La naturaleza, esquiva en ocasiones, se manifiesta
en todo su esplendor cuando muestra la vida animal que en ella se cobija. No
siempre esa demostración resulta tan evidente como lo es una pareja de gamos en
la lejanía, o el pausado planear de los buitres sobre los riscos. Resulta
entretenido saber de su presencia observando las señales que la fauna deja
junto a los caminos. Los troncos de los árboles del entorno dan la pista para
distinguir un bañadero de jabalíes de un simple charco; los restos del plumaje
de un ave muerta, nos dirán si su depredador ha sido una rapaz o un mamífero
carnicero; las deposiciones sobre las limpias piedras del camino, nos harán
saber de la presencia del zorro; las blancas manchas en las oquedades de los
riscos, consecuencia de las deyecciones, dejan patente la existencia de
buitreras;…Todos esos saberes, y alguna experiencia más, van ha hacer del
último jueves del mes de febrero un día fascinante.
Llega el caminante al límite de la provincia de
Madrid con la de Guadalajara, donde, para que los hombres eviten disputas sobre
el amojonamiento, el río Lozoya sirve de raya natural. Cruza el puentecillo y,
bajo la amenazadora figura del muro de la presa del Pontón de de la Oliva, deja
la maquina infernal. Toma la descarnada carreterilla de servicio del Canal, que
seguro habrá conocido un estado de conservación mejor que el actual y, en la
primera curva cerrada, sigue las marcas del GR-10 que se internan en un olivar.
Cien metros más adelante, toma una vereda que baja hasta una torrentera. Se
trata de la salida natural de las cárcavas que comienzan a asomar en el
horizonte.
Sobre un tapiz de olorosa ajedrea, el caminante
ataca la corta y exigente subida. Sorteando retamas llega al voladero de las
cárcavas. Abandona el camino principal para seguir una apenas marcada senda que
bordea el precipicio. Con toda la precaución a la que el vértigo le obliga, camina
sobre el deleznable filo en la seguridad de que los pasos que ahora da serán
imposibles en el futuro, pues quizá la próxima tormenta de verano modifique las
sendas y los paisajes. Atrapado por la imagen de aquel rimero de ciclópeos
clítoris, como si de un templo a Venus se tratase, el caminante rodea las
cárcavas hasta que un espeso jaral le cierra el camino. Tras el espectáculo, sigue
la senda en dirección al saliente, hasta llegar a un camino carretero que,
ahora en dirección Norte, lo llevará hasta Alpedrete de la Sierra.
En el trayecto, upado sobre los modestos 990 metros del cerro
Guadarrama, el caminante divisa, recostada sobre la falda de una loma, la
imagen de Valdepeñas de la Sierra, pero resulta imposible la vista de Alpedrete
escondido al trascacho de las barranqueras. Durante un cuarto de legua avanza
por la monótona pista que viene desde la presa, hasta que, harto de tanta
lisura, se sube sobre el lomo terrizo de la conducción del canal del alto
Jarama, y que, en un alarde de imaginación, recibe el sonoro nombre de
Acueducto de El Partenón. Al final de los cuatrocientos metros de aquel
espinazo, ya casi a la entrada de Alpedrete, dos rebollos, ahora desnudos, se
enseñorean sobre los huertecillos. Para entrar en la pedanía, utiliza un viejo
camino que zigzaguea por un zopetero minado de antiguas bodegas. Sobre ellas,
como estandarte de cerrado encinar que fue, la única gran encina que los
antiguos alpedreños dejaron en pie. Sobre un suelo alfombrado de cúpulas secas,
el caminante echa los pasos para constatar un diámetro de veintidós metros de
cerrada sombra, sostenidos por un recio tronco del que nacen varias ramas con
la apariencia de un grandioso candelabro.
En la plaza, al tibio sol de la mañana, frente al
modesto museo etnográfico compuesto de dos abrevaderos de granito y dos
herrumbrosas bigornias, uno de los treinta y tres censados en 2013 trocea algunas
támaras secas.
-
Son
para encender la estufa; que, aunque la mañana esta buena, cuando el sol se
esconde hay que calentar la casa.
