miércoles, 1 de febrero de 2017

LA MAJADA TERESA

Hoy, cuando se cumplen doscientos seis años desde que, el diez de noviembre de 1810, las Cortes de Cádiz aprobaron el Decreto IX de Libertad Política de la Imprenta, el caminante, a lomos de la máquina infernal, se dirige hacia la Sierra del Rincón. Entretiene el camino escuchando las reflexiones que, sobre las flamantes elecciones norteamericanas, aventuran los profesionales de la opinión. Contrariados por el tremendo fiasco de sus propias previsiones, y amparados por la libertad de prensa que se gestó con aquel añejo decreto, ahora resuelven que el  inesperado resultado se debe al voto palurdo. Es la reprobación de unos demócratas de treinta y ocho años, con ciento sesenta y nueve artículos y quince disposiciones en su constitución, a otros que, con solo siete artículos y veintisiete enmiendas en la suya, tienen conseguida una experiencia constitucional de doscientos veintinueve años. Tal es el énfasis que ponen en su argumentación, que cualquiera podría pensar que, para que las elecciones norteamericanas resulten inmaculadas, la solución pasa por que voten…¡¡los cultos europeos!!  

Con los ecos del matraqueo, llega el caminante a Prádena del Rincón cuando aún no han dado las nueve. Traba la máquina infernal al santo amparo de Domingo de Silos, a escasos metros del ábside de la iglesia, a la que, a su esbelta planta, un reciente hermoseo ha añadido algunos interesantes hallazgos. Por la calle del Carbón comienza su andadura y, antes de llegar a la depuradora municipal, toma lo que debería ser un camino vecinal. En escasos metros, en una imprevista encerrona, el zarzal se apodera del camino imposibilitando el paso. Como la renuncia significaría la derrota, se aventura abriendo una cancela metálica que, tras cruzar un pradal, lo lleva hasta un muro de piedra. Si antes fue la naturaleza la que cegó el camino, ahora es el hombre el enemigo del hombre. A duras penas logra salir de un laberinto de bardas construidas con ramas y zarzas secas, en las que se deja algunos jirones de la indumentaria, y no pierde el garguero de milagro. Por fin llega al viejo camino que, tallado sobre la rocosa ladera, baja hasta la orilla del arroyo de la Garita.




El camino termina en una pontana que posibilita el paso a la otra orilla. Se trata del viejo paso para llegar al molino de Prádena. Tras las sólidas ruinas, siguiendo la marcada traza del caz que llevaba el agua hasta el ingenio, llega el caminante al azud del arroyo. A partir de aquí ya no existe guión que seguir. Siempre por la margen derecha de la corriente, la minúscula senda aparece y desaparece, dejando a cada cual la solución para superar los pasos más dificultosos. Son apenas dos quilómetros donde cada rincón supera en hermosura al anterior. Un par de quilómetros en los que las rocas, las escombreras de viejas minas y el cerrado sotobosque, ponen a prueba el tesón del caminante.









En el lugar donde el arroyo de la Garita recibe las del arroyo Grande, el caminante debe decidir el camino a seguir, pues cualquiera de las corrientes lo guiará hasta su inmediato destino: Horcajuelo de la Sierra. Sabe, y así lo tiene comprobado, que cualquiera de las decisiones le dará problemas, pues acercarse a cualquier población es sinónimo de sufrimiento. Alambradas, muros, cancelas y somieres viejos cierran los antiguos caminos, sorprendiendo a cualquiera que se acerca a la civilización. Y esta vez no iba a ser diferente.


Horcajuelo extiende su caserío sobre el promontorio formado por el horcajo (de ahí el epónimo) de los dos arroyos. El caminante, parado sobre un soleado sestil, decide abandonar la de la Garita, y opta por compañía de la corriente del arroyo Grande. Deja atrás un hato de vacas que sosegadamente bocezan al paso del extraño y, tras apenas dos centenares de metros, comienza el calvario. Cuando tiene la depuradora de la población a tiro de piedra, una cerca de alambre de espino obliga al caminante a subir por la ladera. Tras el salto de un par de muros de piedra, entra en un cercado donde conviven varios cerezos, y un maíllo al que no le ha llegado la hora de la recolecta. Tras los esfuerzos de tanto salto, la serótina tentación resulta tan evidente que va a resultar difícil evitarla. El caminante, que no ignora que en el campo todo tiene dueño, conjetura que un par de pomas no mermarán la renta del propietario del manzano. Vivificado por tan placentero regusto, el caminante salta un último muro junto al que corre el carril que coincide con un cordel ganadero, y que a la tarde será el camino de regreso. Siempre hacia el septentrión, tras unos centenares de metros, llega el caminante al conjunto que forman el camposanto y la ermita de Nuestra Señora de los Dolores, desde donde una carreterilla cementada serpea por la ladera hasta llegar a la población.



