CRÓNICA ATÍPICA DE UN PERIPLO VALENTINO
Aunque para algunos se asemejen a
trastos viejos que conviene amontonar en los camaranchones del recuerdo, las
leyendas y tradiciones, también, conforman el acervo cultural de los pueblos. Al
no conservarlas, se corre el riesgo de que sea otro el que las reescriba, o te
imponga otras que no tengan nada ver con tus raíces. En busca de algunas de
ellas – algunas inesperadas-, y de varias cosas más, salimos, con la
puntualidad de un reloj helvecio y la animadversión de las previsiones
meteorológicas, hacia el antiguo reino de Valencia.
La inoportuna lluvia trastocó la
primera parte del guión; el barro hizo imposible la visita a los restos de la
ciudad romana de Segóbriga. Al pasar por Saelices, con su caserío recortado
sobre la ladera, miré a manderecha, en dirección austral, con la ilusión de columbrar
el lugar donde se encuentran las ruinas. Fue en vano, la persistente neblina, y
la distancia ahogaron mi deseo. Otra vez será; si han aguantado allí dos mil
años, espero que perseveren otros tantos,… por lo menos. Pero existía un plan
B. La organización - ¡vaya pareja!-, haciendo caso de la antigua conseja: “Ratón que sólo conoce un agujero, se lo come
el gato”, mudaron la prístina visita, por otra, no menos interesante, que homenajeaba
a Baco, dios romano del vino y del banquete.
Hubo que llegar hasta Requena,
para, en el paraje que llaman El Derramador, recibir la didáctica explicación del
enólogo (sic) de la bodega Torre Oria. En un amplio salón del antiguo palacio
atendimos a las explicaciones sobre la elaboración, posiciones de las botellas,
degüelle tradicional, degüelle en frío, tiempos de fermentación, etc. Teniendo
en cuenta los once kilos de presión que contienen cada una de aquellas botellas,
y la advertencia del posible estallido de las mismas, los juegos malabares
realizados para mostrarnos, a la luz de la lámpara, la turbidez o trasparencia
de cada una de las fases de la fermentación, llegaron a poner jindama en mi
ánimo. Empero todo terminó con buen fin,…y con una copa de cava.
Tras la contundente comida de
Utiel, el autocar nos puso en un santiamén en el lugar de la siguiente visita,
y punto donde pernoctaríamos las dos noches siguientes: El Puig de Santa María.
En esta tranquila población encontraríamos las dos primeras leyendas de nuestro
viaje: la del descubrimiento de la imagen de la virgen en el cerro donde se
encuentra el monasterio, y la no menos curiosa del caballo zahorí de Jaime I en
la montaña de La Patá. Como ambas fueron comprensiblemente descritas por Blanca
Agut- guía del monasterio-, y por Lola Labrador-compañera de viaje-, procedo,
para recordatorio del lector, a reseñarlas brevemente. La primera hace
referencia al descubrimiento, un año antes de la conquista de Valencia, de una
imagen de Santa María de los Ángeles tallada en piedra. El hallazgo se atribuye
a Pedro Nolasco –mercedario, y por ende redimidor de cautivos-, que encontró la
imagen bajo una campana, después de haber visto caer, sobre el mismo lugar,
siete estrellas durante siete días seguidos. La segunda alude a la terquedad
del caballo del rey, que, en uno de los cerros de El Puig, piafó con
insistencia hasta que manó un hilo de agua. Estas leyendas de caballos
intuitivos son frecuentes durante la Reconquista; el que haya visitado Toledo,
recordará el albo adoquín, situado frente a la mezquita del Cristo de la Luz,
donde, dicen, se arrodilló el caballo de Alfonso VI, después de la liberación
de la ciudad. Seguramente los hechos
históricos son otros, pero eso no me interesa para el buen fin de esta crónica.
Interesante, por chusco, fue lo que sucedió en la noche del sábado, día 10.