Tras pegar la hebra durante unos minutos, el
caminante continúa calle abajo en busca de su camino. Unos metros más adelante,
antes de salir del caserío, una pareja se afana en la limpieza de una cacerola
de aluminio de dimensiones colosales. Conjeturando que se trata de los últimos
coletazos de la temporada relacionados con la muerte del cochino, pregunta:
-
¿Se
acabó la matanza por este año?
La mujer, más gárrula que su pareja aclara:
-
También
se emplea en la matanza, pero el domingo sirvió para hacer judías para sesenta
personas.
Ante la cara de asombro del caminante, la mujer
puntualiza:
-
Nueve
quilos de judías, más tocino, chorizo y demás sacramentos. A casi la mitad de
los comensales, que tenían los coches en el Pontón de la Oliva, tuvimos que
llevarlos porque eran incapaces de dar un paso.
El caminante, que tiene leído que el 18% de las
emisiones de gases que producen el efecto invernadero, están originadas por las
flatulencias del ganado herbívoro, echa cuentas, y no acierta a imaginar los
efectos de los ciento cincuenta gramos de judías - más añadiduras-, que se
calzaron cada uno de los sesenta comensales.
Sale de Alpedrete por el GR que, en busca del
arroyo Reduvia, se encajona entre pequeños huertos y el conjunto compuesto por
el camposanto y la iglesia de la Concepción. Junto al arroyo, el camino
asciende hasta la imparable decadencia de una casa de labor. En ese punto
abandona la compañía del agua para, por un serpenteante camino carretero, llegar a un múltiple cruce de caminos. En ese punto, por donde tiene que volver
a pasar más adelante, debe decidir si continuar en sentido dextrógiro o
levógiro. Quizá influenciado por el inmenso cortafuego por donde discurre el
camino, se decide por la opción primera. Avanza hacia poniente, en dirección a
la corriente del Lozoya, en el sitio de la Presa de la Parra. Antes de bajar
por la empinada ladera, la blanca imagen del caserío del Poblado de El Atazar
-no confundir con El Atazar-, colgada sobre los riscos de la presa. Antes de
llegar al Lozoya, toma un camino de negra traza que sube paralelo al arroyo
Robledillo. Desde la altura, junto al lecho del arroyo, como si Eolo estuviese
jugando una intemporal partida de bolos, varios pinos dormitan tumbados con la
misma orientación. Vuelve el caminante al cuadrivio donde decidió el sentido de
su ruta, para regresar al encuentro del puentecillo sobre el Reduvia. Frente a
la corriente, resguardado del frío aquilón, hace la parada de la comida.
Ahora, quizá en la parte más interesante de la
ruta, vuelve a tomar el GR que dejó a la salida de Alpedrete. Por una zona de
riscos calizos, el caminante avanza en silencio con la intención de avistar, si
es posible, a los buitres posados en las oquedades de las paredes rocosas. Con
un pesado alear, van saliendo de las buitreras en un espectáculo de difícil
explicación. Allí, encajonado entre las rocas, se detiene durante más de media
hora observando el ir y venir de las rapaces. Con el sol perdido tras los 1264 metros del Cancho
de la Cabeza, al caminante no le queda más remedio que continuar. Vuelve a
cruzar la carreterilla de servicio del Canal y, entre abandonados olivares recamados de florecidos almendros,
regresa al muro de la presa donde inició la ruta. La corriente fluye por una
gruta excavada en la roca y, bajo el puente que cruza a la provincia de Madrid,
el río, herido de muerte, recorre el corto tramo que lo lleva hasta el Jarama.
A la vuelta, para evitar el sopor producido por
la aburrida N-1, el caminante va haciendo cuentas de las presas y embalses con
los que el hombre tiene domesticado al Lozoya desde que nace en el Circo de Las
Guarramillas: El Pradillo, Pinilla, Casillas, Riosequillo, Puentes Viejas, El Villar,
El Atazar, La Parra, Navarejos y la ya referida de El Pontón de la Oliva. Casi
nada para unos escasos 91 quilómetros de curso.
DOR
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