En el 2003, el
Real Madrid fichó a David Robert Joseph Beckham. Estuvo en el club hasta julio
de 2007, año en que fue contratado por el equipo norteamericano Los Ángeles
Galaxy. Nada fuera de la clásica normalidad en el mercadeo futbolístico, si no
fuera porque junto al jugador, cómo era de esperar, llegó su familia. A su
esposa, Victoria Caroline Adams, conocida como la pija (posh) de las Spice Girls, pronto le colgaron un sambenito, del que
no pudo desprenderse en los cinco años que estuvieron en Madrid. Según los
cronistas de la cosa, la señora Beckham, de forma desdeñosa, había notado que
España olía a ajo. Quizá el lance no sea cierto, pero si lo es, se equivocó en
su apreciación, pues hoy, además de a ajo, España huele a pizza margarita, a
kebab, a ceviche, a arepa, a ciorbä y a otros muchos aromas forasteros. Ha
pasado mucho tiempo para que, después de algunos siglos, se siga insistiendo
con un sonsonete que, para el que esto escribe, le entra por una oreja y, al
punto, le sale por la otra. Reivindicar, por tanto, el ajo y las viandas y
aromas de siempre. Tan de siempre, que ya en El Quijote se hace referencia al
ajo y sus efluvios. Recordemos al Ingenioso Hidalgo, cuando dice a su escudero
ser malquisto de unos encantadores: “…que
no se contentaron estos traidores de haber vuelto y transformado a mi Dulcinea,
sino que la transformaron y volvieron en una figura tan baja y tan fea como la
de aquella aldeana, y justamente le quitaron lo que es tan suyo y de las
principales señoras, que es el buen olor, por andar siempre entre ámbares y
entre flores. Porque te hago saber, Sancho, que cuando llegué a subir a
Dulcinea sobre su hacanea, según tú dices, que a mí me pareció borrica, me dio
un olor a ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma”.
Durante los
siglos XVII y XVIII, se generalizó la costumbre de que los jóvenes aristócratas
ingleses, y más tarde franceses y alemanes, viajasen por Europa en un viaje de
diversión y conocimiento. Los destinos
primordiales de aquel viaje iniciático, conocido como Grand Tour, eran la Costa Azul francesa y, sobre todo, Italia. Más
tarde, en lo que el alemán Christian August Fischer llegó a considerar “un viaje al fin del mundo”, algunos de
aquellos viajeros se aventuraron en territorio español, quizá llamados por el
deseo de indagar en lo desconocido. De las crónicas de aquellos viajeros, salvo
excepciones, no resultamos muy bien parados, pues mostraban una España tópica
de bárbaros ignorantes y pícaros expertos en trapazas. En lo relativo a
la gastronomía, los viajeros extranjeros, seguramente habituados a sabores más
refinados, torcían el gesto ante los condimentos esenciales de la cocina
popular española, como eran el ajo o el azafrán. Argumentaban aquellos
melindrosos tourist que, con el exceso de ajo y
otros aderezos, se enmascaraba la calidad del producto y se alteraba el
resultado. Entre las excepciones, cabe destacar a Jean-François Bourgoing, diplomático francés que
tuvo la meritoria habilidad de, siendo barón, ser embajador de la Francia
revolucionaria en España, lo que le permitió viajar por el país y conocerlo a
fondo. Siguiendo la pauta europea, aborrecía el ajo, pero gustaba de los vinos
españoles. Y entre otras valoraciones, consideraba que la herencia musulmana
era la rémora que frenaba la incorporación de España a la Europa Ilustrada.
Mantuvo una comprensiva postura, en clara oposición a la opinión mantenida por otros
cronistas europeos, que quizá estuvo influenciada por el hecho de que la
dinastía reinante fuese francesa, lo que le llevaba a criticar la desproporción
y deficiencias estéticas de los edificios levantados en épocas anteriores y,
como era de esperar, alabar las perfectas y armoniosas formas de otras
construcciones, entre las que citaba el palacio que, al estilo francés, había
construido Felipe V en La Granja de San Ildefonso. Este Bourgoing es el
signatario de una cita, cuya reseña aparece en un cartelón situado en la orilla
del río Eresma – el río ilustrado al que hace referencia el título de esta
crónica -, y que, si la memoria no me deja en mal lugar, dice así: “… si alguna
vez usted va a pasar algún tiempo en San Ildefonso[…] vaya a soñar a las orillas
del Eresma, donde encontrará uno de los más hermosos jardines ingleses que la
naturaleza haya trazado…". Antes de seguir, dejar claro que para los
antiguos cronistas el Eresma comenzaba en el sitio donde recibe las aguas del
río Cambrones, lugar que ahora ocupa la presa del Pontón Alto. Las casi tres
leguas anteriores recibían el nombre de río Valsaín.
