Hoy, cuando se cumplen doscientos seis
años desde que, el diez de noviembre de 1810, las Cortes de Cádiz aprobaron el
Decreto IX de Libertad Política de la Imprenta, el caminante, a lomos de la
máquina infernal, se dirige hacia la Sierra del Rincón. Entretiene el camino
escuchando las reflexiones que, sobre las flamantes elecciones norteamericanas,
aventuran los profesionales de la opinión. Contrariados por el tremendo fiasco de
sus propias previsiones, y amparados por la libertad de prensa que se gestó con
aquel añejo decreto, ahora resuelven que el
inesperado resultado se debe al voto palurdo. Es la reprobación de unos
demócratas de treinta y ocho años, con ciento sesenta y nueve artículos y
quince disposiciones en su constitución, a otros que, con solo siete artículos
y veintisiete enmiendas en la suya, tienen conseguida una experiencia
constitucional de doscientos veintinueve años. Tal es el énfasis que ponen en
su argumentación, que cualquiera podría pensar que, para que las elecciones norteamericanas
resulten inmaculadas, la solución pasa por que voten…¡¡los cultos europeos!!
Con los ecos del matraqueo, llega el
caminante a Prádena del Rincón cuando aún no han dado las nueve. Traba la
máquina infernal al santo amparo de Domingo de Silos, a escasos metros del
ábside de la iglesia, a la que, a su esbelta planta, un reciente hermoseo ha
añadido algunos interesantes hallazgos. Por la calle del Carbón comienza su
andadura y, antes de llegar a la depuradora municipal, toma lo que debería ser
un camino vecinal. En escasos metros, en una imprevista encerrona, el zarzal se
apodera del camino imposibilitando el paso. Como la renuncia significaría la
derrota, se aventura abriendo una cancela metálica que, tras cruzar un pradal,
lo lleva hasta un muro de piedra. Si antes fue la naturaleza la que cegó el
camino, ahora es el hombre el enemigo del hombre. A duras penas logra salir de
un laberinto de bardas construidas con ramas y zarzas secas, en las que se deja
algunos jirones de la indumentaria, y no pierde el garguero de milagro. Por fin
llega al viejo camino que, tallado sobre la rocosa ladera, baja hasta la orilla
del arroyo de la Garita.
El camino termina en una pontana que posibilita
el paso a la otra orilla. Se trata del viejo paso para llegar al molino de
Prádena. Tras las sólidas ruinas, siguiendo la marcada traza del caz que
llevaba el agua hasta el ingenio, llega el caminante al azud del arroyo. A
partir de aquí ya no existe guión que seguir. Siempre por la margen derecha de
la corriente, la minúscula senda aparece y desaparece, dejando a cada cual la
solución para superar los pasos más dificultosos. Son apenas dos quilómetros
donde cada rincón supera en hermosura al anterior. Un par de quilómetros en los
que las rocas, las escombreras de viejas minas y el cerrado sotobosque, ponen a
prueba el tesón del caminante.
En el lugar donde el arroyo de la Garita
recibe las del arroyo Grande, el caminante debe decidir el camino a seguir,
pues cualquiera de las corrientes lo guiará hasta su inmediato destino:
Horcajuelo de la Sierra. Sabe, y así lo tiene comprobado, que cualquiera de las
decisiones le dará problemas, pues acercarse a cualquier población es sinónimo
de sufrimiento. Alambradas, muros, cancelas y somieres viejos cierran los
antiguos caminos, sorprendiendo a cualquiera que se acerca a la civilización. Y
esta vez no iba a ser diferente.
Horcajuelo extiende su caserío sobre el
promontorio formado por el horcajo (de ahí el epónimo) de los dos arroyos. El
caminante, parado sobre un soleado sestil, decide abandonar la de la Garita, y
opta por compañía de la corriente del arroyo Grande. Deja atrás un hato de
vacas que sosegadamente bocezan al paso del extraño y, tras apenas dos
centenares de metros, comienza el calvario. Cuando tiene la depuradora de la
población a tiro de piedra, una cerca de alambre de espino obliga al caminante
a subir por la ladera. Tras el salto de un par de muros de piedra, entra en un
cercado donde conviven varios cerezos, y un maíllo al que no le ha llegado la
hora de la recolecta. Tras los esfuerzos de tanto salto, la serótina tentación
resulta tan evidente que va a resultar difícil evitarla. El caminante, que
no ignora que en el campo todo tiene dueño, conjetura que un par de pomas no
mermarán la renta del propietario del manzano.
Vivificado por tan placentero regusto, el caminante salta un último muro junto
al que corre el carril que coincide con un cordel ganadero, y que a la tarde
será el camino de regreso. Siempre hacia el septentrión, tras unos centenares
de metros, llega el caminante al conjunto que forman el camposanto y la ermita
de Nuestra Señora de los Dolores, desde donde una carreterilla cementada serpea
por la ladera hasta llegar a la población.
