jueves, 13 de diciembre de 2012

NEGRA JORNADA EN LA TEJERA NEGRA


Mi insistente obstinación en los asuntos montunos, me ha proporcionado grandes satisfacciones, pero también algunas situaciones que no me atrevería a considerar como peligrosas, sino… especiales. Son esas en las que, durante unos momentos, pierdes el control de las mismas. Son tantas las ideas que fluyen a tu mente, que tardas en ordenarlas y en elegir la más adecuada para la resolución del problema. Durante esos interminables minutos notas una intensa sacudida emocional, o sea, lo que los biólogos califican como una descarga de adrenalina. Solamente te haces con el control de la adversa situación, cuando realmente te das cuenta que nadie te puede ayudar, que estás solo ante la naturaleza y que no debes enfrentarte a ella, sino amoldarte a las circunstancias que, en aquel momento, te está presentando.

Fue el 11 de noviembre de 2010, cuando tuve que abortar mi primer intento de contemplar el Hayedo de la Tejera Negra, desde los 2045 metros de La Buitrera. Entones, cuando coroné el Collado de las Cabras, la nieve y, sobre todo, la cerrada niebla me hicieron desistir. La desilusión guió mis pasos por el mismo camino que utilicé en la subida; me conformé con hacer el familiar circuito del hayal, y regresé a Madrid. Desde el puente que salva el río Lillas, miré hacia occidente. Allí, con el cielo ya despejado, se encontraba mi frustración. En ese momento decidí que volvería. Justo dos años más tarde, el 12 de noviembre, después de comprobar la predicción meteorológica de la zona, decidí insistir en la porfía.


Era lunes, lo que me aseguraba evitar inconvenientes para llegar al pequeño aparcamiento del hayedo. Al pasar por la caseta del control de visitantes, justo donde arranca la pista terriza que va a Majaelrayo, aminoré la marcha, y observé que todo se encontraba cerrado. Allí realicé la última llamada a mi familia; sabía que después sería imposible. Cuando llegué al aparcamiento, un fotógrafo, que había sido más madrugador, dejaba su coche y se alejaba por la margen derecha del río Lillas.

Levanté la vista hasta el punto más alto; vi la cuerda despejada, pero noté que un fuerte viento movía en demasía las bermejas hojas de las hayas. Si era notorio en las vaguadas, en las alturas podía multiplicar su fuerza, lo que significaba que las circunstancias meteorológicas podían alterarse. Para evitar mojar las botas, busqué el lugar más manero para cruzar el pedregoso cauce del río, pero el caudal me obligó a improvisar un pasadero con algunas lajas de pizarra. Ya en el otro lado, descarté el camino que, por el Barranco de las Víboras, serpentea hasta el cordal, y que había utilizado en el intento anterior. Ahora, para ganar tiempo, opté por la pina senda que sube hasta el Collado Cimero. El abajadero me hizo parar en un par de ocasiones para sosegar el resuello. Cuando llegué a la divisoria un helador bóreas subía por la ladera segoviana. La cellisca había sido dueña de la noche, y los matojos y los escasos pinos silvestres presentaban, a la vez, un aspecto albo y sombrío. La sensación térmica, comparada con la de la orilla del río, al menos bajó una decena de grados. El frío y el viento me obligaron a utilizar las gafas de sol y toda la ropa de abrigo que llevaba. Cuando la senda superó la cota de los 1800 metros, el viento comenzó a concentrar una cenicienta y amenazadora masa de nubes. Estaba claro que se iba a repetir la situación del año anterior, pero yo, después de unos momentos confusos, ya tenía tomada la decisión de seguir adelante.

Durante el ascenso, las nubes se iban cerrando sobre mi cabeza. De entre ellas, como una aparición, surgió la figura de un caminante, que llevaba la dirección contraria a la mía. Parados sobre un mar de enebros rastreros, durante unos segundos tuvimos que ejercitar los músculos de la cara para poder hablar; era tal el frío que ninguno de los dos podíamos articular palabra. Superado el brete pudimos intercambiar información sobre el camino realizado. Quedó claro que él se dirigía hacia el resguardo de los barrancos, y yo hacia la exposición ventosa de las cumbres.

En algunos tramos de la evidente senda de esquistos, resbaladizos a causa de la escarcha, tuve que extremar la precaución. Cuando llegué al vértice geodésico de La Buitrera, la visión no alcanzaba más allá de una decena de metros. Otra vez me encontraba vencido por aquel ríspido entorno. Cuando llegué al lugar en el que tenía que desviarme hacia el oriente, la trocha desapareció sobre las rocas. Sin camino definido descendí un centenar de metros, pero fue imposible; en aquellas condiciones, bajar hacia lo desconocido era un peligro innegable. Remonté hasta el Collado del Cervunal y, con la ayuda del mapa, me replanteé la situación. Sin visión de conjunto era imposible tomar una decisión. Opté por continuar en la senda que hasta entonces traía, y que descendía por el cordal con dirección mediodía. Tras una hora de camino, salí del nivel de las nubes, y el perdido horizonte apareció ante mí. El conocido paisaje del Puerto de la Quesera y el hayedo de Riofrío de Riaza, aparecieron hacia el oeste. Unas lagunillas escasas de agua, y la consulta al mapa me ratificaron mi posición. Tenía que tomar la dirección contraria, pero no existía camino concreto. Había dejado muy atrás el sendero previsto en la ruta, lo que me obligaba, por medio de la brújula, a intentar una alternativa desconocida. Era la hora de comer, pero no quería perder tiempo; si perdía la luz, la situación podía ser ciertamente comprometida.