Ha comenzado el
mes de julio y las previsiones anuncian un verano de temperaturas excesivas.
Han pasado ocho días y el caminante, en vista de los augurios, presiente que
ésta puede ser la última oportunidad de salir al campo, antes de la inclemente
canícula. Además, jugará con ventaja eligiendo uno de los lugares más refrescantes
de la ladera septentrional de la Sierra de Guadarrama: el curso del río Eresma.
Por supuesto que el caminante ya tiene recorridas, en alguna otra ocasión, las
orillas del río; esa es la razón por la que hará una variación en la parte
inicial de la ruta. Obviará el manido inicio en el Puente de la Cantina, para
hacerlo en el Puerto de Navacerrada. Luego el caminante aguantará junto al río,
hasta que éste pierda su rumorosa corriente en el embalse de Pontón Alto, a la
vera del mayestático caserío de San Ildefonso.
Las actuales obras
de rehabilitación del túnel de la risa, obligan
al caminante a desplazarse hasta la estación de Chamartín, lugar donde se
inician los recorridos que llegan a Segovia, pasando por Cercedilla. Una vez en
la localidad serrana, el caminante toma el tren eléctrico que sube al Puerto de
Los Cotos, con parada intermedia en el de Navacerrada, que será su destino.
Desde la estación, un camino, que se inicia junto a los herrumbrosos restos de
un remonte, sube por la ladera. En el puerto, sigue la carreterilla asfaltada
que, tras dejar a la siniestra el inicio del Camino Schmidt, lleva a la
residencia militar de Los Cogorros. Junto al recinto de la residencia, el viejo
Camino del Enmaderado podría ser una opción para bajar por la ladera, pero el
caminante alarga su camino por el cordal, para llegar hasta los dos miradores
que se cuelgan sobre los pinares de Valsaín. En primer lugar el de Gallarza,
mirador que muestra, en espera de la nieve, el artificioso esqueleto de las
pistas de esquí del Telegrafo y las de la ladera de Valdemartín. Ochocientos
metros más adelante, el de Las Maravillas, donde el artificio se convierte en verde
pinar.
Desde el mirador,
el caminante toma una senda que, orientada al NO, baja por la ladera hasta
llegar a la Pradera de la Machorra, soleada nava donde hace un alto para reponer
fuerzas. Desde allí, ahora hacia poniente, el camino baja en busca del Arroyo
del Telégrafo. Tras cruzar una pista maderera, un pedregoso camino se pega a la
margen derecha de la corriente. Un camino que, siempre bajo los albares,
llevará al caminante hasta el lugar donde el arroyo entrega su caudal a un
joven Eresma, que, según los mapas actuales, ha tomado nombre y entidad en el
Puente de la Cantina, unos cientos de metros más arriba. Unas viejas pasaderas,
desgastadas por el paciente fluir de la corriente, llevan al caminante a la
orilla izquierda del Eresma, donde comienza un cumplido catálogo de intervenciones
realizadas durante el reinado de Carlos III, finalizadas en 1768, y que, a
pesar de la evidente desidia de los actuales jerarcas, aún permanecen en
aceptable estado. El barón de Burgoing, en el último cuarto del siglo XVIII,
hace la oportuna reseña de los cambios realizados: “A un cuarto de legua del real sitio tiene su cauce un modesto río, el
Eresma, que proporcionaba a Carlos III uno de sus placeres favoritos, la pesca.
El monarca hizo allanar en forma de aceras las tortuosas y quebradas orillas,
con escalones de piedra y de césped cuando el terreno lo exigía”.
