología, se encuentran los
de Tablada y La Fuenfría.
El puerto de Tablada,
situado en lo que hoy se conoce como collado de La Sevillana, fue, según
conclusión de un equipo de investigadores de la Sociedad Geográfica del
Guadarrama y Sociedad Caminera del Manzanares, el Balat Humayd, o “camino de Humayd”, empleado por los
musulmanes en su expansión hacia el noroeste de la península y, con
posterioridad, usado por la hueste cristiana en su reconquista hacia el sur.
Con la recuperación se castellanizó el nombre, pasando a llamarse Balathome.
Ricardo Fanjul, uno de los responsables de la investigación, afirma que fue el
paso hacia el noroeste más utilizado por comerciantes y soldados, hasta que, en
el siglo XVIII, Fernando VI mandó proyectar, unos centenares de metros hacia
poniente, el que hoy conocemos como puerto de Guadarrama o del León. Los
estudios han logrado identificar un tramo de unos treinta quilómetros, entre el
actual apeadero de Tablada y la localidad segoviana de Coca.
Y, según constancia
histórica, el más antiguo de todos es el de La Fuenfría. Hace dos mil años,
este paso fue utilizado para trazar el camino de la Vía XXIV, calzada romana
que conectaba Emerita Augusta con Cesaraugusta. Después, desde la Edad Media
fue ruta ganadera y Camino de Santiago. Los reyes austrinos lo utilizaron para
llegar al palacio y cazaderos de Valsaín, y los borbones para trasladarse a los
de La Granja y Riofrío. Más tarde, durante la II República se planeó el trazado
de una carretera que, afortunadamente, solamente quedó en proyecto. Con un
itinerario previsto algo enrevesado, en el decimosexto día del mes de marzo, el
caminante orienta sus pasos hacia ese entorno histórico.
Aunque faltan pocos días
para la entrada de la primavera, la pasada noche ha debido ser fría y la fresca
temperatura de la mañana así lo atestigua. Llega el caminante al puerto de
Navacerrada en un autobús que, en los estertores de la temporada nival,
continúa su viaje hasta las instalaciones de Valdesquí. Durante unos instantes,
en el lugar donde confluyen el camino Schmid y la pista del Escaparate, se
detiene a observar las evoluciones de los primeros esquiadores de la mañana. Nada
invita a imaginar, visto lo rutinario y placentero de la estampa, que será otra
pista, la del Bosque, la que, unos centenares de metros más adelante, pondrá a
prueba el tesón del caminante. De repente, treinta metros de pista que yugulan
la tranquila traza del camino. Treinta metros de nieve que, por la dureza y
lisura de su superficie, acaba de ser compactada por la maquinaria. Treinta
metros, con un desnivel de más de un veinte por ciento que, so pena de subir
trescientos para luego bajarlos, o bajar quinientos para luego subirlos, no tendrá
más remedio que cruzar. Sin crampones, con la única ayuda de la punta del
bastón, clavando el canto de las botas en tan dura superficie, el caminante
avanza penosamente hasta cruzar al otro lado, en los que, sin duda, son los
minutos más azarosos desde hace mucho tiempo. De nuevo en el camino, la nieve
pisada y helada pone alguna dificultad en el recorrido; nada que no pueda
solucionarse buscando la nieve blanda de las orillas. Un juego de niños si se
compara con el incidente pasado.
Siempre por la umbría de
Siete Picos, llega el caminante a una bifurcación, señalada con tablillas de
madera clavadas en un pino, en la que el caminante elige el camino que toma
altura en busca del collado Ventoso. Encerrado entre el cerro del mismo nombre
y el cordal de Siete Picos, el collado es un remanso de tranquilidad donde el
caminante, junto a unos de los hitos que señalaban los cazaderos reales, hace
la parada para tomar las once. Tras el tentempié, sigue por el trillado camino
que, bajo el pinar, desciende por el vallejo de La Navazuela. Trescientos
metros más adelante, una vereda se separa del camino por su derecha. Una vereda
que muestra, cuando la pinada lo permite, unas perspectivas interesantes del
valle de La Fuenfría, y que, faldeando el cerro Ventoso, tiene su final a pocos
metros del puerto. Parado sobre el pical, el caminante, antes de acometer la
subida al cerro Minguete, hace una rutinaria revisión de la ruta y del lugar. Resulta
un tanto extraño que, a pesar de la excelencia del día, un solitario andariego,
afanado en la lectura de un cartelón informativo, sea la única representación
racional en el lugar.