 Por la orilla de un arroyuelo, que según el mapa me llevaría hasta el arroyo de La Zarza, descendí entre un bosque de centenarias hayas. Sin camino definido, las hojas y las ramas caídas me hicieron extremar la precaución para evitar caer al agua. Los repentinos encajonamientos de la corriente, me obligaron a enriscarme en varias ocasiones, hasta llegar al primer destino de aquel imprevisto raid. Cuando llegaba al arroyo de La Zarza, me pareció distinguir un punto rojo en uno de los troncos de su orilla. Cuando me acerqué, comprobé que era cierto; siguiendo la corriente, alguien había marcado una ruta. Aunque me alejaba del lugar donde tenía el coche, aquellas señales marcaban un camino libre de vegetación, lo que me permitía avanzar sin contratiempos. La senda me obligó a vadear el arroyo en más de una decena de ocasiones, y en alguna de ellas las botas acabaron empapadas. Harto de cruzar la corriente, decidí atrochar entre las jaras, siguiendo las confusas querencias de los animales, hasta que la luz desapareció. En ese momento, aunque pueda parecer extraño, me encontraba más tranquilo que un par de horas antes. Saqué la linterna de la mochila y volví a mirar el mapa. Después de diez minutos me dí cuenta de que no llevaba el bastón; lo había dejado olvidado en el lugar donde saqué la linterna. En la oscuridad intenté encontrar el lugar del descuido, pero fue imposible; allí quedó, clavado en la tierra, como testigo de un día aciago. Por un momento pensé que tendría que dormir bajo el calor de una parva de hojas. En ese momento pensé en la preocupación de mi familia. Volví a consultar el mapa y la brújula. Frente a mí, a unos quinientos metros, en dirección norte, el mapa indicaba un camino carretero que, por el excesivo coste de dar un rodeo de doce kilómetros y tres horas de marcha, me podía llevar hasta el aparcamiento. Pospuse la decisión hasta que estuve en el carril. Tras la oscuridad del hayedo, cuando llegué al diáfano camino, y la menguante luna apareció entre las nubes, me pareció que era de día. Tras enfocar la linterna hacia la fragosidad de los costados, decidí que, aunque más largo, aquel camino era lo más seguro. En previsión de incidencias posteriores, y para evitar el gasto innecesario, apagué la linterna, y comencé a andar. En el silencio de la noche, escuchaba con claridad el rumor de la corriente del cercano río de La Hoz. Cuando el camino giró hacía el septentrión, perdí el contacto sonoro de la corriente; miré el mapa y encontré la explicación: el río, en ese punto, giraba hacia el sur en busca del Sorbe. A manderecha, sobre los cerros, la contaminación lumínica de Cantalojas me dio cierto ánimo; me detuve un momento para mirar las estrellas.

Cuando llegué al coche era las nueve de la noche. El teléfono seguía muerto, y el pensamiento volvió a llevarme a la preocupación de mi familia. Al igual que por la mañana, volví a mirar hacia la divisoria, ahora tenebrosa, y dos sensaciones opuestas me vinieron a las mientes. Por un lado la satisfacción de haber solventado, con bien, aquella inextricable situación; por otro la frustración de no haber completado el guión que me había propuesto. Cuando entré en el coche sentí frío; el termómetro del coche indicaba un grado bajo cero, y comencé a sentir la humedad en los pies. Puse la calefacción al máximo, y comencé la lenta subida a Cantalojas. Cuando llegué a la altura del control de visitantes, el teléfono cobró vida y, desde mi casa, entró una llamada tranquilizadora. Llevaba más de diez horas sin comer y, aunque llevaba toda la comida en la mochila, me apetecía tomar algo caliente. En el hostal El Hayedo, una pareja cenaba en una de las mesas, y otro parroquiano tecleaba un ordenador portátil junto a la estufa. Un abundante y exquisito plato de boletus edulis, un café, y un dulce de chocolate calmaron mi necesidad. Faltaban unos minutos para las diez de la noche, cuando puse rumbo a Madrid. Durante el trayecto de vuelta, al repasar mentalmente las vicisitudes de la jornada, la machacona idea de volver imperaba sobre todo lo demás.
                                                                                                                           
DOR
12.11.2012

No hay comentarios:

Publicar un comentario