Aventurado sería decir que en la Sierra del Rincón se ha detenido el tiempo, pero sí parece que el reloj corre más despacio. Y Horcajuelo no podía ser la excepción. El caminante que, para continuar con su afán, tiene que cruzar el caserío, recorre alguna de sus calles, deteniéndose ante el gótico tardío de la parroquial de San Nicolás de Bari, a la que pone cerco un sólido muro que parece más añoso que la propia iglesia. Entre el polideportivo y el helipuerto, el camino, ya en constante subida, va dejando atrás las últimas cercas. En un cruce de caminos balizado por el municipio, el caminante renuncia al que, por la derecha, vuelve a la orilla del arroyo, tomando el que sigue subiendo por la ladera y que tiene como referencia la cima de la Cebollera Nueva. A medida que asciende, el claro camino va abriendo nuevos paisajes en los que, en esta época del año, predomina el azafranado color del helechal. Junto a las verdes praderas donde se forma un arroyo, un pilón para el ganado ofrece al caminante la posibilidad de reponer agua. El momento de variar el rumbo llega cuando el carril alcanza la linde del pinar que tapiza la ladera meridional de la Cebollera. Un último esfuerzo hasta llegar al cordal por donde corre la valla que separa los términos de Horcajuelo y Horcajo de la Sierra.





Sin cruzar la linde, a unos metros del cordal, un nuevo camino desciende camino de Horcajuelo. Al llegar a la Majada Teresa, el caminante echa la vista atrás para observar como las nubes quedan retenidas en las alturas de Somosierra y Ayllón. Desde allí, en un vertiginoso descenso atenuado por unas zetas, el camino va recorriendo los vestigios abandonados de una antigua explotación minera. Tras los recios restos de las casas de los trabajadores y de la no menos sólida construcción del polvorín (ahora transformado en robusto refugio), llega el caminante a la bocamina. Un cartelón explicativo ofrece una somera información sobre la actividad, cuyo auge tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XIX, y que corresponde a la explotación de una banda de mineralización que va desde el Puerto de la Acebeda hasta la Sierra de la Bodera en Guadalajara. Se trata de una banda de unos setenta quilómetros de longitud, con yacimientos en: La Acebeda, Robregorgo, Prádena del Rincón, Montejo de la Sierra, Horcajuelo, La Nava de Jadraque, Hiendelaencina,... En el caso de Horcajuelo, en las épocas de mayor actividad, se llegaron a obtener casi cinco quilogramos de plata por cada tonelada de roca. En un diario minero de la época, llamado La Antorcha, en su edición del cuatro de febrero de 1857, se podía leer: “La mina San Francisco ha cortado un filón conteniendo plata agria, plata roja oscura y cloruros de plata, presentándose también la plata nativa”. Tras recorrer los restos de las viejas instalaciones, intenta el caminante entrar en la galería principal, pero las filtraciones causadas por los derrumbes de  las laderas la mantienen anegada.







Desde la mina, dos son las opciones para llegar a Horcajuelo: volver al cordel ganadero que baja de la majada, o seguir la vereda que el municipio tiene balizada para visitar el yacimiento. Y es por esta última por donde el caminante llega al arrabal de la población. Otra vez el camposanto y la ermita; otra vez el viejo muro y el maillo de dorados frutos. Dejada atrás la última imagen de Horcajuelo, sigue las claras marcas de un GR hasta llegar a la altura de Prádena, donde un acusado zopetero, encajonado entre dos muros, vuelve a poner al caminante en la orilla diestra del arroyo de la Garita. Una nueva pontana, calco exacto de la se sirvió a primera hora de la mañana, lo pasa al otro lado de la corriente donde, después de pasar la última cancela del día, un angosto caminillo entra en la localidad.





A los pies de la contundente robustez del campanario de la iglesia, la última rehabilitación ha puesto en valor una necrópolis de noventa y seis tumbas excavadas en la roca. Las inscripciones en lajas y estelas y, sobre todo, la vieja costumbre de poner una moneda junto al difunto, que le sirviese para pagar el tránsito entre la vida y la muerte, han servido para datar los enterramientos entre los siglos XII y XV. Ya del XVI, durante la misma rehabilitación, se hallaron los bien conservados restos de un horno y los moldes para la fabricación de campanas.



Resuelta la ruta…y la instructiva visita, vuelve el caminante al lugar donde la máquina infernal aguarda la hora del regreso. En las ondas, vuelven los mismos opinantes, ahora en emisoras diferentes, insistiendo en los mismos pareceres. Pero esta vez, seguramente gracias a la salvadora intercesión del santo de Silos, el caminante, ahíto de tanto ruidero, logra ahogar tanta [ir]reflexión bajo las pimpantes notas musicales de Radio Clásica.  

DOR

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