Por la ladera oriental del
Minguete, entre albares crispados por los rigores invernales y enebros pegados
al terreno, un pedregoso camino, que sigue la raya que separa Madrid y Segovia,
sube hasta el somo. Es el momento de abandonar las marcas del PR y, por
derecho, comenzar la ascensión del Montón de Trigo por su cara meridional. El
pinarcillo, que en un principio acompaña al caminante en la subida, renuncia a
la lucha en la cota 2000. Queda entonces remontar una laberíntica senda, de
algo más de cuatrocientos metros, que, entre las rocas, lo llevará hasta los
2161 metros de la cumbre. El lugar, en contraste con la estampa amogotada que
presenta desde el sur, no es picudo sino que la cima, desde donde las vistas
resultan magníficas, se prolonga unas decenas de metros hacia el NE. Desde un
trascacho rocoso, resguardado del fuerte viento, observa como la nieve marca la
línea de la divisoria de aguas. El descenso por el abajadero de poniente, más
suave que la subida, lleva al caminante, entre el piornal, hasta el collado de
Tirobarra. Cuando el collado comienza a perder su condición, y se inician las
rampas de subida a La Pinareja, el caminante, ya sobre la nieve, orienta su
camino hacia el saliente.
En la lejanía, dos sendas
se dibujan sobre la nieve de la ladera norte del Montón de Trigo. Y cualquiera
de las dos es buena para llegar a su objetivo, que no es otro que el camino que
sube al puerto de la Fuenfría, siguiendo la traza de la antigua calzada romana.
Pero lo que la distancia proponía como algo sencillo, se complica a llegar al
inicio de la que corre por la cota más alta. Desde ese momento, la gruesa capa
de nieve va condicionar la travesía. Perdida la referencia de la vereda, es el
momento de aplicarse con los mapas y la brújula. Camina con precaución, evitando,
si es posible, la inconsistente proximidad de las rocas, donde la nieve comienza
a fundirse.
Es el momento de descender
a cotas más bajas dónde, desparecida la nieve, da comienzo un cerrado pinar que
domina la ladera del saliente. Como era previsible, el descenso entre los pinos
le hace errar el punto de salida en unos centenares de metros. Por una vaguada,
por la que corre un arroyuelo, llega al lugar donde se encuentra la fuente de
la Reina o de Matagallegos, parada y descanso de los que hacían el camino
desde, o hacia, Madrid. Desde allí, el caminante comienza un suave ascenso que,
en algo más de un cuarto de hora, lo llevará hasta el idílico lugar donde se
encuentran las ruinas de la Casa de Eraso, residencia palaciega que partía en
dos el dificultoso camino hasta el palacio de Valsaín. El caminante, con el
ánimo de no tergiversar la historia, extracta parte de la información de uno de
los carteles: “En tanto finalizaban las
obras de El Escorial, Felipe II seguía acudiendo, durante el verano, a Valsaín.
El rey, aconsejado por Francisco de Eraso, mandó construir una casa, en la que
la reina Isabel de Valois, embarazada de la infanta Isabel Clara Eugenia,
descansaba de tan fatigoso viaje”. La construcción del palacio de La Granja,
y la puesta en servicio del nuevo paso del puerto de Navacerrada, significaron
el abandono del palacio de Valsaín y el de la Casa de Eraso. Igual suerte, y
por los mismos motivos, corrió la ermita de la Virgen de Nuestra Señora de los
Remedios, situada a pocos metros de la casa, y en la que, según las crónicas,
un fraile del convento segoviano de San Francisco oficiaba misa todos los
domingos y festivos, durante el periodo que va del 1 de mayo al 1 de noviembre.
Tras la cita con la
historia, el caminante continúa su subida hacia el puerto. El camino, que
además de lo ya apuntado, fue una importante ruta para la trashumancia -Cordel
de Santillana-, resulta un impagable prontuario de ejemplos de técnicas
constructivas: capas de drenaje, enlosado de lugares dificultosos, quitamiedos,
badenes para evacuación de aguas, muros de contención,… Sobre los mampuestos de
uno de esos muros, junto al perseverante arrullo del arroyo Minguete, hace el
caminante la última colación del día antes de afrontar el último repecho. De
nuevo en el puerto, con la misma soledad que en la mañana, las alternativas
para bajar a Cercedilla son varias,… y todas atrayentes. Tras el sorteo mental,
se decanta por seguir la traza del viejo camino de Segovia, que principia sobre
la ladera de poniente del valle. Un camino, a veces descarnado y pedregoso, que
tiene la ventaja de bajar resguardado del sol de la tarde. Un camino que es un
muestrario de cristalinos arroyos y frescas fuentes. Un camino, en definitiva,
que resulta el último deleite de la jornada.
El caminante, que ha
llegado minutos antes de la salida de un tren que inicia su recorrido en la
estación, advierte que van a ser pocos los compañeros de viaje. Si solitario
fue el recorrido del día, también lo será el viaje de regreso a La Corte.
DOR
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