Después de la cena, un animoso grupo se dispuso a subir hasta la montaña de
Santa Bárbara. En un primer intento, nuestros pasos terminaron en la cerrada
verja de un grupo escolar. Alguien del grupo preguntó a una joven pareja, que,
con escaso ánimo y poco conocimiento, nos intentó embarcar en la dirección
contraria. Hicimos poco caso a las erróneas indicaciones para, guiados por la
tozudez senderista –casi todo el grupo tenía esa condición-, llegar, por un
azagador y tenebroso camino, hasta la ermita erigida en la cima del cerro. De
regreso al hotel, unas barras de hierro colocadas en las puertas de algunas
casas, llamaron nuestra atención. Al momento se dispararon las conjeturas sobre
su utilidad. Yo me decanté por su relación con las fiestas vinculadas a los
toros en la calle. Ya en Madrid, tras las oportunas averiguaciones, constaté
que, en la celebración de las fiestas de San Roque, durante los cuatro sábados
del mes de agosto, sueltan varios toros embolados. Aquellos armazones metálicos
sirven para montar las talanqueras que son resguardo y cobijo de los
participantes. Sin pretenderlo nos habíamos encontrado con otra antigua tradición.
Pero antes de nuestra aventura
nocturna, habíamos madrugado para estar a primera hora junto a las Torres de
Serranos, uno de los pocos restos de la desaparecida muralla de Valencia.
Nuestra guía, la masanasera Elvira Mocholí, propuso una apretada agenda, que
iba a durar hasta la hora de la comida. La iglesia de Santa Catalina, edificada
sobre una antigua mezquita; La Lonja de la Seda, que toma como modelo la de
Palma de Mallorca; el Mercado Central, con cerca de cuatrocientos puestos de
centelleante policromía; la Plaza Redonda, albergue de añejos comerciantes; la
Real Basílica de Nuestra Señora de los Desamparados, en cuya plaza la Fuente
del Turia -con la representación estatuaria de las ocho acequias- no quiso
ponerse en funcionamiento; la Catedral de Santa María, donde se veneran, a la par,
la reliquia y la leyenda del Santo Cáliz, y donde, en la puerta gótica de Los
Apóstoles, lo ancestral se da cita en las reuniones del Tribunal de las Aguas;
el palacio del Marqués de dos Aguas, con su alabastrina portada, alegoría de
los ríos Turia y Júcar, y continente de un bien estructurado museo de cerámica. La leyenda volvía a esperarnos en la planta baja del palacio. Allí, en buen
estado de conservación, se encuentra la Carroza de las Ninfas, propiedad del
marqués, y que, según la tradición, al haberla puesto a disposición de Alfonso
XII, y, en otra ocasión, como trasporte de la custodia, dejó de utilizarla
argumentando que ya había sido usada por sus señores en la tierra y en el cielo.
Antes de la comida, en la Plaza del Ayuntamiento, la historia revestida de
tradición: el protocolo ceremonial para la bandera autonómica, creado por Pedro
IV de Aragón y II de Valencia (S. XIV). La esencia de aquel protocolo era que
la bandera no hiciese reverencia ante nadie, y que su salida nunca fuese por la
puerta, sino bajada verticalmente hasta la calle.
La tarde, más prosaica y
científica, por libre y por el viejo método del tótum revolútum, transcurrió en
el Museo Oceanográfico de la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Rematamos con
un paseo nocturno por la remozada playa de la Malvarrosa.