Poco hay que
hacer, sino abandonarse en tan singular paisaje. El caminante se deja llevar por
el vivificante rumor de la corriente, avanzando sobre la traza perfecta de la
orilla. Repone agua en el freso caño de la fuente de Los Vadillos, en el lugar
donde un pontón de madera permite, desde antiguo, pasar al otro lado de la
corriente. Un cuarto de legua más adelante, el río, que hasta entonces corría
sosegado, se enrisca entre los berruecos de la Boca del Asno, donde algunos
excursionistas, desconocedores de la actual normativa, chapotean en las pozas.
El 23 de mayo pasado, se aprobó el Plan Rector de Uso y Disfrute del Parque
Nacional de la Sierra de Guadarrama, en el ámbito territorial de la Comunidad
de Castilla y León. En él se advierte a los visitantes de la prohibición de
bañarse o transitar por el cauce del río Eresma. Advertencia que se ampara en
el artículo 41 del Decreto 16/2019.
De forma continuada,
va apareciendo la intervención del hombre sobre el río. El puente de
Navalacarreta, de sólida construcción, y que los cronistas reputan como parte
del antiguo Camino de Madrid, antes de que se trazara la actual carretera al
Puerto de Navacerrada. Poco antes de llegar a la inmensa pradera de Valsaín, el
puente de Los Canales, construido en el siglo XVI, y que sustenta el acueducto
que llevaba el agua, desde el arroyo Peñalara hasta el, hoy ruinoso, palacio de
Valsaín. El caminante, al igual que hizo hace nueve años, se sienta a comer
bajo el mismo roble, con la rumorosa corriente a su espalda. Tras la bucólica,
vuelve a su afán y, antes de volver a la orilla del Eresma, rúa por las
contadas calles de Valsaín. Un incendio en 1686 arruinó la totalidad de
estancias del palacio. El elevado coste de su reparación, y la construcción del
palacio de La Granja, sumieron al antiguo palacio en el olvido. Hoy, el patio
de armas, sus arcos y demás dependencias, sirven para almacenar leña y aperos
agrícolas.
AÑO 2010 |
De nuevo junto al
río, el caminante hace un alto en el Salto del Olvido, presa construida a
principios del siglo XX. La función principal de su construcción, fue la de
producir electricidad para Valsaín y San Ildefonso, aunque, aprovechando las
especiales características del lugar, también se destinó al baño y recreo.
Mención especial para la salmonera, ubicada junto al estribo izquierdo de la
presa, que permite a las truchas ascender por el ingenio para desovar aguas
arriba. Vuelve la cuidada adecuación de la orilla hasta llegar al puente del
Anzolero, topónimo condicionado por el lugar, y que se refiere al oficio
artesano que se dedicaba a la confección de anzuelos y señuelos para la pesca. En
el entorno del puente, grabado en una roca, el indeleble testimonio del año de
terminación de las obras.
Vuelve el
caminante a dejarse llevar, siempre por un camino a favor de corriente, hasta
casi llegar a la cola del embalse de Pontón Alto.
En este punto caben dos
opciones: circundar el embalse, lo que supone un recorrido adicional de una
legua y media, o pasar a la margen derecha del Eresma y tomar camino directo a
San Ildefonso, que, en vista del trayecto ya recorrido, parece ser la más juiciosa.
Para tal fin, cruza sobre un puentecillo por donde sigue un camino terrizo que,
entre un espeso robledal, entra en San Ildefonso junto a las instalaciones del
campo de polo. Una vez en el lugar pertinente, solamente queda esperar la
inminente llegada del autobús que lo llevará hasta Segovia. En la estación de
autobuses, la enrevesada gestión en una máquina expendedora de billetes, para
conseguir uno que lo lleve a Madrid sin hijuelas; objetivo que consigue tras
pelearse con el artefacto y, por supuesto, echar más votos que un carretero.
Tras el lance, una vez arrellanado en su asiento, y con la mochila a buen
recaudo en la bodega del autobús, una placentera modorra se va apoderando de la
voluntad del caminante. Antes de caer en brazos de Morfeo, en un último intento
de dar orden y sentido a las glosas del día, se hace un honesto propósito: una
vez en su lar, embaularse, con dedicatoria a la señora Beckham y a los pacatos meaqueditos del XVIII, un par de
tostadas con ajo y aceite, del tamaño de la suela de un alpargate. En esas está
cuando, como última visión de la tarde, se perfila en el horizonte la recortada
silueta de la sierra de La Mujer Muerta. Luego, todo será oscuridad y molicie
hasta el intercambiador de Moncloa.
DOR
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