Aventurado sería decir que en la Sierra
del Rincón se ha detenido el tiempo, pero sí parece que el reloj corre más
despacio. Y Horcajuelo no podía ser la excepción. El caminante que, para
continuar con su afán, tiene que cruzar el caserío, recorre alguna de sus
calles, deteniéndose ante el gótico tardío de la parroquial de San Nicolás de
Bari, a la que pone cerco un sólido muro que parece más añoso que la propia
iglesia. Entre el polideportivo y el helipuerto, el camino, ya en constante
subida, va dejando atrás las últimas cercas. En un cruce de caminos balizado
por el municipio, el caminante renuncia al que, por la derecha, vuelve a la
orilla del arroyo, tomando el que sigue subiendo por la ladera y que tiene como
referencia la cima de la Cebollera Nueva. A medida que asciende, el claro
camino va abriendo nuevos paisajes en los que, en esta época del año, predomina
el azafranado color del helechal. Junto a las verdes praderas donde se forma un
arroyo, un pilón para el ganado ofrece al caminante la posibilidad de reponer
agua. El momento de variar el rumbo llega cuando el carril alcanza la linde del
pinar que tapiza la ladera meridional de la Cebollera. Un último esfuerzo hasta
llegar al cordal por donde corre la valla que separa los términos de Horcajuelo
y Horcajo de la Sierra.
Sin cruzar la linde, a unos metros del cordal,
un nuevo camino desciende camino de Horcajuelo. Al llegar a la Majada Teresa,
el caminante echa la vista atrás para observar como las nubes quedan retenidas
en las alturas de Somosierra y Ayllón. Desde allí, en un vertiginoso descenso
atenuado por unas zetas, el camino va recorriendo los vestigios abandonados de
una antigua explotación minera. Tras los recios restos de las casas de los
trabajadores y de la no menos sólida construcción del polvorín (ahora transformado
en robusto refugio), llega el caminante a la bocamina. Un cartelón explicativo
ofrece una somera información sobre la actividad, cuyo auge tuvo lugar en la
segunda mitad del siglo XIX, y que corresponde a la explotación de una banda de
mineralización que va desde el Puerto de la Acebeda hasta la Sierra de la
Bodera en Guadalajara. Se trata de una banda de unos setenta quilómetros de
longitud, con yacimientos en: La Acebeda, Robregorgo, Prádena del Rincón,
Montejo de la Sierra, Horcajuelo, La Nava de Jadraque, Hiendelaencina,... En el
caso de Horcajuelo, en las épocas de mayor actividad, se llegaron a obtener
casi cinco quilogramos de plata por cada tonelada de roca. En un diario minero
de la época, llamado La Antorcha, en
su edición del cuatro de febrero de 1857, se podía leer: “La mina San Francisco ha cortado un filón conteniendo plata agria,
plata roja oscura y cloruros de plata, presentándose también la plata nativa”. Tras
recorrer los restos de las viejas instalaciones, intenta el caminante entrar en
la galería principal, pero las filtraciones causadas por los derrumbes de las laderas la mantienen anegada.
Desde la mina, dos son las opciones para
llegar a Horcajuelo: volver al cordel ganadero que baja de la majada, o seguir
la vereda que el municipio tiene balizada para visitar el yacimiento. Y es por
esta última por donde el caminante llega al arrabal de la población. Otra vez
el camposanto y la ermita; otra vez el viejo muro y el maillo de dorados
frutos. Dejada atrás la última imagen de Horcajuelo, sigue las claras marcas de
un GR hasta llegar a la altura de Prádena, donde un acusado zopetero,
encajonado entre dos muros, vuelve a poner al caminante en la orilla diestra
del arroyo de la Garita. Una nueva pontana, calco exacto de la se sirvió a
primera hora de la mañana, lo pasa al otro lado de la corriente donde, después
de pasar la última cancela del día, un angosto caminillo entra en la localidad.
A los pies de la contundente robustez del
campanario de la iglesia, la última rehabilitación ha puesto en valor una
necrópolis de noventa y seis tumbas excavadas en la roca. Las inscripciones en
lajas y estelas y, sobre todo, la vieja costumbre de poner una moneda junto al
difunto, que le sirviese para pagar el tránsito entre la vida y la muerte, han
servido para datar los enterramientos entre los siglos XII y XV. Ya del XVI,
durante la misma rehabilitación, se hallaron los bien conservados restos de un
horno y los moldes para la fabricación de campanas.
Resuelta la ruta…y la instructiva visita,
vuelve el caminante al lugar donde la máquina infernal aguarda la hora del
regreso. En las ondas, vuelven los mismos opinantes, ahora en emisoras
diferentes, insistiendo en los mismos pareceres. Pero esta vez, seguramente gracias
a la salvadora intercesión del santo de Silos, el caminante, ahíto de tanto
ruidero, logra ahogar tanta [ir]reflexión bajo las pimpantes notas musicales de
Radio Clásica.
DOR
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