El último día se desperezó
haciendo caso a las predicciones meteorológicas. Todo indicaba que nos
mojaríamos. La mañana presentaba un heterogéneo programa, por lo que había que
comenzar cuanto antes. En primer lugar teníamos una cita con el modernismo
valentino. Eran poco más de la nueve cuando estábamos frente al extravagante
conjunto que forman la modernista Estación del Norte y la neo neoclásica Plaza
de Toros de Valencia. El vestíbulo de la estación presenta una más que
interesante ornamentación, basada en la sabia conjunción de madera, vidrio,
mármol y, sobre todo, el trencadís
(mosaico troceado), claro consecuente de dos antiguas tradiciones
constructivas: el opus tessellatum romano
y la más próxima en el tiempo foceifiza musulmana. Nuestros
pasos, siguiendo los de Elvira, continuaron por la avenida del Marqués del
Turia. Con las obligadas paradas en las fachadas modernistas del barrio del
Ensanche, llegamos al Mercado de Colón, joya de este movimiento artístico,
situado en el lugar donde se ubicaba la antigua fábrica de gas. El tiempo se
puso bronco, y el recorrido por la calle de la Paz se hizo bajo un mar de
paraguas. La visita a Valencia terminó con la despedida de nuestra guiadora
frente al convento de Santo Domingo. Nuestro destino vespertino era La
Albufera.
El autocar parecía ir flotando
sobre aquella inmensa llanada de arrozales. Cuando llegamos al lugar convenido
en El Palmar, nuestro guiador / barquero esperaba bajo el resguardo de un
astroso paraguas. Además de la visita a una típica barraca, el objetivo
consistía en recorrer parte de la laguna a bordo de una barca de pescadores. La
intermitente lluvia nos mantuvo vacilantes durante unos minutos. La decisión
del embarque se tomó después de un par de chupitos de mistela. Acompañados de unos
trozos de
coca llanda, pusieron al
personal en el punto necesario para la aventura. El grupo se dividió en dos
barcas y, aunque en alguna ocasión hubo que abrir los paraguas, la experiencia
resultó gratificante. Durante la travesía, cuando parecía que habíamos agotado
el cupo de costumbres atávicas, el barquero, al tiempo que manejaba el timón
para poner la embarcación proa al viento, nos espetó:
-
Hasta hace bien poco, esta barca tenía un nombre
marinero. Pero, como homenaje a las historias que mis mayores contaban, la
rebauticé con el nombre de El Pardal de
Sant Joan.
La historia hacía referencia a la
veleta de la iglesia de San Juan del Mercado, junto al Mercado Central y frente
a la Lonja de la Seda, y que representa al águila de San Juan con el tintero y
la pluma colgando del pico. Según la tradición, las familias pobres y cargadas
de hijos, llevaban a alguno de ellos a la Plaza del Mercado. Allí le decían que
estuviese atento porque el gorrión de San Juan saldría volando. En medio de la
batahola de vendedores y mercancías, los padres huían con la esperanza de que
algún mercader lo adoptara y le diera un futuro.
Ya en la comida, cuando sirvieron
las cazuelitas de anguila al
all i pebre,
algunos espantaron los ojos recordando a alguno de estos peces arrastrándose
por los acuarios gigantes del Oceanográfico, y apartaron las cazuelas como si
contuviesen al mismísimo Belcebú; situación que otros aprovechamos para repetir
de tan excelente plato. Me puedo imaginar las caras de esos mismos comensales
si, en lugar de pollo y pato, la paella hubiera tenido rata de agua, como era
costumbre en La Albufera.
En fin, un apretado viaje lleno
de leyendas, costumbres, tradiciones, mitos, narraciones y añejos testimonios.
Ahora que Benedicto XVI, de un librazo, ha echado al suelo los palos del
sombrajo de mis recuerdos infantiles, eliminando del nacimiento las figuras de
la mula y el buey, es cuando más quiero aferrarme a las tradiciones que aún
quedan en mi horizonte. El disgusto ha sido grande, más peor será para los que,
además de los animales, tengan que quitar el caganer.
De regreso, con la incesante
lluvia aporreando los cristales, intenté, al modo de los delfines, paralizar
casi la totalidad de mi cerebro para evitar la dormición. Resultó imposible; la
música de los hermanos Uranga, o El Consorcio, o todos a la vez, obraron como
una nana e impidieron mi propósito.
DOR
11.2012