Ahora que investigadores y ediles se han puesto
de acuerdo para ventear la osamenta de Miguel de Cervantes, el caminante, en su
visita a Carrascosa de la Sierra, se encuentra con una tenue huella del autor
de El Quijote. Una placa de piedra sobre la remozada fachada del antiguo pósito,
informa a los visitantes de alguna relación esporádica de Cervantes en el
municipio.
Antes, quizá influenciado por el rotundo topónimo
del lugar, había llegado el caminante a Carrascosa en la creencia de encontrar
un cerrado encinar rodeando el caserío. Pero la realidad es bien diferente: una
solitaria encina, eso sí, de considerable tamaño, con su recio tronco
aprisionado entre los mampuestos de un murete, lleva más de dos siglos en clara
competencia, de garbo y apostura, con el campanario de la iglesia de Nuestra
Señora del Carmen. Al pie de la torre, un solitario tenderete oferta su variada
mercancía en el día de mercadillo.
Sale el caminante por el antiguo camino de la
Herrería de Santa Cristina -por el que más tarde regresará-, para, nada más
pasar un curioso conjunto de fuente, lavadero y abrevadero, tomar una
desdibujada senda que, en dirección al poniente, lo llevará hasta el Barranco
de la Hoz Somera. Nada hace pensar, tras una tranquila media hora entre
arcillosos herbazales y barbechos, que el paisaje pueda cambiar de un modo tan
violento. Comienza el camino a enriscarse entre rocas calizas, como si quisiera
advertir del espectáculo que se avecina. Culebreando entre pinos, poniendo
mucha atención para no perder detalle del paisaje, llega el caminante al fondo
del barranco. Allí, rendido ante la grandiosidad de los profundos cantiles, se
detiene durante unos minutos. Aunque ya tiene localizada la estrecha senda que desciende
por el cañón, la curiosidad lo arrastra a desviarse hasta subir al otro lado
del barranco.
La vereda progresa cosida a los verticales
farallones, donde los pinos, más que nacidos, parecen engastados en la roca. Con
el pensamiento puesto en la necesidad de disponer del ovillo de hilo de
Ariadna, entra el caminante en un intrincado laberinto de rocas tapizadas de
hiedra, hasta llegar a un mirador natural, al que accede por una oquedad en la
roca. Sobre aquel balcón vuelve a detenerse para tratar de retener aquella
sinfonía de extrañas formas labradas por el agua y el viento. Poniendo toda la
atención para no perder la senda, toca ahora deshacer el camino antes andado. Precedido
por una cordera y su cría, seguramente extraviadas del rebaño, vuelve el
caminante al fondo de la hoz. La estrecha senda desciende por la margen derecha
del arroyo, cuyas aguas han aflorado tras el paso por una montonera de bloques
de piedra. Avanza entre pinos, enebros, bojes, florecidos romeros y rosales
silvestres, dejando a su paso viejas majadas ahora arruinadas. La vereda, en un
continuado deleite senderista, hilvana tramos herbosos con otros tallados sobre
las calizas y, en ocasiones, se acerca a la corriente para mostrar al caminante
el reflejo esmeraldino de sus aguas. Tras el paso por una de esas majadas que,
arrimada a una pared que va más allá de la verticalidad, se resguarda de aguas
y vientos, el caminante, después de vadear el arroyo en tres ocasiones, llega a
la excelente pista de la Herrería de Santa Cristina.
La Herrería, pedanía de Carrascosa, se upa sobre
un cerrado meandro del Guadiela, donde el río se abre a la luz después del
tenebroso paso de la Hoz de Tragavivos. Por la única calle de la población,
atraviesa el caserío y, desde el cerro, oteando el paisaje, se pregunta si aquel
horizonte habrá sufrido modificación desde que los romanos, en el siglo II
d.C., comenzaron explotar los yacimientos de mineral de hierro de la zona.
Remata la visita bajando hasta la corriente, donde se encuentra la central
eléctrica del Infiernillo. Una gruesa tubería metálica, recostada en una
ladera, con una pendiente de casi un 30%, encañona el agua hasta las turbinas
en un estruendoso ruido. Tras cumplir su función, las aguas, que fueron
hurtadas al Guadiela en la Presa del Molino de Chincha, vuelven al río después
de más de una legua de aventura por un canal artificial que, en un alarde de ingeniería, fue construido en los años
cuarenta del siglo pasado. Vuelve a la soledad del casar y, junto a un curioso
lavadero, construido a la vera de la cristalina corriente de un arroyo, hace un
descanso antes de comenzar la subida a Carrascosa.
Antes de tomar la pista se asoma a los cortados
de La Ceja, desde donde disfruta de una visión casi cenital del entorno. Ya en
el camino, dos balcones naturales desde donde el caminante se solaza ante el
magnífico escenario: el mirador de Rocines, desde el que se reconocen el
Estrecho de Madereros, la Hoz de Tragavivos y la lejana presa del embalse y,
tras media hora de prolongada subida, el de la Peña del Águila, colosal miradero
sobre los cantiles de la Hoz Somera.
Tras la ahitera de esplendorosos paisajes, por el
lugar en el que se desvió al inicio de la jornada, llega el caminante a
Carrascosa entre cristalinas lagunillas y con los últimos rayos de sol
iluminando la ladera donde dormita el pueblo. En el horizonte, con la única
separación del camino que va hasta El Pozuelo, el extraño conjunto del
camposanto, lugar donde reposan los que, contra su voluntad, ya perdieron el
brío, y un huerto solar, epítome moderno de la creación del brío energético.
Durante el viaje de regreso, tras una revisión
exhaustiva de la documentación del caballo y del caballero, realizada por una
pareja de la Guardia Civil, el caminante, envuelto ya en las últimas luces de
la tarde, vuelve a recordar la placa con la que los carrascoseños evocan el
paso de Cervantes por el municipio. ¿Cuál fue esa relación? Acezante, al llegar
a su lar inicia la pesquisa. La realidad es que no existe constancia escrita de
visita alguna; sí existe documentación de que su hija Isabel casó, en segundas
nupcias y llevando una hija del anterior matrimonio, con Luis de Molina
arrendatario del ingenio herrero de Santa Cristina. ¿Resulta acertado suponer
que el Príncipe de los Ingenios visitase a su hija y a su nieta Ana? Quizá no
lo sabremos nunca, pero, al igual que en otras muchas ocasiones, la historia se
sostiene de contextos difusos y leyendas como ésta; y no será el caminante el
que reproche al municipio mantener la placa, haberle dedicado una calle y hospedar
una asociación cultural que lleva, en memoria de su hija, el nombre de Isabel
de Cervantes.
DOR
No fue el pueblo, amigo Diego; el que mandó poner la placa en memoria de Cervantes, sino la Diputación de Cuenca allá por el año 1956. Cierto es que no se ha hallado documento alguno que atestigüe la presencia de Cervantes en Carrascosa, como tampoco lo hay de que Santiago llegara en una barca de piedra a Galicia, pero la tradición del pueblo habla de que así fue. Hay un dato más que apoya esa hipòtesis en el caso de Cervantes, la existencia en la Hoz del Guadiela, que no de Tragavivos, del Picón de Rocines y del Poyal de Rocines, únicos topónimos que hacen referencia a Rocinante en todas las rutas cervantinas que se han conjeturado hasta ahora.
ResponderEliminarAl margen de ello, buen trabajo, buena exposición y buenas fotos. ¡Felicidades!